1. Mis padres me traen una gatita que vivía libre entre las casas adosadas de una urbanización playera. Mi padre consigue cazarla: dentro de una jaula coloca un cuenco con comida de supermercado para gatos. Comida que huele a cientos de kilómetros. Paladeo sexual. Feromona. Las narices de los gatos se ponen de punta en los aleros y sobre las baldosas calientes por el sol. Comida gelatinosa con trozos de pollo en tomate, trucha en salsa. Botes gourmet de comida del supermercado.
2. La gata pica el anzuelo. La gata no es un pescado, pero de pronto se transforma en la lubina pequeña que los pescadores atrapan, de noche, en la orilla del mar. Dejan la arena sucia de colillas y anzuelos. También los gatos bajan a la playa para comerse las tripas de un pez eviscerado. Manjar fascinante. Tripa laberinto. A veces yo también tengo ganas de comerme las hebras de carne de los botes gourmet para gatos –de angora, persas, carísimos gatos sin pelo- con una cucharilla de café. Contengo el impulso de meter la cucharilla y comer poquito a poco. Chupar con la puntita de la lengua. Relamerme como se relamen los felinos. Visualizo esa imagen posible y la consistencia de las fibras dentro de mi boca. Me doy asco. Y, sin embargo, el contenido del bote me tienta cuando oigo el clic de la lata y veo: buey con espinacas, pescado del océano.
3. Mis padres meten la jaula en el maletero del coche. La gata es ahora una gata cautiva. Gata arlequín, estilizada, cuatricolor. Lleva pintados los rabos de los ojos como las bellas del antiguo Egipto. Es la reencarnación de otra gata que vivió catorce años sobre los cojines de mi piso: una gata, hueca de ovarios y útero, que nos daba cabezazos en la mano reclamando caricias. Más caricias. Más. Esperamos mucho de esta reencarnación. La gata cautiva parece serena detrás de los barrotes. Parece que se conforma. Que sabe que nunca más tendrá que resguardarse de la lluvia. Que la vamos a querer mucho. Parece.
4. La gata arlequín ha vivido todo el verano a la intemperie. Habrá cazado ratones, comido basura y caracoles de los que salen entre la tierra a las siete de la tarde. Habrá comido gusanos de la hierbabuena verde y cucarachas rubias voladoras. Pájaros caídos de los nidos. Restos de bollos y pizzas desechadas por infantes tan adiposos que no les cabe ni un gramo más de mozzarella en el cuerpo. La gata arlequín se habrá escondido debajo de los coches y cruzado los patios, rauda como sombra. Ladrona. Delincuente que reincide. Las mujeres, que guisan gazpacho y pisto, la espantan con el chorro a presión de la manguera.
5. A la gata el corazón le va a mil dentro de la cajita del pecho. En dos meses vive veinte años. Escobas. Ruidos de noche. Desastres meteorológicos que desbaratan sus refugios. Parásitos intestinales. Cazadores de felinos del Partido Popular que arraciman gatos muertos en torno a una vara. El veterinario nos da esa información: lo vivido no se puede remediar y, aunque la gata ya no coma mierdas exquisitas de los cubos de basura ni le apriete el hambre o las lombrices ni la empapen las tormentas de verano ni otra gata celosa le muerda y rebaje el cartílago de las orejas –gata mutilada-, aunque todo eso ya no ocurra más, la gata-reencarnación morirá joven porque, en poco tiempo, ha vivido mucho y ha gastado esos latidos programados del corazón de los que habla en internet un médico brasileño quizá no tan loco como parece. El veterinario le calcula a la gata arlequín unos cuatro meses. Tiene la boca sana y el ano impoluto. El veterinario dice: “Los gatos de la calle mueren más jóvenes, aunque después vivan en pisos.” Es el estigma de clase. El ácido desoxirribonucleico. La mala nutrición de la placenta estropajosa de una gata madre de la calle. Todas las gatas de las calle son niñas viejas. O putas jóvenes. Desconfiadas.
6. La gata arlequín ha salido indemne de las guerras. Pese a su fragilidad. Tiene el pelo lustroso. De lejos, no consigo verle magulladuras ni cicatrices. Ha sido cazada y va a tener una vida mejor. Mi padre la ha apresado porque la gata a veces quiere meterse en la cocina. También lo reta: mea o caga delante de mi padre en el pequeño jardincito del porche. Mi padre podría haberle tirado una piedra a la gata arlequín, haberle puesto veneno en un bote de comida gourmet para evitar que huelan a mierda los lirios de su minúsculo jardín. Pero intuye que será una gata felicísima cuando ande sobre el parqué oyendo el clic clic de sus uñas sobre la madera. Cuando siga atentamente los partidos de fútbol y mueva los ojos buscando la pelota. Cuando juegue con cascabelitos y con falsos ratones de peluche. Cuando le demos un boquerón crudo como premio.
7. La gata cautiva es un animal salvaje. Araña al veterinario. Se sube por las paredes. Parece que los ojos van a salírsele de las órbitas. Me cae simpática la gata cautiva cuando se resiste a que la encuentre por los rincones de mi casa. Cuando no se deja tocar. No la oigo. No la veo. Y me hago la ilusión de que es una fiera que, en el momento más inesperado, puede sorprenderme y vaciarme de sangre con un estudiado mordisco de sus dientecillos de aguja en mi vena yugular.
8. Adivino la sombra de la gata cautiva que no viene cuando la llamo. Voz dulce y melosa. La mía. Marítima voz que pretendo que se acople a su tímpano de gata de mar. Cala, Calita, Cala. Cala cautiva ignora el alimento. Botes gourmet del supermercado. Se me van los ojos detrás de los tropezones. Comienzo a desconfiar de mis proverbiales poderes con los animales salvajes. He tenido muchos gatos. Les he dado a oler mi mano protectora. He entornado los ojos. Ya no soy la que era. O quizá es que no habrá jamás gatos como mis gatos muertos y la reencarnación es una filfa para engañar a los débiles.
9. Cada vez que Cala se esconde, me avergüenzo de haberme creído santa Francisquita, doña Frasca, san Isidra labradora, domadora del circo, amiga del gorila, decodificadora de los lenguajes del hurón y del buitre, devota practicante de una religión oriental que no mata a las arañas porque sabe que ahí, en esa forma de vida temible y misteriosa, esclava de la red, habita el alma de un buen muerto humano. Buen humano muerto. O perrito faldero o pez de pecera. Odio los insecticidas y el papel atrapamoscas. Las trampas de ratón. Y el matarratas. Los cepos. Las escopetas con mirilla telescópica. Pero cada vez que Cala se esconde, pienso que tal vez no sería una mala idea pisotear las cucarachas del baño.
10. Cala, Calita, Cala, es la desaparición en mi piso. El hueco entre paréntesis.
11. Y ya no siento vergüenza, sino culpa. La culpa de haber querido proteger a un animal libre con el manto prepotente de mi amor. Gata cautiva, quiero quererte, pero no me dejas. Puto amor sin reciprocidad. Pollitos rosas que se mueren de amor entre los brazos de las niñas. Me doy golpes, otra vez, por mi fiera voluntad de amoroso hierro. Como si mi amor fuera high quality, amor A plus. Ecológica lavadora que ahorra energía. La gata me desdeña. O le doy miedo. Es lista.
12. Miro la tele. Como una bolsa de patatas fritas. Pienso en los botes gourmet que se apilan en mi despensa. Temo que ni Cala ni yo lleguemos a ser nunca felices. Nunca felices en este mundo sin pulgas y sin raspas podridas de pescado. Mundo sin moscas.
13. Prepotente, amor de lujo, santa Francisquita, la libertad de los animales salvajes, guerra de la independencia, respeto, liberad a las orcas del acuario, a las fieras del circo, déjame respirar cuando me ames, no te eches encima de mí, mi propio, propio, propio espacio, espacio vital, territorio, no me agredas, no rompas mi burbuja, marco con orina el árbol donde anido… Rezo el mantra anticolonialista y me duelen los golpes que me doy en la tabla del pecho mientras Cala se esconde bajo el rodapié y la absorben los tabiques. Cala emparedada, cautiva, fantasmagórica.
14. La gata-reencarnación hoy se me ha quedado mirando y, de pronto, vuelvo en mí. He estado pensando pensamientos que no son los míos. Me digo: “Tanta contrición es una vulgaridad”. Y me digo que quizá no sea tan malo ser castrado, domesticado, sometido, resguardado del frío y del calor, arrullado por la noche, alimentado, observado, vacunado. Y me digo que no hay que sentirse tan terriblemente culpable por amar muchísimo. No me voy a torturar por decidir. Por curar y cuidar. Por ser yo la que manda en mi propia casa.
15. La gata cautiva se llama Cala. Yo le he puesto nombre. La he oído maullar este verano a la puerta de la casa de mis padres. Me acechaba debajo de los coches cuando, a primera hora, yo salía a pasear con nuestra perrita maltesa que lleva un chip y tiene sus costumbres. Sus derechos. La gata-reencarnación me acechaba. Me andaba buscando. Puta gata, gata puta. Cada vez que no viene cuando la llamo “Calita, Cala” finge. La gata cautiva juega con cascabelitos cuando cree que no la oigo. Cuando me acerco, se esconde para echarme la culpa y para avergonzarme. Me puede. Detrás de los sofás, Cala no hace ruido. Yo la busco, pero ella aguanta la respiración y se sonríe con su nueva sonrisa de gata burguesa.
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Marta Sanz es doctora en Filología. Ha publicado las novelas El frío, Lenguas muertas, Los mejores tiempos (Premio Ojo Critico 2001), Animales domésticos, Susana y los viejos (finalista del Nadal en 2006), La lección de anatomía (2008) y Black, black, black (2010). Ha participado con relatos en volúmenes colectivos y ha publicado El canon de normalidad, una selección de sus cuentos. En 2007, publicó Metalingüísticos y sentimentales, antología de poesía española contemporánea, y recibió el premio Vargas Llosa NH de relatos. Colabora con la Escuela de Letras. Escribe habitualmente en la sección de Culturas del diario Público y en El viajero de El País. Perra mentirosa y Hardcore son sus dos primeros poema-libros.
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