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Cabina de montaje ǀ Esther Bendahan

Publicado: 19 diciembre, 2011 en Autor invitado

Era la primera hora de la tarde, en un instante impreciso y único en el que se cruzan los editores de las cabinas de Prado del Rey del turno de la mañana con los del turno de la tarde. Hay, en ese breve encuentro por los estrechos pasillos poco iluminados del edificio circular anexo al principal, saludos y una gran variedad de matices entre la alegría de quienes se van junto al cansancio de quienes llegan para ocupar su lugar.

Televisión Española tiene horario continuo, sobre todo la edición, el último y definitivo lugar donde se realiza el programa y se deja listo para la emisión. Allí es donde se hace un programa. Se coloca la cinta en una caja y se le pega una etiqueta y ya está, ahí acaban horas de grabaciones, de repeticiones. La edición es como el servicio de guardia de un hospital, donde se curan los programas y se dejan listos para ser vistos brevemente por quienes aún ven la televisión. Se cortan balbuceos, malos gestos en una entrevista, una imagen desenfocada, como si lo perfecto y ordenado pudiera darse.

Marta Costa, al llegar a su cabina, dejó la bufanda roja en el sillón y abrió su carpeta sin quitarse el abrigo negro, porque solía pasar frío. No estaba el realizador de su programa, debía esperarle antes de comenzar, ella era la subdirectora y hay que seguir ciertas reglas. Observó a la chica encargada del montaje, pocas veces coincidía con los mismos, creyó reconocerla, tal vez con ella ya había editado un programa, pero no recordaba en qué ocasión. Se miraron y Marta le  hizo un gesto de reconocimiento que ella le devolvió con menos entusiasmo. Marta había aprendido a contenerse, porque para muchos la expresión generosa de afecto era una debilidad.

Observó su jersey verde de cuello vuelto y el pelo negro y largo, un rostro blanco y tranquilo con algo por desarrollar. Dedujo que grababa barras. Pensó en comentar algo acerca del pelo, del corte a capas largas que llevaba, pero prefirió no iniciar una conversación cualquiera, había aprendido que en este país, a donde había llegado con cuatro años desde Venezuela, al menos en Madrid, a la gente no le gusta demasiado hablar de sí misma, más bien prefieren conversar sobre otros, incluso piensan que algo propio que se les cuenta no merece ningún interés, sólo lo que no debe contarse es lo único que resulta interesante.

Llegó Antonio a la cabina empujando un carrito de compra con cintas. Antonio saludó con su habitual tono irónico que antes le hacía gracia.

“Has llegado puntual, qué sorpresa”.

Y saludó efusivamente  a Julia, así supo que se llamaba Julia la chica que editaba esa tarde con ellos. Antonio era un adulto infantil e inteligente que guarda un intenso interés por toda clase de conocimientos, le interesaba el cine, pero cosas que poca gente sabía, conocía las historias de cientos de directores, su saber no se limitaba a fechas y nombres, sino incluso el historial médico de cada uno de ellos, así como sus ilusiones y sueños incumplidos; también su físico, su cabeza calva y regordeta, casi rosada, mantenía la inocencia de la infancia.

Marta siente cierta ternura por él, y le admira más que a los otros realizadores que pasaron por el programa. Mientras colocaba las cintas en las distintas pistas, le comentó su opinión sobre el meteorito que, destrozado, acababa de caer esa semana en varias zonas españolas; lo extraño, decía, es que no se detectara con anterioridad, eso era sospechoso. Aunque Antonio era el ayudante de realizador, en realidad llevaba todo el peso de la realización.

Comenzaron a editar el programa nº 200, un documental sobre las fosas comunes en la dictadura chilena.

Marta era colaboradora, no era personal fijo de la Casa (como solían llamar a la Televisión Española, tal vez para dar una idea unitaria y de familia), ellos eran o no de la Casa, y aunque llevaba años colaborando en Televisión Española, tenia un contrato por programa, no era fija, y como ese programa era un espacio casi obligado para los distintos gobiernos que se habían sucedido, ya que pretendía ofrecer una panorámica global sobre las necesidades del mundo y de otras culturas, nadie se atrevía a quitarlo, aunque no tuviera gran audiencia.

Ella siempre mantenía una cierta distancia con los problemas de la Casa, nunca se ha sentido plenamente un trabajador de Televisión Española. Tiene dos hijos pequeños, y aunque le gusta este trabajo no gana suficiente, su marido se lo repite a menudo como si ella pudiera hacer algo al respecto. Es incapaz de resolver ese problema, no es que no lo intente pero no sabe cómo ganar más, su profesión es la de antropóloga e historiadora aunque siempre quiso ser periodista, por eso aceptó esa colaboración pensando que le permitiría encontrar más tarde otra cosa, pero no la encuentra, y es que no sabe moverse lo suficiente ni ser amable con quien hay que serlo. Debía guardar ese deseo de decir siempre la verdad, la manera impulsiva de tomar decisiones como si se le acabaran de ocurrir, pero sobre todo, le dijo un amigo en una ocasión, moviendo sabiamente el dedo, que ser amable y familiar con quienes se acercan es un mal comienzo para que le respeten a uno.

Pero ella está convencida de la necesidad del programa y siente cierto orgullo por su trabajo, auque mal pagado posee un incuestionable valor social, sobre todo cuando convence al director de la necesidad de programas como el que editaba esa tarde, programas de memoria, programas que dieran voz a quienes no puede testimoniar, y ella se empeñaba en ese tipo de programas. A veces su marido era excesivamente práctico y eso le dolía, mientras graba la cabecera piensa en cómo se pierde el sentido de la vida, las mínimas emociones pierden significado, y el mundo es un lugar demasiado frío y el sistema muy práctico, quien no gana no vale, y muchos ganan más de lo que valen.

Las imágenes  que tenía que visionar para cortar eran extremadamente reales, pensó que no estaba preparada para soportarlas. Un rostro con una cicatriz vertical, el  grito silencioso de unos ojos vacíos. Y había algo falso en buscar en cada imagen. En la elaboración. ¿Cuanto falso se necesita para una verdad? En el pasillo se oyen gritos y en el instante entró una mujer en la cabina.

“Antonio, ¿has visto los documentos?, tienes que firmar, al fin y al cabo me has ayudado con la gestión.”

Antonio se puso en pie y se acercó a la mujer delgada a la que le faltaba un diente. Marta la observó sonriendo, había algo agradable en su desenfado. Sintió curiosidad, y aunque tenía prisa y quería terminar el programa, deseaba saber qué sucedía. La mujer, que se llamaba Esperanza, comentó que en la Casa se estaban produciendo determinados cambios.

“A ver  —preguntó a Marta—, Antonio, que es ayudante, ¿hace el programa o lo hace el realizador?”

Ella por supuesto dijo que Antonio, entonces feliz ante la respuesta. Esperanza explicó que era un absurdo mantener esas jerarquías. El ayudante de realización hacia las veces de realizador, la mayoría de las ocasiones era él quien lo hacia todo, el único responsable, entonces: ¿era justo que ganara menos y que para cambiar de categoría tuviera que pasar un examen?  En realidad el examen lo pasaban cada día en cabinas como esa. “¿Es así o no, Antonio?”

Antonio asentía. Cogió el papel y lo firmó. Esperanza le explicó que los de Torre España se habían unido a ellos. En realidad ellos se habían unido a Torre España. La chica de la edición, que hasta entonces callaba, se puso de pie y encendió un cigarrillo (entonces aún se fumaba en la cabina). Se colocó apoyada en la mesa de montaje y dando una calada explico que era lo mismo para los montadores, que era un sistema injusto. Las categorías eran excesivamente estrictas e impedían la libertad del movimiento. Parecían de acuerdo y se dirigían a Marta para que se pusiera al corriente de la situación, ella era ayudante del director, y también participaba como directora, aunque en realidad a ella no le afectaban las categorías, únicamente al personal fijo. Parecía que decaía el apasionado debate. Después de varias explicaciones, Esperanza parecía que sólo hablaba para ella. Se sintió aliviada y con la sensación de pertenencia. Por primera vez en años, era uno más del equipo, le hablaban a ella y la chica morena con aire de luchadora, con una gran capacidad oratoria, le dedicaba todo un discurso reivindicativo. Observó el reloj, se hacia tarde y pensó en sus hijos. Quería llegar a la hora de la cena, se habian quedado con una mujer que casi le costaría su sueldo, era una exageración pero sabía que eso le diría su marido. Pero era agradable estar allí en esa tenue oscuridad con breves iluminaciones de las pantallas dispuestas en hilera doble, el zumbido de la máquina y las miradas furtivas de quienes pasaban por el pasillo y se detenían a mirarles por el cristal. Entró uno de los montadores más veteranos y saludó por su nombre, ese Marta allí en la quietud de la sala sonó agradablemente amistoso y familiar. Recordó que el joven moreno, que fue militar y desfilaba por los pasillos, no solía hablar con nadie, por eso ella era especialmente receptiva a sus saludos y a las inquietas sonrisas que le dedicaba.

Esperanza parecía ya no tener nada más que decir, pero tampoco mostraba muestras de querer irse. Entonces entró en la sala una mujer bajita, con el pelo corto y rizado. Quería leer el folleto. También ella era ayudante. Lo leyó y parecía estar de acuerdo. Esperanza entonces volvió a repetir que el de ayudante era un puesto sin sentido. Que en realidad todos eran realizadores y que en todo caso quien tuviera que asumir mayor responsabilidad se denominaría jefe de realizadores, o coordinador. Eso sería diferente. Entonces la mujer, que escuchaba atentamente, comenzó a gritar. Marta entendió algo de lo que decía, pero no todo. El contraste entre las dos era patente, tal vez por eso ella parecía más nerviosa de lo que era en realidad, pero se mostraba demasiado alterada. Repetía:

“No, no, yo estoy orgullosa de ser ayudante. No es ningún deshonor.”

“Por supuesto que no, claro que no, pero no es cierto, porque vamos a ganar menos que quienes no hacen el trabajo, es una cuestión de justicia.”

“Pues yo estoy orgullosa con mi trabajo, y mi realizador, escuchad, es muy buen  profesional, es un encanto, estoy satisfecha de trabajar para él”

Lo decía tan alto, que Marta pensó que estaría su jefe en la sala de al lado y que tal vez era una peculiar declaración de devota sumisión.

“Es una cuestión de principios, no de un caso particular  —exclamó Esperanza—, la mayoría de nosotros hacemos un trabajo por el que no estamos reconocidos, ese es el problema, ¿qué puede variar que todos estemos en la misma categoría profesional?”

“No, no, no firmo, no estoy de acuerdo, yo quiero ser ayudante, eso es lo que quiero, y nada más, no firmo, ¿qué tiene de malo que seamos ayudantes, y que no haya ayudantes de producción, ni ayudantes de dirección?, eso no lo van a permitir, ¿entiendes?, no firmo. Son necesarias las categorías, no debemos cambiar nada.”

Marta comenzó a impacientarse, pero esa discusión le interesaba más allá de la curiosidad, sabia que había algo allí que podía enseñar algo, no sabia qué realmente. Recordó una reunión de padres en el APA del colegio de sus hijos, se votaba si los padres debían de ser consultados o no para cambiar la hora de las entradas y salidas del colegio. Ella había defendido el derecho de los padres a dar su opinión, pero una amiga defendió lo contrario, la dirección  del colegio no debía preguntar a nadie. Y los mismos padres votaron en contra de ser consultados. Nunca entendió por qué sucedió aquello, pensó que también en lo evidente había que saber argumentar. Realmente, desde entonces mantenía cierta distancia con las decisiones de los grupos, en cierta medida siempre conservadoras y sorprendentes. Lo pensaba mientras observaba la pantalla de uno de los monitores, donde permanecía congelada la imagen de una boca totalmente abierta de una  anciana que había dedicado su vida a buscar a su marido desaparecido.

El ambiente era muy tenso y Antonio, para calmar la situación, dijo que era la hora del café y que les invitaba a uno en el área de descanso.

Los niños ya habian cenado y estaban en la cama. Ella les arropó y les contó de nuevo el cuento de los tres cerditos y el lobo. En el salón, casi a oscuras, su marido, con los pies sobre la mesilla, veía la tele francesa, era un debate sobre la infancia de varios personajes famosos en Francia, pero totalmente desconocidos para Marta. Se acomodó a su lado, en el sillón, con un libro de cuentos de Saul Bellow, un ejemplar que compró en una librería de viejo del barrio de Tetuán. Ahora lo iban a reeditar. Esa tarde, en Prado del Rey, había sentido la sensación de pertenecer. Por primera vez le habían hablado como alguien de ellos, de la familia, y quiso detenerse en esa emoción, un lugar demasiado frágil y transitorio, sabía que cuando volviera de nuevo sería personal de fuera de la casa, pero fue agradable. Su marido bostezó con cansancio, los niños habian sido muy pesados para cenar. Y era demasiado tarde, para lo que la pagaban más valía que lo dejara, claro que, conociéndola, no encontraría otra cosa. Le miró a los ojos, pero él retiró la mirada, le observó un rato, luego, mentalmente, cortó la frase hiriente y buscó una sonrisa, tal vez una de hacía tres años, durante un verano en Roma, delante de un plato de tagliatelli, pegó la sonrisa a su saludo de llegada, sin cortinilla, directamente por corte y fue a negro, se tumbó en el sillón y continuó leyendo.

*

Esther Bendahan (Tetuán, Marruecos, 1964) es licenciada en Psicología por la Universidad Complutense y doctora en Filología Francesa. Actualmente es la directora de programación cultural de la Casa Sefarad en Madrid. Ha realizado documentales y ha colaborado con diversas instituciones en la difusión de la cultura sefardí. Fue hasta el año 2010 directora y presentadora del programa Shalom, de TVE2. Igualmente, ha colaborado en la sección de Opinión del periódico El País. Entre sus publicaciones destacan: Soñar con Hispania, Editorial Tantín (2000); Deshojando alcachofas, Editorial Seix Barral (2005); Déjalo, ya volveremos, Editorial Seix Barral (2006); La cara de Marte, Editorial Algaida, XXIX Premio Tigre Juan; El secreto de la Reina Persa, Esfera de los libros (2009). Ha recibido también el premio de novela Torrente Ballester 2011 con una novela que se publicará próximamente. Su obra más reciente, Pene, publicada por Ediciones Ambulantes, está siendo presentada estos días. Queremos agradecer a Esther Bendahan el envío de este relato inédito a nuestro portal de narradores.

Gracias a la generosa mediación de Diego Trelles Paz nos cabe en esta ocasión disfrutar del honor de publicar un relato inédito de Carlos Meneses (Lima, 1930). Autor de novelas como Edén moderno o El héroe de Berlín y de libros de cuentos como Un café en la luna o El fracaso llega puntual, el singular escritor peruano, que ha residido en lugares tan diversos como Buenos Aires, Berlín, Roma, París, Barcelona, Madrid, además de en su Lima natal y en su Palma de Mallorca adoptiva, nos escribió hace casi veinte años una cariñosísima carta a quienes en aquella época empezábamos nuestra andadura literaria con la revista Paradiso. Nos resulta, así, especialmente entrañable que volvamos a cruzarnos veinte años después (los tangos siempre tienen razón) y tengamos la suerte de poder publicar en este portal un relato inédito de Carlos Meneses. El texto evoca o reelabora, con sabiduría y solvencia narrativas, algunos episodios de la juventud «mallorquina» de Jorge Luis Borges a comienzos de la década de los 20. Agradecemos a Carlos Meneses su generosidad al poner en nuestras manos este relato que aparecerá en su próximo libro. Por el aire y por las palabras llegan de una isla a otra isla, a veces, los aromas del mar y de sus gentes. – Comité Editor.

Casa Elena con Borges, 1920

 

Señores de diferentes edades y clases sociales, isleños o foráneos, solos o en grata compañía de amigos, indiferentes a miradas ajenas o con subrepticios pasos nocturnos  que alienta  la oscuridad, buscaban el costado del hermoso edificio del Teatro Principal, subían unas escalerillas y guiados por sus galantes bríos llegaban al Café, para unos, a Casa Elena para la mayoría, al más reputado y elegante prostíbulo del Mediterráneo, para los menos. No había horario inexorable, dentro de la nocturnidad todas las horas eran buenas, Todos los minutos resultaban elásticos alargadores de emociones. Inmersos en ese breve huerto ilusorio unos cremaban pesares otros potenciaban incipientes alegrías. El placer se ofrecía insistente a cada visitante dentro de la explosión orgiástica sostenida por una ovación pecuniaria.

Ellos, el grupo amical de poetas, solían llegar algo después de la medianoche. En cuanto los veían entrar todas las chicas que estaban sin pareja  se les acercaban sonrientes y decidoras y en algunas oportunidades hasta estallaban aplausos y alborozados gritos, llamando la atención del grueso de la concurrencia masculina. Luego las niñas de la Casa se alejaban de esos cuatro o cinco jóvenes, entre sonrisas y nerviosos chillidos para concentrarse en las actividades propias de su profesión. Los jóvenes se sentaban en una de las dos mesas que había en la primera habitación. Muchas veces se les servía sin necesidad de que ellos demandaran nada. Un camarero casi enano o una señora mayor que cumplía papel de jefa de todos los servicios, ambos uniformados, les traían los altos vasos de cerveza espumante. Sabían muy bien que los jóvenes no pedirían nada más en todo el resto la noche y que abandonarían el local hacia las cuatro o cinco de la mañana, muy poco antes de la hora de cierre.

En la otra habitación estaba el corazón del jolgorio, era mucho más amplia que la anterior y se hallaba envuelta en una atractiva y sugerente semipenumbra agujereada, de trecho en trecho, por  farolillos que desprendían una desmayada luz amarilla y estaban colocados sobre pedestales de madera. Cómodas butacas rodeaban las mesas cuadrangulares cubiertas por manteles bordados a mano como queriendo dar sensación de ambiente familiar. En alguna esquina o en rincón nada escondido se hallaba un hermoso florero tal vez de Sevres, quien  sabe si de Murano, rebosante de claveles, margaritas o azucenas que los caballeros cogían para obsequiar a sus damas tras la entrega de un generoso óbolo. A los costados de ese enorme ambiente pequeños taburetes unos con ceniceros, otros con bandejitas rebosantes de almendras y pasas, papel de carta para quienes quisieran iniciar comunicación epistolar y hasta pluma, tinta y papel secante.

Un cuarteto musical uniformado con chaquetas azul oscuro y pantalones amarillos animaba la fiesta a base de ritmos caribeños, marplatenses o de todas las regiones hispanas. A ellos se sumaba con regular frecuencia un hombre fuerte y alto vestido con un smocking muy usado, que desempeñaba actividad de defensor del personal femenino y que ampliaba sus tareas cantando algunas canciones tanto en catalán como en castellano. No faltaban las parejas que danzaban alegremente como preámbulo de lo que vendría después. O también las que parecían arrullarse con sus bisbiseos amorosos Al costado de donde se hallaba la orquesta se abría una pequeña entrada que daba acceso a un pasillo con muchas puertas que comunicaban con estrechas pero cómodas habitaciones. A ellas entraban en fugaz feliz compañía varonil las alegres chicas de Casa Elena.

De esa sala permanentemente envuelta en placentero delirio y repleta de variados tipos de concurrentes llegaba hasta donde estaban los jóvenes amigos, el vendaval de risas desacompasadas, brindis sobrios o ebrios, a veces un grito estentóreo de fingida sorpresa lanzado como un dardo por alguna de las chicas, haciendo pensar en unos dedos fuertes pellizcadores de asentaderas. Igualmente voces masculinas que se entreveraban con las carcajadas desafinadas de ellas dando la impresión de estar en un delicioso manicomio tachonado de desenfrenos, blasfemias y las más libidinosas caricias Como grato complemento a ese ambiente el orangután cantante y guardián de las señoritas hacía una exhibición de baile acompañado por la que él eligiera. Le pedía, por lo general a la orquesta, maestro, un tango o maestro, una rumba. Y se lanzaba al espacioso cuadrilátero en el centro de la habitación convencido de sus atractivos artísticos y como invitando a que lo imitaran otras parejas.

En el recibidor a veces quedaba como de guardia una de las chicas obligatoriamente alegres o alguien del personal de servicio para recoger abrigos, bufandas capas, sombreros, que iban colocando en los muebles destinados a contener esas vestimentas. En alguna oportunidad, si el salón principal no estaba lleno, dos o tres, las chicas que estuvieran libres hacían un breve y reverente desfile delante de los clientes que acaban de entrar. Unas con ropas de color y a la última moda, otras con vestidos blancos como si fueran delicadas novias esperadas en el altar por imaginarios novios. Se permitían jugar, según la confianza que tuvieran con el que llegaba, a la gallina ciega aunque sin vendarse los ojos. Todo terminaba en los sillones del salón, donde las risas eran serpentinas de vivos colores y las palabras derivaban en extremada lascivia táctil que casi siempre conducía a ese angosto pasillo lleno de puertas de pequeñas alcobas…

-Te gustará el ambiente– le había dicho Alomar a Jorge Luis, poco antes de llevarlo por primera vez a Casa Elena-, no es como los que describe Emile Zola en sus novelas, pero no está mal. Además, podemos hablar tranquilamente durante horas sin que nadie nos moleste-, fue la grata anticipación del lugar a conocer…

*

Para la dama líder de ese carnaval de juguete, que nacía y moría cada noche en este centro de alegría, los jóvenes artistas eran más que unos simpáticos visitantes sin blanca, eran los representantes del buen humor, el talento que ella entendía no debía estar ausente de su Café, la gracia y la elocuencia. Esos chicos podían hilvanar con facilidad frases chispeantes, leer poemas en alta voz o tararear estrofas selectas de muy conocidas zarzuelas. Tenían su venia para instalarse en la habitación de la entrada y conversar hasta el cansancio. Alguna vez esa dama con algo más de medio siglo encima, vestida como para una fiesta palaciega y mostrando algunos encantos que aun conservaba, les mandaba el obsequio de otra ronda cervecera al ver que en sus vasos sólo quedaba un lánguido poso espumante. ¿Esta noche no vendrá el barítono?-, preguntó utilizando un tono de voz buscadamente entristecido. No tendremos quien nos cante Marina ni la del Soto del Parral. Rió con moderada estridencia.

Le aseguraron que Fortunio no debía tardar, que se había quedado en una esquina cercana conversando con un amigo. Entrará cantando la Traviata, anunció Joan. Se sabe todo Verdi y parte de Wagner de memoria, dijo Vives. La dama vestía de azul oscuro y su largo escote dejaba asomar un blanco busto no muy abultado. Bajando el tono de voz cuando ella se alejaba en dirección a la habitación contigua, Colomar les cuchicheó a sus camaradas, dicen que era la chica más atractiva de la Casa hace un cuarto de siglo, que los  hombres de todas las edades se peleaban por ella. Alomar volvió a intervenir: aun puede levantar pasiones. Debe ser una enciclopedia sexual, acotó sin mirar a sus amigos, Jorge Luis.

En el momento en que Miguel Ángel le pedía, una vez más, a Borges que les contará cómo se desarrollaban, las fiestas ultraístas  en Madrid, apareció entre las cortinas que separaban la pequeña habitación de la entrada del gran salón en semipenumbra,  la más pequeña de las chicas, Moira, que vino directamente hacia la mesa de los amigos. Muy sonriente, con pasitos cortos pero acelerados, se situó entre Vives y Joan Alomar, y mirando a Jorge Luís le dijo ahuecando la voz pero sin dejar de sonreír. Tengo un mensaje para ti. Calló un momento causando inquietud.

Los cuatro amigos pusieron sus orejas en actitud receptiva. ¿Quién manda el mensaje? Preguntó Colomar adelantándose Borges. La chica colocando una mano sobre el hombro de  Joan y sin dejar de mirar a Jorge Luís, fue más explícita : la de siempre, dice que esta noche no podrás hablar con ella, ha llegado un señor muy importante  y no cree que la deje libre ni un minuto. Alomar le hizo indicaciones a la chica para que se sentara con ellos. Colomar le ofreció sus rodillas y todos hicieron un brindis porque la que había mandado el mensaje pasara una grata noche con el señor importante, al que llamaron, despectivamente, viejo banquero. Al terminar su comunicación Moira hizo un gesto mimoso y volvió casi corriendo al salón principal.

La conversación continuó como si no se hubiese producido ninguna interrupción. Jorge Luís no acusaba la menor decepción por la información recibida. Vives anunciaba que en el próximo número de su revista que tardaría un par de semanas en publicarse, aparecerían los versos de Borges. Me gusta “Poema”, dijo con firmeza, creo que va a llamar la atención. Contiene los toques ultraístas suficientes como para que determine polémica. Colomar participó inmediatamente: eso es lo que necesitamos, más nervio. Y Alomar corroboró: ya nos llaman los ultraístas, y en “L´ignorancia” sé que preparan unos artículos contra nosotros. Ni que se atrevan, dijo sonriente, como burlándose, Jorge Luis.

-¿Te resulta agradable ese lugar?– interrogó Jacob Sureda desde el sofá en el que estaba recostado-, yo no lo conozco, tal vez te dé motivo para escribir una crónica sobre el zafarrancho sexual– sonrió cerrándole un ojo a Borges.

*

Antes de ver su figura  escucharon su voz. Ya está aquí el zarzuelero, lo calificó Miguel Ángel. ¿Qué canta?, se preguntó a sí mismo Vives. Alomar fue quien le ganó la palabra a Jorge Luís, qué otra cosa va a ser, lo más apropiado para la noche y el sitio, Marina. Cuando Bonanova empujó la puerta que nunca estaba cerrada con pestillo y se abría sin hacer ruido, los cuatro amigos lo recibieron con palmas, y algún cliente que había salido del salón penumbroso ayudó con más sonoridad. “A beber, a beber, la copa del dolor”, se acercó a la mesa de la amistad cantando con cara de hombre feliz. ¿Reunión de hombres solos?–, inquirió con su tono de befa habitual, esto no es para mí y echó una mirada rijosa hacia el salón principal.

-¿De dónde eres, a qué te dedicas, cuál es tu nombre, tienes mujer?– le preguntó sin pausas Bonanova a Borges la mañana que lo conoció en una barbería del centro de Palma.

*

En ese preciso momento, salió la dama jefe.  Oí su voz, le dijo a Fortunio. Cuando la música del salón cese lo invitaré a que canté un trozo de esa zarzuela. La respuesta no se hizo esperar, lo haré encantado con una copa en la mano. La dama de azul oscuro, empinada en altos tacones y aproximándosele más al cantante. Si es necesario una copa en cada mano. Fortunio, sin arredrarse, quedó a un jeme de la gran señora, hizo una versallesca genuflexión delante de ella y le besó una mano. Soy un ciervo a sus pies, distinguida dama. El exagerado histrionismo hizo reír a los amigos, y del salón de las continuas risas salieron dos parejas, que no solamente aplaudieron la salutación de Bonanova sino que exigieron inmediata interpretación de la zarzuela prometida.

La gran dama dictó sus órdenes. Cantará luego, cuando los músicos hagan un intermedio en su programa. Las  parejas formadas por dos hombres jóvenes y dos chicas  agraciadas  aceptaron la decisión de doña Lilian. Hicieron algún comentario entre ellos y volvieron al salón. Los jóvenes abrían las cortinas y dejaban paso a las chicas para que entraran primero, las empujaban suavemente con las manos no tocándoles las espaldas sino bastante más abajo. Bonanova buscó sitio en la mesa de sus amigos. La dama erigida en jefa retornó al salón y un instante después, apareció como un duende, el viejo y casi enano camarero Nicasio, trayendo un hermoso vaso de cerveza que Jorge Luis bautizó  como un ritón, y lo colocó ante la barbilla del barítono.

Fortunio preguntó ya instalado junto a Borges: ¿de qué hablaban antes de que llegara el cantante?. Colomar no dio tiempo a la más mínima pausa, antes de que llegara el pallaso, dirás. Hubo risas aunque no de todos. Vives que parecía inquieto, volvió a manifestar lo que había dicho nada más llegar a Casa Elena, que estaría poco tiempo, al día siguiente tenía que levantarse temprano. Cómo te vas a marchar, no llevamos ni una hora aquí, protestó Alomar. ¿No vas a escuchar el recital del tenor?, inquirió Jorge Luis. Ba-rí-to-no, corrigió sílaba por sílaba el propio Bonanova.

El periodista que nunca abandonaba su bolsa ibicenca tuvo respuesta oportuna. Le he escuchado cantar varias veces y lo seguiré haciendo, pero no será esta noche. Como demostración de aprecio le dejaré mi aplauso, y aplaudió dos o tres veces antes de la despedida Vives ya de pie colocó unas monedas junto a su vaso vacío y Colomar le replicó, mucho, hombre, aquí nos hacen precio de amigos. Vives no retiró ninguna moneda y haciendo adiós con la mano se dirigió a la puerta de salida. Es de los que se levanta temprano, comentó con tono ligeramente sarcástico el cantante de ópera y zarzuela, viendo cómo su amigo abría la puerta y un instante después desaparecía de su radio visual.

Bonanova estiró una mano para contar las pesetas dejadas por su amigo. No se toca el dinero ajeno, Tom, lo riñó  Colomar que acostumbraba llamarlo por su verdadero nombre. Mientras que Joan le preguntaba a Borges si estaba a escribiendo otros poemas inspirados en la misma dama. Tal vez, respondió el poeta sin entusiasmo. Poemas escribiré pero que no sólo para Margot, sentenció. ¿Quién es la otra musa?, preguntó sonoramente Fortunio. No es de este ambiente, y debo aclarar, continuó Borges, no me liga ningún affaire sentimental con ninguna de las dos. Son chicas encantadoras, pero no voy más allá de la amistad superficial. Bonanova seguía clamando en demanda del nombre de la otra inspiradora de poemas.

Lo único que lograron de Borges fue que confesara que la chica no era de Casa Elena. Ni es de esta casa ni está en Palma. Se miraron entre los amigos, hasta que Colomar rompió el silencio. ¿Vive en Ginebra, en Madrid, en Sevilla?. Sonrió Borges, vive en esta isla, respondió sin alterarse. ¿Qué, tenemos que adivinar su nombre y dirección?, intervino Tom o Fortunio. Yo casi sabría decir dónde vive, pero no recuerdo su nombre, aclaró Miguel Ángel sonriente. Mejor, mejor, se adelantó Jorge Luis, insisto, no se trata de una novia, de la mujer de mis sueños, nada, nada de eso, son personas con encanto eso me anima a escribirles unos versos. Colomar levantó su vaso e instó a todos a un brindis. Por el futuro poema de nuestro amigo Jordi. Todos acataron la orden de beber.

-¿En Ginebra ibas a burdeles como Casa Elena?– le había preguntado Colomar a Borges una tarde calurosa de agosto-, ¿eran mejores que este de Mallorca?–, insistió Miguel Ängel, sin lograr una respuesta clara del poeta platense que quedó como paralizado ante esa pregunta.

Del salón principal seguían llegando las interpretaciones de la orquestina formada por un cuarteto. Es un repertorio odioso, dijo Joan, por lo menos podría variar algo, todas las noches lo mismo. ¿La fiesta en el Pursiana de Madrid tuvo animación musical?, preguntó Colomar. Borges no hizo esperar la respuesta. Sólo un pianista. ¿Fueron muchos a la fiesta? Inquirió Alomar. Doscientos, trescientos, dijo Borges exagerando. ¿Hubo broncas, se pelearon, irrumpió la poli para poner orden? Demandó Bonanova. La alegría le puso una máscara de mil colores a la noche, nadie se sintió incómodo ni con ánimo de bronca, sólo uno estuvo en desacuerdo, un periodista peruano llamado Bedoya quien escribió una crónica furibunda contra nosotros, añadió Jorge Luis dentro de una risa muy medida.

La pesada cortina de separación entre la habitación de la entrada y el salón principal se movió como si la agitara un huracán. Una chica salió despavorida y detrás de ella surgió un individuo con aspecto  patibulario. Ella miró primero hacia la puerta de salida pero consideró, luego, que tenía más próxima la mesa de los amigos y corrió hacia ellos. ¡Quiere pegarme!, gritó la mujer. Inmediatamente del salón principal salieron otras personas pero nadie se arriesgó a interponerse entre la dama y el desalmado. Bonanova muy resuelto se levantó de su silla y se colocó como una pared que separara a la chica asustada del hombrón amenazante. Los otros amigos no quisieron ser menos y se pusieron de pie dispuestos a defender a la dama en peligro de  apalizamiento. ¡Qué está pasando aquí!, intervino con energía la señora Lilian llegando a paso vivo. ¡Qué escándalo es éste! Había quedado a escasa distancia del individuó que seguía clavando su mirada de verdugo sobre la atemorizada muchacha.

Borges por precaución se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo, mostrando sus ojos claros como desvanecidos. Miguel Ángel, avanzó igual que un fiscal dispuesto a  iniciar la acusación. ¡Por qué molesta a la señorita!, encaró al impertinente. El individuo, desprendiendo un tufo alcohólico como un golpe de puño, se tambaleó ligeramente, sin hacer caso de las llamadas al orden ni de la presencia de la señora Lilian, menos de los jóvenes defensores eventuales de la muchacha. ¡Es mía! Dijo al fin ¡yo he pagado por ella para llevármela!, añadió.. Alargó la mano por encima de Fortunio para coger de un brazo a la Elisa que temblaba de miedo y se acurrucaba en el pecho de Colomar.

Entre los cuatro jóvenes trataron de alejar al impertinente a empellones. Del salón principal, donde no cesaba la música, vinieron refuerzos. Primero el camarero enano que blandía una escoba, después el hombre corpulento que defendía a las niñas y cantaba con la orquesta. También una chica con aspecto pueblerino dedicada a la limpieza de las habitaciones de las damitas seductoras. Entre todos redujeron al ofensor y lo llevaron casi en andas hacia la puerta de salida. Se oyeron los gritos de protesta del beodo, el respirar de fuelle del fornido cantante. El camarero enano sólo atinaba a dar escobazos y maldecir en catalán al aspirante a agresor.

La señora Lilian, hierática, seria, como clavada en el centro de la habitación contemplaba la escena. Una chica que también ayudaba a atender a los clientes atinó a coger de una percha el sombrero del borracho que se lo lanzó como una pelota. Los amigos volvieron a su mesa. Hubo una nueva ronda cervecera en agradecimiento a los esfuerzos desplegados. Fortunio con gran convencimiento manifestó en voz alta sus deseos : si estuviera aquí Gustavo, el rey de la paz, la verdad y la libertad, no pasaría esto. Colomar replicó: no pasaría esto sino algo peor. La risa fue general. ¿A nuestro querido Gustavo le gusta esa chica Margot? Inquirió burlón Bonanova, Lo podríamos encerrar en una de las habitaciones con la susodicha, hizo más estentórea su burla mirando a Borges, que no pestañeó mostrándose indiferente.

Cuando llegó el descanso de los músicos la jefa le indicó al barítono que lo aguardaba su turno y el público. Fortunio no esperó una segunda invitación,  entró muy orondo en el salón que había abandonado la penumbra y lucía muy iluminado,  se situó en el lugar que solía ocupar el fornido cantante. Los otros amigos quedaron entreverados con damas y caballeros ansiosos de escuchar al artista. «¡La verbena de la Paloma»!, pidió un entusiasta… La mayoría de los señores que ocupaban los sillones y las chicas que los acompañaban se pusieron de pie y se situaron a escasa distancia del barítono. Los muchachos de la orquestina remolonearon para volver a su peana, y se dispusieron a recibir instrucciones del artista.

Unos momentos después, muy seguro de sí, Fortunio se dispuso a iniciar su actuación. Sin el más mínimo rubor y con mucha mímica anunció que a pedido de los presentes cantaría un fragmento de “La verbena de la Paloma”. Los músicos titubearon un momento, finalmente empezó la ejecución de la zarzuela. La voz de Bonanova salió atronadora “Dónde vas con mantón de Manila, dónde vas con vestido chiné…” La dama llamada Lilian, los amigos del barítono y las chicas sabían muy bien que no era un profesional sino un mero aficionado. La mayoría de los clientes de Casa Elena, no conocían ese aspecto. ¿Es cantante de ópera?, inquirió un hombre mayor elegantemente vestido, ¿es un tenor italiano?. July que estaba a su lado hizo la aclaración conveniente en un susurro tan pegado a su oreja que debió humedecérsela.

Jorge Luis más que escuchar a Fortunio buscaba con la mirada alguna presencia, e femenina, que no encontraba. No está en la casa, le deslizó bajito una chica rubia, Joana Aina, y antes de que el poeta platense hiciera una pregunta, ella ya redondeaba la información. Salió con un señor por la puerta que da  a la espalda teatro Principal, no creo que vuelva. Comunicó todo el mensaje con enorme seriedad y enseguida se alejó como si volara. Borges la contempló con minuciosidad, se imaginó a una bailarina interpretando una escena de Scheherazade. En el otro extremo de la sala la chica se reunió con un hombre joven, alto y muy delgado que a Georgie le pareció haber visto varias veces en este mismo sitio. A su lado  otro hombre joven observaba todo con gran curiosidad, Borges creyó reconocer en él  a uno de los contertulios de la peña  del hotel Alhambra, que se reunía los jueves en el bar de ese establecimiento.

No fue una actuación breve la del cantante improvisado, ante los nutridos aplausos  interpretó un trozo de “El barberillo de Lavapiés”. Sólo al terminar la copa de vino que le alcanzó la propia señora Lilian tras darle un beso en la mejilla como premio, los chicos mimados de la Casa se decidieron a abandonar el local.  Son más de las tres, decía Joan mirando su reloj. Noche joven, hombre, protestaba Bonanova, no es hora de ir a dormir. Y como para retenerlos unos momentos más invitó a bailar a la señora Lilian e instó a las chicas a que bailaran alrededor de él. Unas lo hicieron con la pareja del momento, mientras que Joana Aina, la misma que le había dado el último mensaje al poeta se le acercó y le dijo bajito: ¿bailamos?. La sala se convirtió en un salón de baile que seguía los compases prosopopéyicos de un pasodoble.

Cuando al fin los jóvenes abandonaban el local, Colomar con voz que se extinguía dentro de un bostezo, calificó a Fortunio de más actor que cantante, Mientras Borges le comentaba a Alomar que le gustaría escribir un artículo sobre una exposición de pintura de un tal Peña,  ¿crees que me la publicarían en algún diario? Inquiría reticente. Eso déjalo por mi cuenta,  impuso con gran seguridad el barítono, soy amigo de redactores de todos los diarios y revistas de la isla. El poeta sonrió agradecido primero, expuso  una mirada de duda después.

Salieron en tropel. La noche estaba fresca y Jorge Luís se subió las solapas de su chaqueta para abrigarse la garganta. Frío como el de Suiza, dijo como para justificarse  Mi padre siempre me dijo que en Ginebra hacía un frío polar, interpuso Joan. No tanto, lo calmó Jorge Luis, es clima perfectamente tolerable. En Madrid, en enero sentí mucho más frío que en Helvetia.. Colomar señalaba con un dedo el mercado del Olivar. Eso es lo que Rubén Darío veía a estas horas al salir de Casa Elena. Cuando lo echaban del Grand hotel o de donde fuera se venía a Casa Elena a pasar la noche, dijo casi cantando Fortunio. Todos rieron zapateando de frío el nuevo invento del cantante.

En plena calle y aun sin saber hacia dónde enderezar sus pasos los cuatro jóvenes se preguntaron  a que lugar ir después de las cuatro de la mañana. Eso de malo tiene Palma, se vuelve un cementerio a estas horas, Bonanova hablaba en tono de protesta. Lo mejor que podemos hacer es acompañar al hotel Continental a Jorge Luis, aconsejó Colomar. Buena idea, añadió el cantante, en el bar del hotel nos tomamos la penúltima de la noche. Todos le rieron la espontaneidad. Jorge Luis consultó su reloj. ¿Es suizo? Le preguntó inmediatamente Miguel Ángel. El poeta platense movió la cabeza admitiendo, es magnífico y costó poco, che, respondió. Te salió el porteño, le palmeó el hombro alborozado Alomar.

El barítono  parecía tener la lengua cargada de preguntas para Jorge Luís. Le lanzó la primera : ¿En Ginebra tenías juergas como esta?, y sin dejar que respondiera pasó a la segunda : ¿dejaste novia en esa ciudad? ¿le dedicaste muchos poemas?,cerró el interrogatorio cantando en un italiano macarrónico una estrofa de Nabuco. No seas impertinente, le reprochó Colomar a Fortunioi, deja que nuestro amigo Jordi nos defina con la mayor precisión qué es el ultraísmo. No tardó ni un segundo en  satisfacer el deseo de Miguel Ángel. Una locura perfectamente razonada por un loco exquisito como es Cansinos Asséns. El vestido de esa fantástica insensatez, continuó Borges, es la feria de la metáfora. Hubo aplausos y el abrazo de Alomar.

La calle San Miguel donde se hallaba el hotel Continental, sólo estaba iluminada por un farol de luz titilante, que permitía escasamente visión de la primera manzana. el resto estaba envuelto en un negror impenetrable. ¿Sientes un especial interés por Margot? Le consultó muy amicalmente Joan Alomar a Borges. Intervino Colomar: ¿Te molesta que te hablemos de ella con insistencia? Jorge Luis respondió con  naturalidad: ningún malestar aunque habláramos ella durante todo lo que queda de la noche, luego sonrió como quien espera  que se inicien nuevos comentarios sobre el mismo asunto. Despierta sospechas románticas los versos que dedicas, recalcó Fortunio dando saltitos  de frío sobre el mismo sitio.

El joven Borges pareció dispuesto a saciar las curiosidades de sus amigos. En este asunto no hay secretos, manifestó igual que si levantara el telón dispuesto a mostrarlo todo. Pretendo conocer la historia de su vida que es bastante amarga en algunos momentos, aunque en otros sea vivaz y carnavalesca. Sobre  ese aspecto ácido me gustaría escribir una novela en la que el disparate enfrente a la seriedad como si fueran dos gigantes luchando  titánicamente. La vida tiene dolores y risas, como las películas de Mary Pickford, “Papá piernas largas”, por ejemplo, terminó  su comentario hecho en tono coloquial. Dos sombras pasaron muy cerca del grupo de amigos. La noche las desdibujaba y no se podía reconocer  quién era la mujer que acompañaba a un hombre alto y barrigón. Es Margot, dijo bajito Bonanova. Todos la miraron ninguno pudo reconocerla. No, Margot es más delgada, sentenció Borges. No hubo aceptación total.

Como queriendo colocar un biombo que preserve el tema literario, Fortunio empezó a cantar a toda voz “Una rubia y una morena, hijas las dos de este Madrid”. Todos los amigos hicieron coro al barítono. Justamente al pasar delante de la iglesia de San Miguel se detuvieron un momento y como si le brindaran un homenaje cantaron con más fuerza y casi entre risas y saltos tanto de frío como de contento. El hotel Continental, con las luces apagadas, estaba a dos pasos en la acera de enfrente. Bonanova miró con pena la oscuridad de todas las fachadas. No hay posibilidad de bebernos otra cerveza, se lamentó. Los cuatro jóvenes anduvieron unos pasos y se detuvieron delante del hotel. Que sueñes con Margot, le dijeron a dúo Fortunio y Alomar. El barítono impertinente preguntó al poeta: ¿antes de acostarte te despides de tus padres? Colomar intervino tajante, no seas indiscreto. Un Jorge Luís muy sonriente, espero al día siguiente para decirle a qué hora llegué. Borges les hizo adiós con la mano en el momento de entrar a su alojamiento.

Hudson el redentor ǀ Diego Trelles Paz

Publicado: 28 noviembre, 2011 en Autor invitado

Continuamos con nuestros autores invitados. En esta ocasión le toca el turno a uno de los más destacados narradores latinoamericanos jóvenes, el peruano Diego Trelles Paz (Lima, 1977). Autor del libro de relatos Hudson el redentor (Lima, 2001) y de la novela El círculo de los escritores asesinos (Barcelona, 2005), que ha sido traducida al italiano, es también conocido por su antología de nueva narrativa latinoamericana, El futuro no es nuestro (2009). Este importante libro, que ofrece una muestra muy bien seleccionada de nuevos narradores latinoamericanos, ha sido publicado en Argentina, Bolivia, Chile, México, Panamá, Hungría y Estados Unidos. Relatos de Diego Trelles Paz han aparecido en las antologías Destellos digitales. Escritores peruanos en los Estados Unidos (Nueva York, 2005), Pequeñas resistencias 4. Antología del nuevo cuento norteamericano y caribeño (Madrid, 2005), Nacimos para perder (Lima, 2007), Asamblea portátil (Lima, 2009) y Región, antología del cuento político latinoamericano (Buenos Aires, 2012). Junto al escritor Daniel Alarcón estuvo a cargo de The Latin American Issue (2009), una selección de nueva narrativa latinoamericana para Zoetrope All-Story, la revista del cineasta Francis Ford Coppola. Actualmente trabaja como profesor de Literatura y Cine Hispanoamericano en la Universidad de Binghamton, New York. Su relato «Hudson el redentor», que forma parte del libro homónimo, apenas se ha leído en España y se ofrece en este portal como una muestra de la inquietante escritura de Diego Trelles Paz, a quien agradecemos su generosidad y su amistad. (La foto del autor es obra de Alfredo Giraldo.) – Comité Editor

Hudson el redentor

1

«Otra más» le dice al cantinero. Con una mano en el bolsillo logra cerciorarse si la plata aún le alcanza para otra rondita de pisco. El chino Tito asiente sonriendo desde la barra. Hudson gusta sentarse en esa mesa cuya placa distinguen todos los que estrecharon un vaso con el desaparecido actor Hudson Valdivia. Él ignora quién es Valdivia y, sin embargo, no tiene inconvenientes en brindar en su memoria cuando algún amigo le invita un trago.

Hudson tiene el pelo largo y las uñas crecidas pero limpias. La tez blanca, empalidecida en los contornos de su cara alargada, disimula las primeras arrugas. Sus delicadas ojeras asoman verdosas a los extremos de los ojos y contrastan con el negro impetuoso de ambos iris. Su postura encorvada, el rostro lampiño de adolescente y ese caminar sereno que le da un aire fino a su apariencia extraña, descubren a quien lo observa, un deterioro premeditado aunque atractivo. Se desconoce su edad. Hudson dejó de contar los años que cumplía, ni bien entendió que era inútil desesperarse al sentir pasar el tiempo mientras la extraordinaria novela que creyó escribir a los treinta, no atravesaba las fronteras de un primer capítulo.

Aunque tiene un par de novelas cortas que nadie se atrevió a publicar, no se dice escritor por pudor, porque el talento lo abandonó ni bien traspasó las barreras del hogar y se estableció en el Centro de Lima. Desde el momento en que comprendió que sus palabras nunca le darían de comer, decidió aprovechar las ajenas para hacer de su clase de lenguaje en un colegio fiscal, el simulacro de una cátedra literaria y la benefactora de sus madrugadas de desvelo.

Esta noche, como otras, llega al local del jirón Quilca con su saco de corduroy marrón y una cafarena negra, sus jeans Levi Strauss clásicos y unas botas de minero que se consiguió a buen precio en el mercado Las Malvinas. Separa una silla de la mesa de Valdivia, ocupada por tres caballeros que ni se inmutan ante su maniobra, y desde el rincón contrario observa con indiferencia el tumulto mientras intenta divisar a algún viejo conocido. No lo encuentra. Aunque el movimiento de este viernes parece el de un sábado violento, toma las cosas con calma y, chasqueando los dedos, ordena un par de rondas.

«¡A tu salud, Hudson Valdivia: tu voz persiste!» dice en voz alta, adrede. «¡A tu salud!» vitorean contentos los tres caballeros de la mesa aludida, esta vez prestándole atención y encorvando sus vasos de cerveza a la altura de sus frentes. El chino Tito, desde la barra del primer ambiente, es el único que advierte la ironía.

Hudson bebe solo, en silencio. Su única diversión consiste en observar a los demás y fingir que no lo hace. No es esa manía incontrolable por mirar de soslayo lo que lo satisface, sino el hecho de pensar que nadie lo advierte. Ha descubierto por ejemplo que hay una mujer, al medio de una mesa atestada de hombres, que no deja de mirarlo. Ha descifrado su nombre al leerlo furtivamente de sus labios: Rebeca. Le parece fea, casi horrible, mas su mirada desenfadada lo encandila y lo envilece. Y es que ella pone en evidencia su frágil método para pasar inadvertido mientras observa. Sabe que Hudson también la mira y se ríe de su timidez adolescente. De un momento a otro, Hudson decide obviarla. Le da la espalda cambiándose de silla y, luego, de un sorbo, bebe otra pequeña copa de pisco que lo obliga a eructar.

¿Es que Hudson ha bebido mucho? Podría decirse que sí. Numéricamente las cifras lo desfavorecen (13 vasos de pisco) aunque no es como esos hombres que suelen medir su borrachera de acuerdo a la cantidad de veces que se llevan un vaso a los labios. Él puede beber toda la madrugada y estar sobrio, o por el contrario, sucumbir a la embriaguez después de un primer vaso. Depende de su ánimo, de si quiere estar borracho. Y cada vez que lo hace su reacción habitual es quedarse en silencio. De esta manera, siendo algo más de la una de la madrugada, cuando el bar está lleno, Hudson calla. Desde la mesa del costado, tres jóvenes y un anciano, discuten sobre el fútbol peruano.

—¡Ah no carajo, un momentito! ¡Qué vas a comparar la clase de Valeriano, el toque de Cubillas, la fineza de Cueto, la fuerza impresionante del Lolo, el temple de Chumpitaz con los fumones de ahora! ¿Tú estás loco, qué tienes?…  Waldir, el Puma, Chévez y hasta hay uno que le dicen Churre… ¿Churre?… Churretas son todos, ¡es una vergüenza ir al fútbol, señor!

—Así es, amigo —coincidió uno más joven— pero no me negará que la habilidad del Chorri es impresionante y ni qué decir del Ñol.

—Fumones señor: fu-mo-nes —el hincha de Municipal escupe—. Dime una cosa mocoso, ¿tú alguna vez lo viste jugar al cholo Sotil? ¿Tú sabes lo que es la magia?

—El cholo Sotil se quedó misio por serrano y también por fumón, no me venga.

—¡Vuelve a decirle fumón y te reviento el hocico por insolente!

—¡Fumón, pe’! ¿Qué pasa?

La discusión se prolongaría largas horas. Las mentadas de madre podían intercalarse con elogiosos ‘compadre’ o ‘hermanito’ porque de eso trataba la dialéctica criolla cuando se debatía en una cantina. Sin embargo, un sonoro «¡váyase a la gran puta, viejo maricón!» de parte de un borrachín ajeno al pleito, remeció los cimientos del local y las cosas estuvieron a punto de irse a los golpes, por lo que el chino Tito, con su inmenso cuchillo para cortar carne, decidió botarlos a todos.

Hudson, con el semblante al ras de la mesa, había estado observándolos y sintió náuseas cuando el desconcierto quebró de súbito el ánimo de los expositores. ¿Debió partir con ellos? Seguro. Sin embargo se mantiene sentado y con una mano en el bolsillo logra cerciorarse de que la plata aún le alcanza para otra rondita de pisco. «Otra más» brama al cantinero con la insolencia de un adolescente. El chino Tito le sonríe paternalmente. «Esta va por mi cuenta señor Hudson» pronuncia con sutileza y ríe, ríe mucho. Como solo los chinos con plata saben hacerlo en Lima.

2

Debieron ser las copas sonando, o quizás esa luz tenue que alumbraba su rostro. Debió ser la música criolla o el olor a naftalina que penetraba lentamente por sus fosas nasales y le obstaculizaba el respiro. Hudson ha despertado, aún es de noche pero alrededor el movimiento ha perdido vitalidad. El chino ha desaparecido y en la barra solo queda una mujer oscura que vierte aserrín sobre el piso mientras canta. Hudson desea recordar.

¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo se quedó dormido sobre la mesa? En su borrachera interminable se presentan difuminados los recuerdos. Primero, ese señor de terno oscuro que le ofreció un cigarro y aseguraba ser un ejecutivo importante. El mismo que le invitó un par de tiros en el baño y, por último, le insinuó una noche salvaje a bordo de un Ford Taurus mientras, observándolo orinar, le acariciaba una mano. Se mira los puños hinchados y presiente que resolvió el asunto con violencia; en el bolsillo aún le queda un poco del falso que logró quitarle.

Hudson siente asco. Aun así puede incorporarse. Bastante tieso, con las mejillas rígidas y la boca seca, se levanta de su mesa y logra sentarse en la primera que encuentra en el camino. Nadie llama su atención ni pregunta quién es, incluso el gordo pelucón de al lado le alcanza la cerveza que está dando vueltas y con un «salud gringo» lo induce a servirse. Agradeciendo el gesto, se introduce en la conversación ofreciendo cigarros. Todos aceptan gustosos y así puede conocerlos: serían seis o siete hombres y tres mujeres. Estas parecen entusiasmarse con su llegada. Hudson cree reconocer a una de ellas pero su memoria flaquea y prefiere olvidarse. Los hombres sin embargo empiezan a interrogarlo con cierta admiración.

—Somos de Javich, en San Martín de Porres —le dice Juan, uno de los más habladores—. ¿Conoces gringo? Es por la Cayetano, la universidad de los médicos.

—Mi abuela vive en el Barrio Obrero —responde Hudson con una ligera tartamudez.

—¡Chucha brother, entonces tú eres barrunto! Yo soy del Barrio Obrero, cerca de Piñonate ¿conoces? —Tavo parece ser el menor, es el más blanco de todos y tiene los ojos verdes. Siente una ligera simpatía por él.

—No sé. Yo conozco La Sociedad, mi abuela vive arriba de ese club.

—¡Ah, sí, La Sociedad!… ¿Has escuchado a Manuel Donoso, el Diamante de Oro?

—No.

—Es un cantante criollo famosísimo. Antes salía en el programa de Ferrando y a veces viene a cantar a La Sociedad….  Ese negro marica es nuestro broder.

—Cállate Tavo —lo interrumpe Johnny, mirándolo furioso.

—¿Tú, causa, de dónde eres?

—Yo soy de Magdalena pero estoy viviendo por un tiempo en el Centro. Tengo un departamento cerca de la avenida Abancay, no queda lejos de acá.

—¿Y qué haces por la vida?  —pregunta Johnny con curiosidad.

—Soy escritor.

—Puta ¡qué chévere! —asiente Johnny— sin vainas gringo, puta, no sé, yo quiero estudiar en la uni, así como tú, y tener mi chambita y poder casarme con la Rebeca —le da un beso en la mejilla a la chica que Hudson había reconocido—. ¡Y lo voy a hacer, ah! Estas mierdas creen que me voy en floro…

—No seas mentiroso oe que siempre que estás en borrachera dices lo mismo… —denuncia Juan.

—No me vengas a fregar envidioso que estoy alegre —replica Johnny mientras eructa—. ¡Chino!  Tráete cuatro más y ¡arriba Alianza carajo!…

Johnny sentencia la fiesta horas más tarde con ocho cervezas más hasta que su cuerpo cede y se derrumba en el asiento. No puede impedir vomitar el almuerzo de la tarde mientras Hudson advierte que, en un balbuceo de frases sueltas, le dice ‘puta’ a su futura esposa, la adorada Rebequita.

Pero Rebeca ni se inmuta, parece bastante acostumbrada al trajín. Hudson la observa una sola vez: senos caídos aunque abultados; piernas y caderas carnosas apenas cubiertas por una falda de jean nevado; piel mestiza, oscura. Decide, sin embargo, no mirar su cara. Imagina que no tiene, que al llegar su mirada hasta el cuello, la borrachera funcionará para él como un cepo que le impedirá seguir subiendo. Por esa razón, no advierte que Rebeca le devuelve la mirada con el mismo descaro de antes. Decide olvidar la situación, se dirige al baño para terminarse el falso, cuando una suave mano logra detenerlo. Al voltear se sorprende. Una de las amigas de Rebeca le pide, con el movimiento pendular de sus dedos, que acerque una oreja a su voz.

—Rebeca quiere hablar contigo —le dice apurada.

—¿Quién es esa?

—Rebeca pues.. la novia de Johnny.. apúrate que está medio dormido.

No supo porqué pero accedió. Rebeca lo esperaba en un pasadizo oscuro que precedía la entrada al baño de mujeres. Quizá fuera la inercia, quizá un impulso suicida lo que lo indujo a ese inesperado encuentro mientras las voces de los amigos de San Martín y los balbuceos histéricos de Johnny, parecían escudriñar su entrada. Hudson se introduce al pasadizo y siente que tras de él, la chica que llamó su atención hace una guardia celosa. Ni siquiera se anima a mirar a Rebeca cuando esta le habla.

—¿Qué ocurre?

—Tengo miedo de Johnny… cuando toma demasiado se pone violento.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—No quiero que hagas nada —Rebeca baja la mirada— es solo que, a veces, cuando estoy mareada, siento que no lo quiero.

—¿Y eso a mí que me importa?

—Eres bien malo conmigo ¿no? —Rebeca sonríe confusamente ante su mirada indiferente—. Ni siquiera sé tu nombre… ¿Cómo te llamas?

—Hudson

—¿Hudson?… ¡Qué bonito nombre! ¿Es de acá?

—¿Para qué me has llamado?

—¿No te has dado cuenta verdad? ¡Qué va a ser, si estás recontra duro!

—¿Quieres un poco? —sonríe con amabilidad, por primera vez.

—No, gracias —Rebeca se excita ante este gesto—. A mí no me gusta esa vaina, me pongo muy loquita.

—De eso se trata pues loquita, de eso se trata…

—¿No tienes miedo de que venga Johnny, verdad?

—No… me llega al pincho Johnny.

—Por eso me gustas flaquito —le dice sonriendo— porque eres bien avezado.

—Ah, qué.. ¿te gusto?

—Claro pues huevón, para qué crees que te he llamado.

Rebeca lo toma del pelo y, abriendo la puerta del baño que está tras de ella, lo introduce agarrándolo por la nuca. Intenta besarlo pero Hudson la aparta con violencia. Indolente, la arrima cogiéndola de la cintura con ambas manos y, levantándola en peso, deposita su cuerpo encima de uno de los retretes mientras desnuda sus piernas de la falda que las cobija. Las abre. Ella intenta besarlo de nuevo y esto lo enfurece, coloca una de sus manos sobre la boca de Rebeca mientras con la otra jala su calzón dando tirones, intentando romperlo. Lo logra. «Ya no estoy para huevadas mocosa» le dice vehemente, mientras se saca el cinturón y baja su bragueta con torpeza. Impulsa el cuerpo de Rebeca contra la fría pared mientras siente que unas manos desesperadas le golpean la espalda. Le duele.

—Eres una puta —le dice mientras se sube el pantalón—. Con coca o sin coca igual eres una loca de mierda.

Rebeca queda a oscuras, oculta la cara entre las piernas mientras escucha los pasos que se alejan raudamente por el pasillo. Alrededor de ella, las paredes de cemento parecen hablarle, olerla, mirarla aún desnuda, sentada sobre ese retrete resquebrajado y húmedo. Desde el interior del bar, resuenan las voces de sus amigos y un conjunto de música criolla ha empezado a entonar Regresa. Rebeca se viste con rapidez. Ensaya una nueva expresión antes de regresar al salón. Al llegar sonríe. No puede dejar de fingir ante sus amigas que Hudson ha sido para ella todo lo que había planeado y más; ellas se ríen de Johnny que sigue balbuceando mientras duerme. «Mi amor, ya vamos» le dice Rebeca al oído con ternura y desprecio. Corresponde el beso de Johnny mientras el olor a vómito de su boca le produce vértigo. Se pregunta por Hudson.

De pronto, mirando hacia la puerta de entrada, Rebeca advierte la presencia de su amante en la calle. Logra captar su atención. Le sonríe. «Te amo» pronuncian sus labios pero Hudson, aunque la observa, esquiva su mirada y huye. La mujer queda mirando la calle vacía, lentamente su sonrisa empieza a apagarse. La cabeza de Johnny cae de pronto sobre uno de sus hombros, golpeándola. Rebeca, sin apartarlo, coge el último vaso de cerveza que queda sobre la mesa y, de un sorbo, lo termina. El líquido helado le llena los ojos de lágrimas.

3

¿Quién es esa mujer mayor que duerme al costado de Hudson ahora que el frío lo incomoda? ¿Dónde está su chaqueta y cómo es que regresó de nuevo al bar del chino Tito? ¿Dónde se fueron Rebeca y los amigos de San Martín? ¿Qué hora es? ¿Está ya sobrio? ¿Es este el mismo día? ¿Aún le queda cocaína? ¿Dinero? ¿Cigarros?

La mujer abre los ojos.

«Hola gringo bello» le dice y Hudson la observa: lleva una camisa fosforescente y desteñida que está abierta a la altura de su pecho; su sostén es blanco pero tiene manchas de óxido en uno de los tirantes. El colorete de sus labios es marrón. Su olor es especial, le recuerda al agua patchuli que usan los asistentes a los conciertos subterráneos del Averno en el jirón Quilca. Logra recordar su nombre.

—¿María?

—¡Qué María cojudo!, soy Rosa ja ja ja ja… —su risa es un berrido, Hudson observa que le faltan dientes.

—¿Rebeca?

—Rosa carajo, Ro-sa…

—¿Qué haces aquí? —enciende los ojos desorientados.

—Tú me trajiste pe’.

—¿Sí? Ah… ¿Y por qué te traje?.

—Puta blanquito, estás tieso ¿ah?… no te acuerdas que estabas afuera mechándote con un borracho.. ¡Pobre hombre, casi lo matas!

—¿Sí?

—¡Sí!… Johnny le decías al cojudito.

—¿Y tú qué tienes que ver?

—Yo estaba parada al costado. Tú me llamaste pe’ blanquito ¿no te acuerdas?

—Ah sí, sí, sí, claro.. y… ¿Quieres una chela?

—La tía ya cerró, no vende nada.

—¿Qué tía?

—La ñora pe’, la esposa del chino…

—Ah… Vámonos de acá entonces.

—Vamos pe’.

Salen del bar y caminan por la avenida Colmena, hacia la plaza San Martín. Él la tiene abrazada para no resbalar. Observa que aún hay prostitutas y travestis en la calle. Oye que llaman a Rosa pero esta hace como que no escucha. «¡Vieja pendeja eres!» le grita uno de los maricones que muestra sus senos. Los pirañas ya no duermen en la plaza pero sí en las bocacalles que desembocan en el parque. Hace frío.

—Yo pude haber sido un gran escritor —decide confesar.

—Uy carajo… yo pude haber sido profesora, secretaria, ama de casa, cualquier mierda y mírame ahora… una vulgar puta.

—¿Puta?

—Puta pe’ gringo, puta… ¿Quién crees que soy? ¿Rossy War? ja ja ja ja…

—Nunca publiqué nada.

—Ajá… —escucha Rosa desinteresada.

—Al comienzo por maricón. Tenía miedo a abandonarme, confiaba en mi juventud, en mis lecturas, pensé que quizá luego… —Hudson no sabe llorar frente a otra persona—. Pero luego.. Luego no llegué ¿me entiendes? Creí poder hacerlo pero fallé. Me caí…

—No quiero interrumpirte gringo bello pero, ¿falta mucho?

—…no rechazaron ninguno de mis libros. Simplemente no los publicaron. Una y otra vez había alguien detrás mío que debía publicar cuanto antes, yo tenía que esperar. Y esperé. Sigo esperando…

—Mira gringo, no entiendo ni un carajo de lo que dices pero algo he escuchado. Invítame un par de tiros más y te digo lo que pienso ¿sale..? —Rosa jala— …la verdad gringo, no pienso ni mierda solo quería parcharme ja ja ja ja…

—No tengo ni un cobre, Rosa  —Rosa ni lo mira, él busca en sus bolsillos al llegar a la puerta de su casa—. ¿Dónde está mi falso?

—Tú me invitaste lo último pe’ blanquito ¿Qué dijiste? ¿Todo gratis?… ¡Ah no carajo, yo seré puta pero no cojuda: me pagas con guita o me paras la pichanga!

—¿Te lo has choreado?

—No te loquées gringo. Los loquitos aquí en el Centro mancan…

—Sube sube, aquí es.

—¡Uy blanquito! Está bonito, ah, está bonito.

Se encierra en el baño, se lava la cara varias veces, decide no observar su rostro en el espejo ovalado ubicado sobre el lavatorio. Se quita la cafarena y la deja en el perchero de la puerta. Está duro. Desea seguir jalando pero la coca se terminó entre las narices de Rosa. Sentado sobre la tapa del retrete se coge los cabellos como si, en un arranque de furia, pudiera arrancárselos. ¿En qué piensa? Seguro en morirse. Hudson piensa en morirse y se acuerda de que alguien le contó que a Hudson Valdivia lo mató la noche. ¿Y a él? ¿No era esa misma noche la que lo estaba consumiendo? Hudson siente orgullo de estarse muriendo de a pocos, de llevar el mismo nombre del famoso declamador Valdivia. Decide salir del baño.

En la cama descansa Rosa con la boca abierta, duerme desnuda. Se para frente a ella y la observa con detenimiento. Rosa es tan marrón como el colorete de sus labios. Lo primero que advierte es que sus pezones son grandes, negros y están llenos de espinillas. Sus senos caídos parecen divorciados, cada uno apunta en dirección distinta y las arrugas los han cuarteado por lo que parecen chirimoyas gigantes de barro. Rosa es una abuela gorda y deforme que ronca con la boca abierta y a la que le faltan dientes. Tiene celulitis en la panza, sus pies grandes y sucios están ennegreciendo las sábanas. Hudson le observa el rostro y siente pánico. Rosa despierta y sonríe al mirarlo.

«Ya pe’ gringo, bájate el pantalón, qué esperas, ¿invitación?». La mujer deja caer saliva entre sus dedos mientras con la otra mano empieza a masturbarse, se frota los ojos con uno de  sus antebrazos y bosteza. Con los dedos de los pies escala por sus piernas hasta llegar a su ingle. Hudson ni se inmuta, se aferra rígidamente al barandal trasero de su cama. No se mueve. Rosa se pone de rodillas rápidamente, las bolsas de grasa se contornean en su barriga mientras acerca la cara a su bragueta. Le coge la cremallera, manipula su cierre. Hudson levanta su mirada hacia el cielo. Se abandona pensando en las excelentes posibilidades que esta escena macabra le brindaría para escribir un cuento. Desea escribir en ese mismo instante. Ya es de mañana y si Rosa se fuera, escribiría una historia sobre ella. Mejor aún, escribiría una historia sobre Rebeca, otra sobre Johnny, otra sobre Tavo, el gordo pelucón y el chino Tito. Piensa escribir un libro de cuentos sobre el jirón Quilca y terminar esa novela extraordinaria que solo tiene un capítulo y dedicará a la memoria de Hudson Valdivia.

Hudson se descubre feliz. Baja la mirada y ve los escasos pelos rizados de Rosa moviéndose pendularmente hacia su vientre. Está excitado. Coge con suavidad los cabellos de la anciana y, mientras se baja por completo el calzoncillo pensando en su futura mesa en el bar del chino Tito, susurrándole al oído, le pregunta por segunda vez su nombre.

La gata cautiva | Marta Sanz

Publicado: 1 octubre, 2011 en Autor invitado

1. Mis padres me traen una gatita que vivía libre entre las casas adosadas de una urbanización playera. Mi padre consigue cazarla: dentro de una jaula coloca un cuenco con comida de supermercado para gatos. Comida que huele a cientos de kilómetros. Paladeo sexual. Feromona. Las narices de los gatos se ponen de punta en los aleros y sobre las baldosas calientes por el sol. Comida gelatinosa con trozos de pollo en tomate, trucha en salsa. Botes gourmet de comida del supermercado.

2. La gata pica el anzuelo. La gata no es un pescado, pero de pronto se transforma en la lubina pequeña que los pescadores atrapan, de noche, en la orilla del mar. Dejan la arena sucia de colillas y anzuelos. También los gatos bajan a la playa para comerse las tripas de un pez eviscerado. Manjar fascinante. Tripa laberinto. A veces yo también tengo ganas de comerme las hebras de carne de los botes gourmet para gatos –de angora, persas, carísimos gatos sin pelo- con una cucharilla de café. Contengo el impulso de meter la cucharilla y comer poquito a poco. Chupar con la puntita de la lengua. Relamerme como se relamen los felinos. Visualizo esa imagen posible y la consistencia de las fibras dentro de mi boca. Me doy asco. Y, sin embargo, el contenido del bote me tienta cuando oigo el clic de la lata y veo: buey con espinacas, pescado del océano.

3. Mis padres meten la jaula en el maletero del coche. La gata es ahora una gata cautiva. Gata arlequín, estilizada, cuatricolor. Lleva pintados los rabos de los ojos como las bellas del antiguo Egipto. Es la reencarnación de otra gata que vivió catorce años sobre los cojines de mi piso: una gata, hueca de ovarios y útero, que nos daba cabezazos en la mano reclamando caricias. Más caricias. Más. Esperamos mucho de esta reencarnación. La gata cautiva parece serena detrás de los barrotes. Parece que se conforma. Que sabe que nunca más tendrá que resguardarse de la lluvia. Que la vamos a querer mucho. Parece.

4. La gata arlequín ha vivido todo el verano a la intemperie. Habrá cazado ratones, comido basura y caracoles de los que salen entre la tierra a las siete de la tarde. Habrá comido gusanos de la hierbabuena verde y cucarachas rubias voladoras. Pájaros caídos de los nidos. Restos de bollos y pizzas desechadas por infantes tan adiposos que no les cabe ni un gramo más de mozzarella en el cuerpo. La gata arlequín se habrá escondido debajo de los coches y cruzado los patios, rauda como sombra. Ladrona. Delincuente que reincide. Las mujeres, que guisan gazpacho y pisto, la espantan con el chorro a presión de la manguera.

5. A la gata el corazón le va a mil dentro de la cajita del pecho. En dos meses vive veinte años. Escobas. Ruidos de noche. Desastres meteorológicos que desbaratan sus refugios. Parásitos intestinales. Cazadores de felinos del Partido Popular que arraciman gatos muertos en torno a una vara. El veterinario nos da esa información: lo vivido no se puede remediar y, aunque la gata ya no coma mierdas exquisitas de los cubos de basura ni le apriete el hambre o las lombrices ni la empapen las tormentas de verano ni otra gata celosa le muerda y rebaje el cartílago de las orejas –gata mutilada-, aunque todo eso ya no ocurra más, la gata-reencarnación morirá joven porque, en poco tiempo, ha vivido mucho y ha gastado esos latidos programados del corazón de los que habla en internet un médico brasileño quizá no tan loco como parece. El veterinario le calcula a la gata arlequín unos cuatro meses. Tiene la boca sana y el ano impoluto. El veterinario dice: “Los gatos de la calle mueren más jóvenes, aunque después vivan en pisos.” Es el estigma de clase. El ácido desoxirribonucleico. La mala nutrición de la placenta estropajosa de una gata madre de la calle. Todas las gatas de las calle son niñas viejas. O putas jóvenes. Desconfiadas.

6. La gata arlequín ha salido indemne de las guerras. Pese a su fragilidad. Tiene el pelo lustroso. De lejos, no consigo verle magulladuras ni cicatrices. Ha sido cazada y va a tener una vida mejor. Mi padre la ha apresado porque la gata a veces quiere meterse en la cocina. También lo reta: mea o caga delante de mi padre en el pequeño jardincito del porche. Mi padre podría haberle tirado una piedra a la gata arlequín, haberle puesto veneno en un bote de comida gourmet para evitar que huelan a mierda los lirios de su minúsculo jardín. Pero intuye que será una gata felicísima cuando ande sobre el parqué oyendo el clic clic de sus uñas sobre la madera. Cuando siga atentamente los partidos de fútbol y mueva los ojos buscando la pelota. Cuando juegue con cascabelitos y con falsos ratones de peluche. Cuando le demos un boquerón crudo como premio.

7. La gata cautiva es un animal salvaje. Araña al veterinario. Se sube por las paredes. Parece que los ojos van a salírsele de las órbitas. Me cae simpática la gata cautiva cuando se resiste a que la encuentre por los rincones de mi casa. Cuando no se deja tocar. No la oigo. No la veo. Y me hago la ilusión de que es una fiera que, en el momento más inesperado, puede sorprenderme y vaciarme de sangre con un estudiado mordisco de sus dientecillos de aguja en mi vena yugular.

8. Adivino la sombra de la gata cautiva que no viene cuando la llamo. Voz dulce y melosa. La mía. Marítima voz que pretendo que se acople a su tímpano de gata de mar. Cala, Calita, Cala. Cala cautiva ignora el alimento. Botes gourmet del supermercado. Se me van los ojos detrás de los tropezones. Comienzo a desconfiar de mis proverbiales poderes con los animales salvajes. He tenido muchos gatos. Les he dado a oler mi mano protectora. He entornado los ojos. Ya no soy la que era. O quizá es que no habrá jamás gatos como mis gatos muertos y la reencarnación es una filfa para engañar a los débiles.

9. Cada vez que Cala se esconde, me avergüenzo de haberme creído santa Francisquita, doña Frasca, san Isidra labradora, domadora del circo, amiga del gorila, decodificadora de los lenguajes del hurón y del buitre, devota practicante de una religión oriental que no mata a las arañas porque sabe que ahí, en esa forma de vida temible y misteriosa, esclava de la red, habita el alma de un buen muerto humano. Buen humano muerto. O perrito faldero o pez de pecera. Odio los insecticidas y el papel atrapamoscas. Las trampas de ratón. Y el matarratas. Los cepos. Las escopetas con mirilla telescópica. Pero cada vez que Cala se esconde, pienso que tal vez no sería una mala idea pisotear las cucarachas del baño.

10. Cala, Calita, Cala, es la desaparición en mi piso. El hueco entre paréntesis.

11. Y ya no siento vergüenza, sino culpa. La culpa de haber querido proteger a un animal libre con el manto prepotente de mi amor. Gata cautiva, quiero quererte, pero no me dejas. Puto amor sin reciprocidad. Pollitos rosas que se mueren de amor entre los brazos de las niñas. Me doy golpes, otra vez, por mi fiera voluntad de amoroso hierro. Como si mi amor fuera high quality, amor A plus. Ecológica lavadora que ahorra energía. La gata me desdeña. O le doy miedo. Es lista.

12. Miro la tele. Como una bolsa de patatas fritas. Pienso en los botes gourmet que se apilan en mi despensa. Temo que ni Cala ni yo lleguemos a ser nunca felices. Nunca felices en este mundo sin pulgas y sin raspas podridas de pescado. Mundo sin moscas.

13. Prepotente, amor de lujo, santa Francisquita, la libertad de los animales salvajes, guerra de la independencia, respeto, liberad a las orcas del acuario, a las fieras del circo, déjame respirar cuando me ames, no te eches encima de mí, mi propio, propio, propio espacio, espacio vital, territorio, no me agredas, no rompas mi burbuja, marco con orina el árbol donde anido… Rezo el mantra anticolonialista y me duelen los golpes que me doy en la tabla del pecho mientras Cala se esconde bajo el rodapié y la absorben los tabiques. Cala emparedada, cautiva, fantasmagórica.

14. La gata-reencarnación hoy se me ha quedado mirando y, de pronto, vuelvo en mí. He estado pensando pensamientos que no son los míos. Me digo: “Tanta contrición es una vulgaridad”. Y me digo que quizá no sea tan malo ser castrado, domesticado, sometido, resguardado del frío y del calor, arrullado por la noche, alimentado, observado, vacunado. Y me digo que no hay que sentirse tan terriblemente culpable por amar muchísimo. No me voy a torturar por decidir. Por curar y cuidar. Por ser yo la que manda en mi propia casa.

15. La gata cautiva se llama Cala. Yo le he puesto nombre. La he oído maullar este verano a la puerta de la casa de mis padres. Me acechaba debajo de los coches cuando, a primera hora, yo salía a pasear con nuestra perrita maltesa que lleva un chip y tiene sus costumbres. Sus derechos. La gata-reencarnación me acechaba. Me andaba buscando. Puta gata, gata puta. Cada vez que no viene cuando la llamo “Calita, Cala” finge. La gata cautiva juega con cascabelitos cuando cree que no la oigo. Cuando me acerco, se esconde para echarme la culpa y para avergonzarme. Me puede. Detrás de los sofás, Cala no hace ruido. Yo la busco, pero ella aguanta la respiración y se sonríe con su nueva sonrisa de gata burguesa.

*

Marta Sanz es doctora en Filología. Ha publicado las novelas El frío, Lenguas muertas, Los mejores tiempos (Premio Ojo Critico 2001), Animales domésticos, Susana y los viejos (finalista del Nadal en 2006), La lección de anatomía (2008) y Black, black, black (2010). Ha participado con relatos en volúmenes colectivos y ha publicado El canon de normalidad, una selección de sus cuentos. En 2007, publicó Metalingüísticos y sentimentales, antología de poesía española contemporánea, y recibió el premio Vargas Llosa NH de relatos. Colabora con la Escuela de Letras. Escribe habitualmente en la sección de Culturas del diario Público y en El viajero de El País. Perra mentirosa y Hardcore son sus dos primeros poema-libros.

Dos niños ǀ Patricia Esteban

Publicado: 27 septiembre, 2011 en Autor invitado

Aquellos dos niños no eran de nadie y la gente los miró con un miedo pequeño, pero miedo al fin y al cabo. Salieron de un pozo en sombras, de una boca de lobo hecha de árboles y aparecieron en medio del pueblo, con un aire de galleta recién horneada que hizo desconfiar a todo el mundo de los dos niños perdidos. La mujer que siempre se quedaba embarazada y nunca veía nacer a su hijo los miró, limpios y rubios como dos dientes de león, pero no quiso quedárselos. Y si ellos también se morían de pronto, cuando más se los esperaba. No, no podría soportar dos pares más de zapatitos vacíos al pie de la cama. El carnicero contempló avaricioso sus caras lustrosas, los ojos de ternero apacible y sano. No, dijo su miedosa mujer, temo que si los haces salchichas sus fantasmas se aparezcan cada vez que abramos la puerta del congelador. No los quiso el alcalde, que ya tenía suficientes vecinos, ni mucho menos el cura, aunque pensó que quedarían bien colgados en lo alto de la torre, junto a la campana, como un par de ángeles felices, de esos que miran deslumbrados la luz que emite Dios. Pero era caro mantener dos niños y aquellos no eran de nadie. Habían salido del bosque como dos crías de zorro y era mejor no mirarlos, correr las cortinas y no salir a abrirles la puerta cuando llamaban. Recorrieron el pueblo y nadie los quiso. Al anochecer, un poco más flacos, menos limpios y rubios, los niños fueron desandando el camino hasta que llegaron de nuevo al claro del bosque. Se dieron la mano y saltaron juntos. Muy silenciosa, se los tragó el agua negra del pozo.

*
Patricia Esteban (Zaragoza, 1972) es filóloga y autora de cuentos. Ha ganado importantes premios y figura en varias antologías. Como filóloga, ha estudiado los libros de caballerías del siglo XVI. Entre sus libros de relatos figuran Abierto para fantoches (Zaragoza: Diputación, 2008), Manderley en venta (Zaragoza: Tropo, 2008),  Premio de Narrativa de la Universidad de Zaragoza (2007) y finalista del Premio Setenil (2008), yAzul ruso (Madrid: Páginas de Espuma, 2010), finalista del Premio Setenil (2010).

Apprendre à vivre avec les fantômes, dans l’entretien, la compagnie ou le compagnonnage, dans le commerce sans commerce des fantômes. À vivre autrement, et mieux. Non pas mieux, plus justement. Mais avec eux.

Jacques Derrida

Durante la infancia, muchas partes de la realidad tienen una apariencia de maravilla que se irá esfumando a medida que crecemos. Recuerdo que el agua oscura de una alberca, con algunos nenúfares o eneas, se convertía en un río tropical en el que acechaba la presencia ominosa de un caimán o una boa constrictora. Cualquier zona de un solar abandonado y salpicado de jaramagos podía ser un bosque de abetos o una jungla, y cada surco una cordillera en la que probablemente se hubiese emboscado una partida de bandoleros.

Pero a veces, lo que mis sentidos percibían no se convertía en fuente de emocionantes aventuras, sino de congoja y de pavor. Durante mucho tiempo, obligado por mi madre, me solía acostar temprano y aunque pensara “me voy a dormir”, este pensamiento no hacía sino desvelarme. Entonces abría los ojos y comenzaba a observar la habitación en torno a mí: en la oscuridad podía percibir la figura del abrigo sobre la silla. Aunque tratase de convencerme de que era mi abrigo y de que yo mismo lo había dejado allí, no podía ahuyentar la posibilidad de que fuera un espectro, una aparición con propósitos maléficos. Encendía la luz y veía la prenda sobre la silla, pero no podía evitar pensar que quizás el fantasma se había transformado en un objeto común para no ser descubierto. Y, si guardaba el abrigo en el armario, empezaba a temer que el espíritu me vigilase desde dentro de ese mueble, o que se hubiese ocultado en otro lugar de la habitación.

Al llegar la pubertad, ciertos aspectos de la realidad que nos parecían apenas interesantes se convierten en el centro de nuestra atención. Comenzamos a buscar signos propicios en los rostros de las niñas, y la contemplación de sus cuerpos despierta sensaciones perturbadoras en los nuestros. Pero también, a veces, descubrimos en lo que nos había parecido cotidiano y vulgar el secreto de una horrible tragedia.

Quienes se han criado en el campo o en pueblos pequeños que viven de lo que produce la tierra saben bien que el hombre allí considera la vida animal de manera bien distinta a como lo hace el hombre de ciudad. En los niños este hecho se manifiesta de manera extrema. Yo no puedo explicarme cómo algunas acciones que ahora me extrañan por su refinada crueldad podían resultarme entonces un juego más, con algo de extraordinario que hacía que las prefiriésemos a jugar al fútbol o, por supuesto, a las canicas o la peonza. Para no herir ciertas sensibilidades evitaré enumerar el bestiario completo de nuestras víctimas y los suplicios a los que las sometíamos. Cortar el rabo a las lagartijas (un animal tan grácil, con su cabecita simpática y su color esmeralda) o apresar gorriones (tan inocentes, tan jubilosos como los veo ahora) para torcerles el cuello eran dos de las más frecuentes y menos salvajes.

Pero de todos los animales, la especie que nos provocaba mayor entusiasmo eran los gatos. Su astucia para huir de nosotros, su valentía desesperada al verse acorralados, y las aventuras a las que podía dar lugar su caza, hacían que andásemos siempre a su busca y captura. Influidos por las películas del Oeste, los perseguíamos por las eras y descampados, moviéndonos entre montones de escombros como peces en el agua, dando gritos y órdenes guturales, imitando las maneras de los indios de Norteamérica, adornándonos luego con los despojos de nuestras víctimas y acumulando en escondrijos los frutos de nuestro juego.

Por todo ello, era inevitable que fuésemos a dar con la casa de aquella anciana. Era una casa como eran casi todas las de nuestro pueblo hasta hace algunos años: pared encalada, tejado bajo, puerta de madera con postigo en la parte superior. Pero tenía la peculiaridad de que en su puerta rondaba, a cualquier hora del día, al menos, un par de gatos. En determinados momentos se reunían muchos más: ocho, diez, una docena. Sonaba algo que nunca pude averiguar si era una campanilla o un cascabel y, demostrando un oído que me sorprendía siempre, brotaban felinos de las esquinas, detrás de un coche o, diríase, del mismo aire. Gatos negros, atigrados, grises, pardos, que llegaban con paso rápido a la puerta abierta de la casa, desde cuya penumbra se asomaba entonces una mujer vestida de negro, con un pañuelo en la cabeza y un plato con restos de carne o raspas de pescado, que vertía en el suelo, formándose a su alrededor un círculo de gatos satisfechos.

Se imponía la necesidad de una estrategia: si habitualmente perseguíamos a pedradas a los gatos en campo abierto, dentro del pueblo no podíamos permitírnoslo. Un balonazo en la cara puede disculparse a regañadientes, no así una pedrada. Decidimos por ello recurrir a los tirachinas. Al día siguiente, acudimos cuatro amigos y yo a la calle de Santiago, donde vivía la anciana. Llegamos pertrechados de nuestras colecciones de cromos para matar el tiempo, y nos sentamos en la acera opuesta a una distancia prudencial de la casa de “la vieja de los gatos” como ya la habíamos rebautizado. Pasaba el tiempo, y yo estaba tan absorto en las negociaciones para trocar mis cromos repetidos a cambio de los que no tenía, que no oí el tintineo. Pero dos de mis amigos sí lo habían oído y tensaban ya  sus tirachinas. Vi entonces llegar calle abajo a un gato de pelo anaranjado a rayas y estiré la goma de mi arma, sintiendo el orgullo y la responsabilidad de un arquero. “¡Dejádmelo, ése es para mí, que lo he visto primero!” grité. Permití que pasara de largo frente a nosotros. “¡Que se te escapa, bobo!” me gritaron. Entonces solté la goma y el agudo guijarro fue a impactar en el trasero del animal, que gimió lastimeramente. Prorrumpí en un alarido de triunfo al tiempo que mis compañeros, Lolo, el Pesca, Rafa y Pedro, disparaban sus armas y una granizada de piedras rociaba al aturdido felino, que logró refugiarse debajo de un coche. En ese momento vimos a la anciana salir de la puerta y comenzar a increparnos, llamándonos sinvergüenzas, malajes y no sé qué cosas más. Nosotros echamos a correr hasta doblar la esquina; teníamos que sujetarnos la barriga, pues no podíamos con la risa. Nos pasamos la tarde riéndonos de esa vieja loca que se inflamaba de tal forma por unos gatos callejeros que ni siquiera eran suyos.

Aunque yo habría querido regresar al día siguiente para volver a probar mi puntería, mis amigos no podían acudir por diversos motivos y sólo una semana después volvimos a reunirnos. En aquella ocasión había un par de gatos tomando el sol en la puerta de la casa. Uno era negro, el otro de pelo gris con rayas negras. Ninguno de ellos era el de la semana anterior. Al principio nos parecía arriesgado disparar en la puerta misma de la vieja, pero luego cambiamos radicalmente de opinión, y decidimos que lo haríamos, pero esperaríamos a que se reunieran más gatos para comer. En eso, el Pesca avisó “¡cuidado, que viene la loca!”. En efecto, la anciana regresaba a su casa con una bolsa del supermercado. Cuando nos vio nos miró con mala cara y empezó otra vez con su retahíla: sinvergüenzas, malcriados, buen tirón de orejas os daba, qué hacéis ahí, como toquéis a mis gatos os mato. Nosotros conteníamos la risa y Pedro, que era entre nosotros el que tenía más cara, le dijo “señora, no se preocupe, que no le haremos nada a sus gatos, estamos aquí con los cromos, le pido perdón por lo del otro día”. La anciana aceptó las disculpas y se encerró en su casa refunfuñando algo ininteligible. Pero pasaban las horas y el tintineo no sonaba. Entonces Pedro, harto de esperar, dijo “la vieja, ahora se va a enterar”, cruzó la acera de la calle, apuntó de cerca al gato negro, que se incorporó para escapar pero no antes de que la piedra le acertara en el lomo. La anciana salió hecha una furia y echó a correr detrás de nosotros, en la medida en la que se lo permitían sus débiles piernas, insultándonos con palabras más gruesas que en la ocasión anterior y, lo que más nos ofendió, insultando a nuestras madres. Ya fuera de su alcance, decidimos por unanimidad que habíamos de tomar venganza de esa injuria.

Fue Lolo el que se encargó de conseguir un saco, para lo cual quizás tuvo que vaciar las patatas en alguna parte. Yo recordaba por donde había aparecido el gato anaranjado la última vez y por ello convencí a mis compinches para que nos situásemos en el cruce de la calle de Santiago con la de Santa Ana.

Tuve que hacer de vigía y con ello perdí la oportunidad de presenciar cómo se las ingeniaron para hacer entrar al gato en la trampa. Avizoraba a uno y otro extremo de la calle cuando de pronto oí un trote acompañado de unos gritos sofocados. “¡Venga, que ya lo cogimos, vamos pa la era!” Eché a correr tras ellos. Lolo llevaba agarrado el saco manteniéndolo a una distancia prudencial, pues no cesaba de agitarse, aunque de momento sin hacer mayor ruido. Yo no pude contener mi ímpetu y, con gesto de delantero centro, lancé un puntapié al agitado bulto, del que brotó un maullido ofendido y feroz. Una vez llegados a la era, Lolo arrojó al aire el saco, que cayó con un golpe sordo. Armados de palos comenzamos a golpear el saco, casi ritualmente, hasta que cesó de debatirse. Entonces yo, medio en broma, quise imitar a un luchador de pressing catch de los que admirábamos en la tele, y me dejé caer de lado doblando el brazo de modo que cayese en el saco mi codo con todo el peso de mi cuerpo detrás. Pero nada más caer sentí un agudo dolor en mi brazo. El gato, en un zarpazo desesperado, había atravesado el dril del saco y me había clavado con fuerza sus uñas. Cuando vi que brotaba lentamente la sangre de mi brazo salí de mi perplejidad y poseído por una repentina cólera, arrebaté la tranca de manos del Pesca y aticé el bulto como enloquecido. Cuando me cansé de golpear deshice el nudo y volteé el saco, del que cayó el gato muerto. “Venga, vamos a llevárselo a la vieja, que lo mismo lo echa de menos”, ordené decidido. Mis compañeros se mostraron algo sorprendidos pero, ante mi firmeza, parecieron sentirse subyugados y me siguieron sin decir nada. Sentí que poseía en esos momentos una autoridad que rara vez había degustado, más aún al advertir que Pedro, que normalmente ejercía un liderazgo indiscutible y recibía con escepticismo cualquier iniciativa ajena, me seguía con la misma actitud que el resto de mis compañeros. Yo llevaba el gato muerto asido por el rabo. No me daba cuenta de que había gente que nos observaba, pues tenía la mirada fija en mi punto de destino. Descendí la calle de Santiago y, llegando a la puerta de la anciana, donde había un gato negro y otro gris que huyeron al acercarnos nosotros, arrojé el gato contra la casa. El cadáver golpeó contra el postigo cerrado y quedó frente a la puerta, como un miserable felpudo.

De pronto se abrió la puerta y apareció la anciana. Echamos a correr pensando que nos perseguiría con sus insultos pero, al volver la cabeza, vi que se había arrodillado junto al felino muerto, que lo cogía en brazos y empezaba a llorar calladamente:

Dani, mi Dani, mi tesoro, el gato más guapo del pueblo, ¿qué te han hecho esos malvados? ¿qué te han hecho esos canallas, que ya no puedes mirarme, ni acercarte moviendo el rabo, que te acaricio y no te mueves? Corazón mío, pedazo de mi alma, ¿quién te quería como yo, Dani?”

Una mujer que venía con el carro de la compra se acercó a la anciana, y le preguntó qué le ocurría.

“Déjeme, déjeme en paz a solas con mi Dani, déjeme, pobre criaturita sola en el mundo, sin nadie que la cuide, la comida y la cena te la daba yo, y ahora querías venir a comer, como cada tarde, ¡pobre criaturita que has muerto tan delgada y con tanta hambre dentro!”

La vecina intentaba consolarla y asirla del brazo para que entrase de nuevo en su casa.

“¡Suélteme, suélteme le digo: le conocía desde que nació y éramos como madre e hijo! ¡Malvados del infierno, qué os había hecho Dani!”

La vecina, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, se despidió y siguió su camino adelante. La anciana, entonces, tomó al gato en brazos y, sin cambiarse, llevando sus alpargatas de estar en casa y su bata descolorida, caminó por la calle abajo, torciendo en el cruce de la calle de Santiago con la de Santa Ana.

Mis amigos y yo estábamos callados, estupefactos ante la reacción inesperada. Aunque no demostrásemos ningún tipo de lástima, había desaparecido el regocijo que nos produjo la ejecución de nuestro prisionero. Decidimos marchar cada uno a su casa.

Cuando me disponía a doblar la esquina de la calle Santiago, giré la cabeza y vi, en la puerta de la casa situada junto a la de la casa de los gatos, la figura de un anciano, con el espinazo doblado y apoyado en un bastón. Al mirarle yo, se irguió trabajosamente, y me llamó “¡eh, chaval! ¡ven aquí!”

Recuerdo que el anciano vestía con cierta elegancia. Una chaqueta a cuadros con una boina a juego, un pantalón bien plisado, pulcra camisa oscura y pañuelo azul marino anudado a la garganta. En su rostro, muy arrugado, brillaban sus pequeños ojos con una mirada tan triste que deshizo mi temor y que me hizo obedecer su requerimiento.

No puedo recordar con exactitud sus palabras, ya que cuando las escuché no comprendí el sentido de muchas de ellas, y sólo he podido desentrañar el significado de lo que oí muchos años después, cuando los conocimientos que la lectura de ciertos libros me proporcionaron me permitieron iniciar el trabajo de reconstrucción de lo que dijo aquel anciano, conjeturando los términos que debió usar, aunque sin llegar a la certeza que yo desearía.

Recuerdo que empezó a reprenderme en un tono casi paternal, diciéndome que aquella pobre mujer había sufrido mucho. Lo de “pobre mujer” resultaba un argumento suficiente y empecé a disculparme, iniciando un intento de retirada. En ese momento alargó su mano y me asió firmemente del antebrazo. Entonces comenzó lo que me pareció una divagación sin sentido y que me fue inquietando cada vez más. Me explicó que a veces las acciones que cometemos con ánimo de broma suele torcerlas el diablo y terminan haciéndonos cometer horribles pecados. Luego empezó a usar palabras que yo no entendía, como si hubiera olvidado que hablaba con un niño de once años: “Jornalero”, “sindicalista”, “Federación de Trabajadores de la Tierra”, “Falange”, “Alzamiento”, “gente señalada de derechas”, “no les dio tiempo”, “tropas nacionales”, “represión”…

Imagino ahora la figura de una mujer joven y optimista, que ha rechazado propuestas ventajosas para casarse con el hombre al que quiere, un campesino que lucha por conseguir un pedazo de tierra para él y los suyos. Imagino su breve dicha y la exaltación por la esperanza amenazada, el amor unido al orgullo por la bravura de su amado, el fruto de su unión nacido meses después, en un momento de inquietud y presagios de derrota. Imagino ahora, con la ayuda de relatos que he leído e imágenes que he podido contemplar en libros y documentales, el terrible final, la brutalidad de la separación, la angustia ante la desaparición de su marido, la penosa confirmación de los temores que no se había atrevido a enunciar. Lo que siguió me produce, a pesar de su verosimilitud, de su casi segura veracidad, una impresión irreal, como de mascarada trágica: las burlas, el aceite de ricino y la cabeza rapada, el cartel colgado a la espalda aclarando el motivo de la ignominia: “Por roja”.

“Y un día esos muchachos fueron a su puerta, como habéis ido vosotros, para gastar una broma, algo pesada, pero una broma, con un cajón lleno de ratas chillonas y coleantes. Llamaron a la puerta y cuando abrió la puerta abrieron el cajón y lo voltearon, cayendo las ratas sobre sus faldas. La pobre mujer echó a correr dentro de la casa, chillando más alto que las ratas. Aquellos muchachos se doblaban de risa”.

¿Cómo narró lo otro, lo que ocurrió después? No puedo recordar qué palabras utilizó, pues las sustituí hace tiempo por las imágenes que yo consideré más adecuadas para representarme lo sucedido, cómo súbitamente la mujer dejó de chillar porque un silencio le había golpeado en el interior de su corazón de madre y corrió desalada hacia el dormitorio. Su grito al llegar doy gracias a Dios por no haberlo oído. Llevando en sus brazos a su pequeño callado e inmóvil, las ropas revueltas y mancilladas, su carita ya emborronada por el sucio muerdo, salió a la calle y la descendió sembrando su maldición para quienes habían aniquilado su última esperanza.

Los culpables, sin embargo, ya habían desaparecido. Los vecinos salieron a la calle y la acompañaron en su camino, convertido en procesión silenciosa, hacia las afueras del pueblo. A partir de entonces, los criminales, desconcertados por la magnitud de la hostilidad que habían suscitado entre la población, se dejaban ver lo menos posible y durante algún tiempo no volvieron a cometer más tropelías nocturnas, ni contra ella ni contra ninguna de las abundantes viudas del lugar.

A pesar de no haber entendido todas las implicaciones de la historia, con los móviles y las consecuencias presentes, el niño que fui comprendió lo suficiente para intuir el oscuro abismo de la culpa y sus motivaciones, y, olvidando por un momento mi temor al anciano que atenazaba mi brazo mientras me contaba su historia, le pregunté: “¿Y quién tuvo la idea de las ratas? ¿Y por qué?”

El anciano quedó en silencio. Y luego, con expresión soñadora, divagó: “Las ratas… los ratones… las mujeres… ¿por qué les asustarán tanto? Esa muchacha que me gustaba y a la que solía asustar soltándole un ratón muerto de los que cazaba mi gato, hasta que se cansó de mis bromas y me rechazó, quitándome las esperanzas para siempre. Luego conoció a ese campesino… ¿por qué les asustarán los roedores a las mujeres de esa manera?”

Quedó perdido en su evocación. Sus ojos ya no se mostraban tristes, sino húmedos de nostalgia, y de su boca ligeramente entreabierta asomaban sus dientes incisivos. Me fijé en ellos e imaginé que los veía crecer y afilarse lentamente, y que se preparaban para lanzarme un mordisco sobre mis ojos. Aprovechando su ensoñación, de un tirón me solté de su brazo y eché a correr, sin mirar atrás.

*

Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, Badajoz, 1979) es doctor en Filología Hispánica. Ejerció la docencia en las universidades de Marburgo (Alemania) y Brno (República Checa) y actualmente es profesor en la Universidad de Extremadura. Ha publicado varios libros de ensayo, entre los que cabe destacar Una poesía de la presencia. José Herrera Petere en el surrealismo, la guerra y el exilio (Pre-Textos, 2009), galardonado con el Premio Internacional “Gerardo Diego” de Investigación Literaria, y La patria imaginada de Máximo José Kahn. Vida y obra de un escritor de tres exilios, que recibió el Premio Internacional “Amado Alonso” de Crítica Literaria (próxima publicación en Pre-Textos). Es autor del libro de poemas Latidos y desplantes (Ediciones Vitruvio, 2011) y próximamente verá la luz su primer libro de relatos.

Quinto piso ǀ Javier Moreno

Publicado: 12 septiembre, 2011 en Autor invitado

Fue un acto azaroso que yo pulsara, en lugar del cuarto, el botón del quinto piso. Buscar explicación a ese acto haría necesario recurrir no a la voluntad consciente sino a algo que solo podemos llamar contexto. El contexto son las impresiones que acuden a nuestros sentidos, la mayoría de las cuales permanecen en el limbo de lo perceptible. El contexto incluye a las estrellas y a los átomos y lo que hay aún más allá y más acá. El contexto no es como una esfera cerrada (uno de esos circulitos que retratan al conjunto en las clases de matemáticas) sino una esponja llena de poros por los que se cuela lo imprevisible. Si a uno le cuesta imaginarse una esponja llena de poros es muy probable que se deje llevar por la pereza y que acabe usando palabras como Dios. Si he de dar una explicación, diría que apreté el botón del quinto porque dentro de la caja del ascensor (un ascensor instalado en el patio interior del edificio donde vivía y que se movía dejando a la vista el vacío) podía escuchar el ruido de un helicóptero. El helicóptero parecía estar situado en la vertical del ascensor, de modo que conforme ascendía el cajón podía sentir con mayor intensidad el ruido de las aspas, como si apretar el botón del quinto no hubiese sido sino la manifestación inconsciente del deseo de ascender hasta el aparato y sobrevolar en su interior la ciudad que intentaba cobijarse del calor de una noche de agosto.

Ciertamente podía haber detenido el ascensor y haber rectificado la acción, es decir, apretado el botón del cuarto piso que es al fin y al cabo la planta a la que me dirigía, o, una vez llegado al quinto, volver a pulsar el botón del cuarto, pero entonces mi voluntad habría predominado sobre el contexto y yo sentía que el contexto había querido decirme algo y que ante ello mi voluntad no tenía el menor derecho a la interferencia. De modo que finalmente el ascensor se detuvo en el cuarto piso y abrí la puerta sin saber qué me encontraría al otro lado, soñando con la comparecencia de algo maravilloso, pues al fin y al cabo todo ser humano aspira a lograr al menos una vez en la vida la visión de la epifanía. Pero no. Al otro lado de la puerta se mostraba el rellano impoluto del quinto piso; y el tramo de escalera que llevaba al desván. Miré atentamente el suelo, esperando encontrar algo, un objeto, una colilla, algo que pudiese transformar en indicio de una aventura y justificase la preeminencia del contexto sobre mi persona. Pero no encontré nada de eso. Mientras tanto podía escuchar más cerca el ruido del helicóptero, añadiendo tensión a la escena, convocándome a una inminencia que se demoraba y se disolvía en lo anodino. Recordé el motivo por el que el helicóptero sobrevolaba la ciudad. Había una manifestación de indignados y la policía seguía el recorrido a lo largo de la ciudad. En aquel momento debían estar circulando muy cerca de allí. Imaginé sus gritos y las proclamas ahogadas por el ruido abrumador de las aspas. Decidí sentarme en uno de los peldaños del tramo de escalera que llevaba al desván. Allí podría reflexionar detenidamente sobre mi no decisión de subir al quinto piso y sobre los indignados. Quizás el contexto me había animado a sentarme allí para reflexionar acerca del movimiento ciudadano que había conmocionado las bases políticas del país. Era un motivo suficiente de reflexión y la tranquilidad del rellano propiciaba la tarea. Estuve varios minutos, no sé cuánto, intentando traer alguna idea a mi mente, poniendo en marcha los resortes lógicos cuyo mecanismo solía desembocar en algún silogismo indiscutible (en la soledad, en ausencia de prójimo, casi todo era indiscutible). Pero no llegué a ningún sitio. Un hombre con su cerebro es insuficiente a la hora de lograr conclusiones definitivas acerca del mundo. Necesitaba un estímulo. Y lo encontré en el tramo de pared que había junto al escalón en el que permanecía ya varios minutos sentado. La pintura de la pared se había agrietado y un pequeño desconchado dejaba a la luz el yeso amarillento que le había servido de soporte. Como uno hace ante la contemplación de una nube, intenté adjudicar a aquel desconchado alguna forma relacionada con algún objeto cotidiano o fantástico. Mi cerebro, sin embargo, se había instalado en una reticencia recalcitrante. Ningún nombre acudió a mi mente, ninguna asociación me pareció favorable. Las pocas palabras que con esfuerzo pude rescatar no tenían nada que ver con la forma de aquel desconchado. Eran más bien el resultado de una operación surrealista, ruido semiótico que ningún psiquiatra habría tenido en cuenta. Pensé que algo tendría que ver el ruido del helicóptero, que se habría filtrado hasta mi cerebro hasta producir aquella simpatía desconcertante. Yo también estaba, de algún modo, indignado. Compartía muchas de las consignas de aquel movimiento y sin embargo, en lugar de bajar a la calle y unirme a  él, me encontraba paralizado en aquel lugar recóndito, alejado de la historia y de mis semejantes. Aquel pensamiento resultaba desde todo punto de vista indignante. Estuve a punto de levantarme para montar en el ascensor y descender hasta la planta baja para unirme a los manifestantes. Me atraía la idea de formar parte de algo, aunque fuese de algo que carecía de forma. Precisamente en aquella ausencia de forma entreveía algo en realidad muy interesante. Lo informe había despertado desde siempre en mí una atracción difícil de resistir, quizás porque yo mismo me reconocía ausente de forma. Pero no, pensé. Precisamente lo informe tenía la virtualidad de extenderse sin límites definidos, y yo podía ser un representante de lo informe allí sentado en el rellano de la escalera que llevaba al desván, que era otra informidad en la arquitectura de todo edificio. Volví a mirar el desconchado de la pared. Presté atención. Entonces me di cuenta de que lo que parecían los bordes definidos de una región del espacio no eran tales. Las grietas se propagaban más allá, en dimensiones minúsculas, en todas direcciones, privando al desconchado de un borde definido. Como si el desconchado tuviese como misión propagar ecuménicamente su irregularidad a todo el paño de la pared y, más allá, a todo el edificio. No me satisfacen mis límites, no me conformaré con menos que un edificio, que una ciudad. Y tenía razón, el desconchado. Él también se regodeaba en lo informe. Pensé entonces que la manifestación de indignados, y yo mismo, y el desconchado de la pared, teníamos algo en común. Y que incluso el funcionamiento de los mercados seguía una ley similar, una ley sencilla si era la que permitía que la gente se arracimase y las paredes se agrietasen y los inversores pudiesen ganar mucho dinero. Y tal vez, solo tal vez, el contexto había estado detrás de aquel descubrimiento. Pero uno nunca podía estar seguro de eso. El ruido de las aspas del helicóptero se había ido atenuando. Me recliné sobre el peldaño y sentí crujir bajo mi peso la madera. De cualquier modo, se estaba bien en el quinto piso.

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Javier Moreno (La Cueva Monteagudo, Murcia, 1972) es licenciado en Ciencias Exactas, en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Ha realizado también estudios de Filosofía. Es autor de novelas como: Buscando Batería (Bartleby, 1999), La Hermogeníada (Aladeriva, 2006) y Click  (Candaya, 2008; Nuevo Talento FNAC), así como del libro de relatos Atractores extraños (InÉditor, 2010). Como poeta, ha sido galardonado con el Premio Nacional Fundación Cultural Miguel Hernández (Cortes publicitarios, Devenir, 2006) y con el Premio Internacional de Poesía Joven La Garúa (Acabado en diamante, La Garúa, 2009). Ha sido incluido en las antologías La luz nueva (Berenice, 2007) y La casa del poeta (La bolsa de pipas, 2007). Es, asimismo, autor de la obra de teatro La balsa de Medusa (Espacio escénico DT, Madrid, 2007). Ejerce la crítica literaria en revistas como Deriva, Revista de Letras y Quimera. Considerado como uno de los más importantes narradores actuales, Javier Moreno, a quien agradecemos el envío de este relato inédito, ha publicado recientemente su cuarta novela, Alma (Lengua de Trapo, 2011), que está cosechando importantes elogios por parte de la crítica. Desde hace unos años mantiene el blog www.peripatetismos2.blogspot.com.

Acogemos en esta sección, una vez más, y como un privilegio que es al mismo tiempo un honor, a un narrador de personalísima voz. A una narradora, en este caso. La escritura de Menchu Gutiérrez transita desde sus inicios por senderos poco transitados: alejada de cualquier propuesta generacional, de cualquier moda o tendencia, su narrativa, cercana a lo poético en cuanto búsqueda de un conocimiento interior y en cuanto indagación en el propio lenguaje, propone siempre mundos insólitos, realidades ambiguas, pasadizos entre lo vivido y lo soñado. Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) es autora de una amplia obra en prosa, publicada en su totalidad por la Editorial Siruela, entre cuyos títulos se encuentran Viaje de Estudios (1995), La tabla de las mareas (1998), La mujer ensimismada (2001), Latente (2003), Disección de una tormenta (2005), Detrás de la boca (2007) y El faro por dentro (2011). Además, ha publicado varios libros de poemas y organizado diversos seminarios multidisciplinares en centros como La Casa Encendida de Madrid o el Koldo Mitxelena de San Sebastián. Agradecemos a Menchu Gutiérrez el espléndido texto inédito que nos ha enviado a modo de señal amistosa y de regalo para los lectores de este portal. – Comité Editor

 

La escritura del pájaro

El pájaro picotea migas abandonadas sobre un pequeño velador. Las dos sillas están vacías, pero todavía es posible sentir la estela de quienes allí estuvieron sentados: un hombre y una mujer.

 

Al picotear, el pájaro golpea las teclas de una antigua máquina de escribir y cuenta una historia de encuentros y separaciones.

 

Veo las manos nerviosas de la mujer que tiene un trozo de pan en las manos y lo desmiga nerviosamente mientras el hombre se confiesa. Las migas van cayendo sobre el velador, convertido en un bosque para la locura, un espacio para la adivinación, hecho de exceso de significado. Nadie volverá a recorrer ese camino dejado por las migas de la mujer, que no señalan un camino, sino la desesperación de alguien para quien todos los árboles son iguales. La mujer deja sobre la mesa una escritura rota, idéntica a sí misma.

 

El número de migajas desciende con un ritmo uniforme, como si el dramatismo de la historia no afectara nunca al pájaro escritor. Apenas quedan dos migajas de pan sobre la superficie del velador y mi ansiedad por conocer el final de la historia es tan grande que casi no puedo respirar. Pero el pájaro las rompe en fragmentos aún más pequeños, las atomiza con indiferencia, y me doy cuenta de que durante todo este tiempo ha servido de médium inocente para que yo recordara de golpe aquel día, aquella confesión, aquellas palabras devastadoras que sólo yo conozco.

Desde que en 1965 publicara su primer libro, Marzo anterior, la trayectoria literaria de José Balza (Delta del Orinoco, Venezuela, 1939) no ha dejado de crecer en múltiples direcciones, en tentativas a las que el autor ha denominado siempre «ejercicios narrativos» y que lo han situado como uno de los escritores fundamentales de nuestro tiempo. Novelas, cuentos y ensayos son para Balza diversos modos de acercarse a la complejidad de la ficción y de plasmar un mundo propio, fluvial y corporal, inteligente y errante, en el que, una vez que se entra, el placer de quedarse se instala en el lector. Agradecemos a José Balza su generosidad al enviarnos este ejercicio narrativo y nos sentimos muy honrados de acogerlo en este portal como «autor invitado». – Comité Editor

 

 

RETRATO EN CURIAPO (VERSIÓN 4)

                                                                                                   A Beatriz y Ernesto Pérez Zúñiga

1

¿A quién culpar? Él mismo había estado en la cumbre del poder local durante un período y, para ser sincero, jamás dejó de ser tipo importante en la región. Hoy, por descuido de algún funcionario, la embarcación adecuada fue enviada hacia otro destino y, ante la urgencia del caso (de los casos), debió venir a este activo pero deteriorado puerto de Volcán a tomar la lancha colectiva. Su pequeña maleta, equipos técnicos ya en la nave. Pero tuvo necesidad de un baño público y se encontró con que nunca ha sido construido alguno. ¡En este puerto de tráfico incesante! De donde parten botes, curiaras y lanchas hacia las más remotas zonas del Delta, hasta la desembocadura en el océano. Finalmente un uniformado le facilita el servicio de la Guardia, infecto y exclusivo. ¿Cómo hacen los numerosos viajeros antes de afrontar una travesía tan larga?

Luego el médico sube a la embarcación, le entregan un salvavidas roto y esperan casi una hora la llegada de los otros viajeros. El conductor es joven y grueso, también dos señoras y otros siete hombres. En el extremo de un banco se sientan niños indígenas con su madre.

Dentro del conjunto parece un campesino más: alto, fuerte, sin barriga y de brazos fibrosos; sólo sus cabellos blancos, escasos en el centro y desordenados, así como los lentes un poco ladeados, podrían hacerlo diferente. Imposible pensar que tiene ochenta y tres años y que fue la autoridad máxima del estado. Desde que el taxi lo dejara arriba, en la carretera o en el barranco, algunas personas lo saludaron con afecto. Para todos es alguien ilustre, aunque no logren precisar por qué. Años antes hubiera sido tan fácil que le asignaran un helicóptero… Pero no importa, el doctor es sobre todo un hábil político y sabe que en las elecciones próximas, según ha intuido, al asociarse adecuadamente volverá a ser candidato y enseguida jefe local. Bastará con que despliegue en la pequeña capital y en zonas remotas como ésta a la cual se dirige su antiguo prestigio, su buen humor y, cómo negarlo, su bondad, para que los votos sean suyos.

El médico no se engaña: un alto sentido ético, una especial condición de servicio, noble y efectivo, cimentan su fama como cirujano, su aura de hombre generoso, desinteresado. En sesenta años de trabajo nunca defraudó a un paciente, ni pobre ni rico. Si alguien aquí lo reconociera por completo, recordaría esa justa fama de excelente científico, de hombre sencillo y accesible, pero quizá también la historia de su voracidad —la suya y la de sus familiares— para aprovecharse de los dineros públicos. Nada raro eso último entre nosotros, que en este caso casi excepcional ha sido matizado con la construcción (por parte del doctor, años atrás) de algunos dispensarios y locales médicos que aún funcionan en poblaciones olvidadas.

Ubicado entre los jóvenes gordos y una señora, utilizando el salvavidas como albornoz que lo protegerá del viento y de los ramalazos de gotas, a las siete de la mañana el hombre, que se había adormilado unos minutos, advierte el fuerte impulso con que despega el motor. Un zumbido, el balanceo que despierta comentarios humorísticos y la proa que se eleva hacia el sol. Con destreza el chofer evade suaves islotes de juncos próximos a la ribera y se centra en medio de la corriente.

En el puerto las nubes que no dejaban amanecer por completo son sustituidas por el cielo abierto: la luz choca con las aguas y un vertiginoso remolino parece atrapar a la embarcación. Ya están, y así seguirán, muy próximos al centro de la arteria incesante.

El río cobra en seguida su carácter de inmensidad: las costas de verdes oscuros y altos palmares, a la izquierda, se alejan; y por el otro lado todo es agua infinita, marcada en la distancia por una ribera pequeñísima. Comienza entonces el laberinto ocre de las ondas y el asomarse de la punta de las islas, como naves irreales, que se vuelven de turquesa, de neutros amarillos, de verdes como cristal, asomo de duración variable hasta que aparece, más lejos aún, más poseída por aguas irrefrenables, otra isla magnífica y desafiante. Si fuese creyente —como de manera segura lo son los indígenas que también viajan— el médico podría pensar que esas son las formas de los dioses: tierra y aguas en comunión, geometrías del color y la luz, ritmos de pájaros que marcan destinos en lo alto, el iris de algún súbito pez, señor del barro profundo, y la seguridad con que la pequeña nave vuela sobre la espuma.

También se han detenido en algún reducido poblado a dejar viajeros y recoger otros, que movían brazos mínimos en la distancia. Allí, los restos de algún mueble de plástico guarda su deriva entre los hierbazales. Sobre la orilla de bambúes y cocoteros crecen los milenarios matorrales: ceibas anchas, audaces algarrobos, cacaotales abandonados, jobos; y sobre éstos, descubre el hombre, saltan, arrullan, aúllan los no menos antiguos araguatos: monos graciosos, ágiles, de oro y rubí, cuyo sonido vuela en el viento con acordes electrónicos. Niños ancianos que han vivido la promiscuidad ancestral y futura.

En tres o cuatro ocasiones, inmensos buques de carga han estremecido la lancha de los viajeros al partir el agua.

Horas después, los morichales de malvas desvaídos de la derecha se frotan con barrancos rubios: anuncios del océano que tragará la dulzura del río o que se dejará penetrar por su lenta sensualidad. Frente a los viajeros cocales y un morichal enfático, de hojas rojizas y de palmas como lanzas. Están detrás, vigilando las casitas de madera, las callejuelas hechas con tablas o cemento, los techos de orden claro, que se elevan sobre aguas quietas. Una torre metálica, una cruz de iglesia, tendidos eléctricos, gente: Curiapo. Los viajeros sonríen, saludan, gritan al arribar. La lancha se acomoda con suavidad; casi nadie se acerca.

Al doctor lo esperan otro médico y dos enfermeras. Le ofrecen desayunar; él acepta un largo café, desde hace años sólo toma una comida al día. Y es conducido al pequeño ambulatorio donde trabajarán.

Afuera, Curiapo es una corta calle principal, tramada en gruesas tablas, sobre el agua. En ella se levantan casas desde los pilotines, algunas de las cuales poseen pisos de cemento. En otras asoma un sesgo guyanés o hindú. Hay pequeñas bodegas y tiendas; no funciona la electricidad y los habitantes se las ingenian para utilizar sus teléfonos celulares. En el centro, una zona recuperada se extiende hacia atrás, sobre la tierra y allí se encuentra el liceo, la iglesia, un campo deportivo. También hay bares y los pescadores no cesan de ofrecer peces u otras mercancías desde la playa.

2

Él y los otros cenan morocoto asado, un casabe esponjoso y ocumo yancín hacia las diez. Las operaciones fueron concisas y rápidas, excepto en tres casos. El doctor está cansado y sabe que debe madrugar para el regreso, pero añora un buen whisky (¿por qué no lo metió en el equipaje?) difícil de conseguir, al parecer. Le ofrecen vino guyanés y apenas lo prueba. Decide caminar un poco, mientras el otro médico intenta hallar la bebida deseada.

En la cena, desde la breve terraza de la pensión, sólo un televisorcito de pilas ronroneaba en la sala. Brisa suave; de las callejuelas subía un cierto sonido acariciante, como si el agua, debajo de ellos, fuese removida lentamente.

Ahora, mientras avanza por la ruta central, en la noche oscura, nota que muchas casas disponen de motores domésticos para la electricidad, lo que incide en las aguas que se alejan creando círculos interrumpidos e incesantes. En pocos portales hay personas, pero de repente comienzan a acercarse jóvenes solos o en grupos, que van en una misma dirección: hacia el final de la vía. Se detiene porque el médico lo llama y le entrega una bolsa de papel. Logra ver la etiqueta, complacido. El otro le deja también un vasito plástico y se retira sonriendo.

—Iré a dormir pronto —dice a éste y sigue avanzando.

Vuelve a pararse y bebe un poco más. El aire se ha cargado de un perfume espeso, a barro, a peces, a hojas, a vientres de muchachas. Bajo las tablas el río suena como si entrase a una caverna. Ahora los chicos van más a prisa, pasan a su lado y saludan con alegría. En el bullicio puede distinguir frases en inglés y español, en warao y sánscrito, en alguna otra lengua extraña.

Una mujer vestida con traje largo y los hombros descubiertos se detiene un instante a su lado, lo mira con deferencia y prosigue. En el doctor el cansancio ha desaparecido; a pesar de las horas de concentración siente los ojos frescos y el cuerpo ágil. Se pasa la mano por el pelo, equilibra sus gruesos anteojos. Recuerda que lleva puesta la misma guayabera de la mañana, limpia aunque un poco arrugada.

Entonces suben el sonido de la música y el hombre reconoce que se trata de una gran fiesta juvenil justo al borde de la calle, en la última casa. Se acerca de manera natural, observa desde fuera, junto a muchos otros muchachos y chicas. La verdad es que ya no cabe nadie más en la sala donde bailan frenéticamente.

3

Lo que se podría decir en seguida quizá no corresponda con el ser del doctor. O sí. Un cuarto vasito de licor es insignificante para quien está acostumbrado a nadar y montar a caballo, para quien es magro y fuerte, de poco dormir, y que en este instante acoge el impulso de entrar a la fiesta y bailar, feliz. No lo hace, sin embargo, aunque está ya en la puerta misma, rozado por quienes entran y salen, envuelto en el humo del sudor y los cigarrillos y de alguna hierba. Es medianoche y ya nadie se opondría; hasta lo recibirían como a uno más.

El tiempo no ha pasado: estudió con dificultades, se graduó en la capital con esfuerzo, fue regando hijos (¿trece, quince?) que olvidó por años. Pero vino a esta tierra de las aguas, hizo una gran boda. Tenía cuarenta cuando la sacudida guerrillera lo absorbió; estuvo prisionero del gobierno. Y de repente se asoció con el movimiento cristiano, se lanzó como candidato mayor y ganó. Treinta y cinco años atrás gobernó estos mismos territorios y comenzó a atender a algunos de los hijos perdidos y a los del matrimonio.

Aunque lejos de su clínica, hoy ha operado con eficacia. Su pulso firme, sus conocimientos y el equipo humano garantizan la salud de los pacientes. Nada extraordinario para él.

Nunca pensó en morir, excepto durante los combates guerrilleros. Y a veces duda de que la muerte pueda ocuparse de él. Tiene ochenta y tres pero está seguro de que también alcanzará los ciento tres; y esto lo hace radiante, nuevo. No hemos nacido para morir, lo demostrará. Su mujer, ya hacia los setenta, siempre supo comprender o fingir que ignoraba sus andanzas; la aparición, el rescate de cada nuevo hijo no la sorprendía. El dinero alcanzaría para todos y sobraba.

El humor, la agudeza del doctor pueden haberle impedido preguntarse si era injusto con su esposa, con los hijos. Sobre todo con el primero, habido antes del matrimonio, nacido en Manamito cincuenta años atrás; el hijo de una mujer morena, lujuriosa, niño de rostro simiesco y tierno que desapareció, según ella (ya muerta hoy) en faenas de cortar temiche, Delta adentro. Mujer única de quien él recibió algo como la entereza, la totalidad: su conducta mansa, inocente y su animalidad incesante, superior, liberadora del placer, de lo ilimitado. Criatura de tierra, de flores salvajes, casi inaudible.

El doctor vive para una acción cotidiana continua. Soñó con el poder político como guerrillero, lo alcanzó después y aún goza de sus favores. Obtener ganancias, no importa cómo se manejen los papeles y, eso sí, devolver a la colectividad alguna obra benéfica notable: su ley simple, recurrente, que volverá a  aplicar, está seguro, muy pronto. Es un caballero.

Bebe un trago más e invita al otro hombre algo borroso que se ha acercado. ¿Hay algo familiar en él? El ruido es tan grande que no pueden hablar. Mira hacia la sala y descubre a la bella mujer del traje largo; cuando quiere preguntarle, el hombre ha desaparecido.

Ese raro olor de la juventud invade la noche, lo recogen las aguas, las palmeras. En el hombre palpitan los músculos en el nacimiento de sus piernas. Las cinturas y los ojos de las chicas parecen pertenecerle, como en su pubertad.

Parado afuera, está no obstante moviéndose adentro, con los bailadores. En su bolsillo la milagrosa pastilla que lo conduce de jueves a domingo a la total potencia sexual. Toca el envoltorio con un dedo sabio y vuelve a agradecer («El Nóbel para su creador, no sólo por científico, también por la Paz», se ha dicho, como ahora, en muchas oportunidades).

La sensación muscular, desde luego, no trae una erección física sino imaginaria. Para que se complete y para su prolongación posee el tesoro en su bolsillo. Desafía por unos minutos el espeso grupo humano y asoma la cabeza a la sala de baile. Sonido y movimientos lo seducen. Sabe que podrá atraer a cualquiera de las chicas u obligarla, con astucia. En la pensión lo espera su cuarto. Fija la mirada en una adolescente sinuosa y algo gorda, de boca oferente; ya la tiene.

En ese momento la hermosa de largo traje se destaca y viene hacia la salida. Es toda una hembra y mucho más niña de lo que creyó. Sus pechos, su cintura, voluptuosidad plena. El hombre descuida a la otra y sale como para esperarla. El círculo de jóvenes vuelve a cerrarse frente a él. La calle de Curiapo vibra bajo sus pies, como si el tablado repitiera un ritmo. No hay luces, pero algo de la noche comienza a aclarar y, rápidamente, tras las palmas del morichal, la mujer desaparece. Cesa la música por un momento. El doctor cree oír a la vez el canto de un gallo y el rugido de los araguatos.

Vuelven el ruido y las voces juveniles; hora de regresar al hotelito. Unos pasos lo conducen a la vía de madera, pero en las sombras siente que no puede avanzar: una figura solitaria y enorme se le atraviesa o decenas de formas hacen una trama impenetrable frente a él. Deben aullar o rugir, pero el ruido de la fiesta debilita su expresión. ¿Efecto del whisky, del cansancio?

El hombre trata de esquivar aquello, pero podría caer con facilidad al cantil; no había advertido que el viento se levantaba y que, debajo, el oleaje produce un tremar amenazador. Los cuerpos oscuros se acercan, desde el salón de fiesta alguna ventana suma una ráfaga de luz. A su compás, transitorio, logra percibir o imaginar al hombre que desapareciera; pero no puede ser él, se dice por último, con tal desnudez simiesca. Como un soplo final vislumbra el rostro de aquella mujer casi animal a quien creyó amar en su juventud.

                                                                                        (Delta del Orinoco, 24 de diciembre de 2019)

Iniciamos con esta estupenda crónica del escritor chileno Pedro Lemebel la sección «Autor invitado», en la que iremos incorporando textos inéditos de destacados narradores de nuestra lengua especialmente destinados a este portal. Pedro Lemebel (Santiago de Chile, 1955), ampliamente conocido sobre todo en Iberoamérica, es uno de los autores más radicales y transgresores con que cuenta hoy en día nuestro idioma. Como dijo de él Carlos Monsiváis, «Pedro Lemebel es un fenómeno de la literatura latinoamericana de este tiempo». Lo es, sin duda, y por muchas razones que el curioso lector puede atreverse a descubrir. Nos sentimos inmensamente agradecidos al gran narrador chileno por esta crónica que, como toda su obra, conjuga la prosa más chispeante con una mordacidad que es a la vez un desafío, una revelación y un regocijo. ― Comité Editor.

 

EL ÚLTIMO CUPLÉ DEL PRESIDENTE ALESSANDRI

 

Y era tan mal hablada la prensa de entonces; ese Clarín, ese diario pichiruche que cada mañana lo ponía de mal genio con sus tallas groseras y titulares ofensivos: “Que la señora de la bufanda se pasea por calle Huérfanos”, “Que la vieja de La Moneda no recibió a los huelguistas”. No tenían ningún respeto con el presidente de la República. Y claro, él no había podido aplicar la Ley Mordaza de la censura. No había podido darle un corte definitivo a esas calumnias, porque todo el país se le iba a ir encima; sobre todo esos periodistas izquierdosos que lo acusarían de tirano continuador de los atropellos de su padre, don Arturo, el León de Tarapacá, que en realidad había sido un felino macho en la educación de Jorgito para que siguiera las huellas de su progenitor. Y si algo tenía que reconocerle al viejo, era su mano dura, su temple varonil, su irónica valentía para gritarle a las masas “Viva la chusma inconsciente”. Entonces un clamor de gloria retumbaba en la Plaza de la Constitución, donde el insultado pueblo vitoreaba a su padre en el balcón de La Moneda. Y ahí estaba ahora Jorgito, sentado y solitario en el trono del poder. Como un gran oso sentimental escuchaba bajito los cuplés de Sara Montiel, como en secreto, como un susurro, como si todavía la vida tuviera que ocultar ese gusto por la música cabaretera. Ese delirio por los mantones, claveles y peinetas de nácar que Sarita lucía en El último cuplé, la película que veía incansable semana a semana en el cine King de calle Huérfanos. Era el rito personal del presidente, que cada viernes se daba ese gusto, caminando por el centro junto a Duarte, su viejo chofer, compañero y guardaespaldas. El viejo Duarte, que había envejecido junto a Don Jorge, el único que comprendía sus mañas, sus rabietas, sus obsesiones por esa actriz española que lo hacía olvidarse de las huelgas y escaramuzas políticas que desataba el llamado Frente de Acción Popular.

Mientras caminaba al cine envuelto en su bufanda de angora, iba saludando a la gente que se codeaba con él en la vía pública. Eran muchos sus adherentes, señoras finas y caballeros serios, que aplaudían su paso rutinario, el tranco cansado pero firme del presidente que se permitía recorrer el centro de la ciudad sin escolta, vitrineando como cualquier transeúnte los escaparates de esas tiendas elegantes donde la moda de los años 50 exhibía los trajes sastre y sombreros de franela parisién que usaban las damas de la sociedad. Sus fanáticas votantes, las señoras del Club de la Uniónque lo incomodaban con sus piropos, que lo tenían harto coqueteándole con sus abanicos mientras comentaban “qué buen mozo está el presidente, tan alto, tan apuesto que parece un galán de cine. Pero solamente le falta una Primera Dama que lo acompañe, que lo cuide, para evitarse comentarios maliciosos”.

Por ese Santiago, a mediados del siglo, era común ver al mandatario cruzar el centro, deteniéndose bajo la marquesina de algún teatro para ojear con deleite las fotos de actrices en la cartelera, quedarse pegado admirando las sedas emplumadas de sus trajes, los tafetanes escamados de lentejuelas, sus poses doradas de vírgenes inalcanzables. Y allí en ese sagrado éxtasis y luego mientras retomaba la marcha junto a Duarte, podía recordar su infancia de niño melancólico que coleccionaba fotos de estrellas cinematográficas. Y también recordaba la ira de don Arturo cuando le descubrió el secreto, cuando le quemó el álbum gritando que esas eran costumbres de afeminados que no correspondían a un futuro presidente. Menos a un hijo de Alessandri, una familia culta, acostumbrada a escuchar ópera y música clásica. Lo podía ver en el ayer vociferando como un león, diciendo que a él no le podía salir un hijo así, un chiquillo sentimental que se lloraba todas esas películas musicales de actrices putingas. Pero por suerte lo había detectado a tiempo y también por suerte no se han enterado los comunistas, le dijo a la empleada, ordenándole que botara esas revistas, fotos y discos de burdel.

Así se cumplió la voluntad de don Arturo, que murió feliz viendo a Jorgito como flamante ingeniero y futuro candidato de la derecha al sillón presidencial. Solamente un deseo paterno había quedado pendiente: verlo casado y rodeado de hijos para evaporar los pelambres sobre su religiosa soltería. Pero eso no lo pudo cumplir, era demasiado soportar el teatro del casamiento y una mujer a su lado arrullándole los sueños. En su reemplazo siempre tuvo a Duarte, que había sido un hombre joven, morenazo y de buena facha cuando lo contrató como chofer, pero ahora al correr los años, ya estaba canoso y barrigón, pero siempre fiel, siempre dispuesto a satisfacer los caprichos de don Jorge, caminando a su lado como lazarillo, acompañándolo por las tardes del viernes a ver El último cuplé.

Los acomodadores del cine King eran cómplices de las visitas de don Jorge y a su llegada se apagaban las luces para proteger su anonimato y no se encendían hasta que él se retiraba confundido por la oscuridad. Tal vez por eso la cinta estuvo en cartelera durante meses para complacer al presidente. Así él podía fascinarse con la diva cantando en la pantalla, agigantada por la pasión popular que lo atragantaba lagrimeando emocionado y queriendo conocerla. Y no es que el aristocrático don Jorge estuviera enamorado de la cupletera. Era otra forma de amar el volereo de su garbo maraco, el entornado azabache de sus ojos pícaros, y la pose desafiante de la Montiel cantando El relicario nada más que para don Jorge, el presidente, confundido en la platea con los suspiros de “la chusma inconsciente”.

Durante todo ese tiempo se vio la película más de treinta veces, anhelando conocer a la estrella. Y la ocasión se presentó cuando supo que la actriz visitaría Chile. ¿Cree usted que aceptará mi invitación para tomar el té en La Moneda?, le preguntó a Duarte, estirándole la carta para que el chofer se la entregara a Sarita alojada en el Hotel Carrera. No tendría motivos para negarse, excelencia, le contestó Duarte, asegurándole que se la haría llegar personalmente. Y así ocurrió, porque la Montiel aceptó gustosa la invitación timbrada con el escudo nacional. Y cuando la guardia de palacio anunció la llegada de la estrella, don Jorge no cabía en sí, arreglando las flores, los claveles fucsias que mandó pedir especialmente a la pérgola. Don Jorge, nervioso, iba y venía estirando el mantel, ordenando las tacitas de ese emocionado té protocolar. Aquella fue una tarde inolvidable para el presidente, ofreciéndole dulces y pastelillos a la Montiel que amablemente los rechazaba tocándose su estrecha cintura. Ella, enfundada por el drapeado turquesa de su vestido, era más bella que la imagen de la pantalla, era una verdadera diosa del cuplé, que por unas horas había engalanado el gris despacho presidencial con el relámpago de sus joyas, sentándose frente al retrato paterno de don Arturo Alessandri que, desde la muralla, le miraba el abismo de su escote, pálido de indignación.