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El reno de cristal | Jonathan Allen

Publicado: 21 octubre, 2011 en Relatos

La planta baja de una gran superficie. Cuatro carritos que se cruzan y se detienen.

-¡Veinte euros! ¡Veinte, tía! lo que tú oyes, y te lo dije. Te lo dije, Paca, madruga, levántate más luego, porque si no el ofertón se lo maman.

Habla una mujer de unos treinta años, enferma e hinchada, que apenas conserva unos restos de belleza. Subraya lo que dice acariciando los restallantes paquetes de pañales que atiborran su carro. El hermoso bebé que es su reclamo, sonríe regodeándose, como si estuviese particularmente contento de haber sido elegido por esta clienta.

Su interlocutora, más joven, no sabe qué decir, pues al constatar la increíble oportunidad perdida, apenas puede retener las lágrimas. A ella, cada paquete le costará casi el doble.

Ambas vienen con los chiquillos, sus madres, la suegra. Dos grupos que forman sendos “convoyes”. Los niños del carrito lleno, se sienten fuertes, vencedores, y les sacan la lengua a los otros, que contraatacan con la palabra.

-¡Ca… ¡Hijos de…!

Un grito bien dado acalla los improperios. Los mayores no han terminado de hablar.

-Anda, Guacimara, no seas mala. Dame unos cuantos, ya te los pagaré como pueda, hoy no me va a dar el dinero.

-Lo siento, Paca, las cosas están muy mal. No puedo…

-A ver si un día alguien te tiene que ir a buscar el pan, guapita, porque las piernas se te van a reventar, y entonces ya veremos quién es más lista-, le suelta la madre de Paca.

La agredida no responde. Le da un tremendo empellón al carrito y tira hacia la rampa mecánica que desciende al parking. En el segundo que pasan, la niñita de Paca le da una patada a la niñita de Maruca. Ésta, le arrea un bofetón que la deja turulata y todo se lía. Los securitas tardan en separar a las señoras que han llegado a las manos.

El incidente apenas interrumpe el inmenso flujo. Algunos convoyes se paran a mirar y ríen, otros ralentizan para ver mejor lo ocurrido, pero la mayoría pasa de largo, indiferente. Es víspera de Nochebuena y el tiempo apremia.

Saulo lo ha visto y oído todo, y se ha quedado inmóvil. La escena ha calado un poco más en su desánimo, una tristeza que le persigue hace meses y que ha obrado misteriosos cambios. ¿Qué me estará pasando?-se pregunta constantemente-¿qué sucede dentro de mí, desde que ese rayo de luz me traspasó?

Tras las enormes cristaleras de la fachada, que permiten apreciar la gran playa de la ciudad, apenas se percibe la borrasca, un remolino azul negro que rabia en el cielo. En cualquier momento pueden caer grandes lluvias y soplar vientos huracanados. El invierno y el Atlántico, hartos de que nadie les haga caso, exigen atención.

Nadie se la prestará. Solo él, reconoce su terrible enfado. Su espíritu, sin haberlo deseado, se ha liberado, y oye el alma de la tierra.

Cuando empezó estaba atemorizado ¿Será esto la alucinación? ¿El principio de la esquizofrenia, la bipolaridad?

No era locura. Se equivocaba. No había visiones, ni voces, ni sobreexcitación nerviosa.

Ni era depresión, como le sugirió su mejor amigo, sinceramente afectado y preocupado, aunque lo pareciese.

Ni tampoco “un periodo de confusión” como aseveró Enriqueta, su mujer.

-Ya se te pasará-, dijo disimulando su malestar -se te tiene que pasar, Saulo. Ahora no podemos perder el rumbo. Hay demasiado en juego.

No, este pertinaz desánimo es algo más complejo, y lo que no le ha confesado a nadie, es que ya no quiere que se vaya. Está aprendiendo a convivir con él, pues cuando la angustia remite, pasa algo verdaderamente extraordinario. Tiene…le da vergüenza decirlo…revelaciones.

Y necesita contarlo, ¿pero a quién? ¿A quién le puede explicar que él, un agente inmobiliario, está penetrando esa nebulosa que se llama “realidad”?

Sobrevienen en cualquier momento, por ejemplo, en medio de esta humanidad que se apresura y afana. Antes, -siempre le gustó observar-, se fijaba en todos los aspectos de las cosas, concentrándose en ellos uno a uno, y sumándolos al final. Así aprehendía el fenómeno. Ahora los ve juntos, una procesión de virtudes y defectos, dones y limitaciones, que conjuga el éxito y el fracaso, la atracción y el rechazo. Pero quizás lo más importante, el secreto de su dinámica, es que la gran corriente a todos nos arrastra. Efímera democracia, temible igualdad.

En este río de ejes, cestas metálicas y seres que las empujan, despuntan los veloces, los apresurados, los voluntariosos, los metódicos, los perseverantes, los impulsivos. Después siguen los relajados, los rutinarios, los tranquilos, los graduales, los constantes, los esforzados. Finalmente, a la zaga, los lentos, los torpones, los lerdos, los desganados, los obligados, los despistados. Siempre pudo discernirlos, más no veía, completamente, su personalidad. No se atreve a decir que ya comprende la nueva experiencia. Resulta muy difícil de explicar, son patrones de ritmo y color que marcan a cada ser.

¿Y todo esto, para qué?-pondera-¿De qué me sirve? ¿Por qué veo estas dimensiones?

Cierra los ojos y escucha. Un ruido difuso que se desplaza sobre las cabezas, nube sonora de voces y anuncios, de pasos y rueditas. Es la música del centro, su cálido rebumbio. Al menos una vez por semana, el numen que rige este lugar, ejerce su irresistible influencia. Roba horas a un ocio escaso, de cuatro a seis, de cinco a siete, de ocho a diez. Cada familia, pareja, soltero, viuda o novio, tiene ya su franja horaria. Ahora, éste es su punto de encuentro y referencia. Lo es, no solo a causa de la novedad, la comodidad de tantas tiendas y ofertas, sino también porque palia un vacío.  No hay museos, bibliotecas, teatros, galerías de arte, casas de la cultura, iglesias, librerías. Las nuevas periferias son el fruto de la especulación, que una débil cultura municipal, ha tolerado.

La caravana avanza por aéreos pasillos, circuye una vasta y cristalina esfera, ligeramente inclinada, rotando con gravedad cósmica. Irradia una energía que transforma los cuerpos en luz, brillante ilusión que se esparce por todas las grandes superficies del planeta, partículas del vórtice que ha engullido a Dios.

El ingenio del hombre la hizo girar hace siglos, cuando los primeros objetos se produjeron en serie, se vendieron por doquier y se exportaron al extranjero. Era, en sus inicios, mucho más modesta, una bola pequeña, que ocupaba poco sitio. A todos sorprendió, cuán rápido creció y cómo se independizó. En menos de cincuenta años no había instrumento o palanca que la detuviera.

Si amenazaba con ralentizarse, las naciones temblaban. De hecho, lo hacía, y sus efectos eran tan devastadores, que mantenerla a flote, en sana y razonable rotación, obsesionó a los más sabios gobernadores. Hicieron de esta preocupación el quid de todo progreso, la balanza de las relaciones, el estandarte de la libertad. La vida, los calendarios, la alegría, hasta la salud, se le rindió, pues el precio de todo le pertenecía, y como el Ángel de la Muerte, gustaba de atemorizar, y a veces, aniquilaba.

A los que luchaban y morían por ella, a esos que mejor giraban a su alrededor, recompensó con sencillos presentes: tiempo y tranquilidad. Los agraciados, algo sorprendidos al principio, no tardaron en comprender el mágico alcance de estos dones. Mientras sus semejantes se desgastaban buscando el sustento, ellos vivían tranquilos y tenían tiempo.

Hubo, no obstante, una gran potencia que se rebeló y lanzó un vasto ataque contra sus principios. La embestida fue terrible, y sus armas, poderosas. Lucharon con ideales: redistribuir la riqueza, suprimir la pobreza, rebasar las injusticias sociales. Los guardianes de la bola, amedrentados, se prepararon para lo peor. El miedo les impedía percibir que la luz de la esfera no mermaba y que rotaba tan rápida y segura como siempre. Al final, el gran enemigo se pudrió, atrapado en las redes de su yerma tiranía, y sus pueblos se unieron, vergonzosamente, quizás, a la sumisa rueda planetaria.

El sonido hiperalto de su móvil rompe el ensueño y las tremendas imágenes se desvanecen.

-¿Saulo… Saulo? ¿Dónde estás? ¡Que gentío! No me digas que acabas de llegar al centro…

-Pues sí, cariño, mejor dicho, hace unos minutos, entro ya en el pabellón de Papa Noel.

-¡Por lo que más quieras, date prisa! Todo esto no pasaría si me hicieses caso y dejaras de pensar que se va a ahorrar algo estas navidades ¿Recuerdas exactamente dónde estaba el reno?

-Sí… en el estante más alto, al fondo, a la izquierda.

-Es imprescindible que lo encuentres. Sin el tercer reno de cristal…

-¡Que vale cincuenta euros!…

-¡No me interrumpas! Sin el tercer reno de cristal la mesa se nos queda descompensada, rara, de paletos, con un reno, a cada extremo. Mañana a más tardar quiero hacer las fotos para ver qué imagen da… con los t-r-e-s  renos ¿vale?

-Sí, no te preocupes, mi amor- le va a decir, pero Enriqueta ya ha colgado. Esta vez no siente hastío, su peculiar desánimo. Esta vez ha sido pánico. Mientras él se aleja del mundo, su mujer lo abraza, y se muestra irritable, extraña. Me habla con desprecio, explicando las cosas banales que no hago bien, silabeando y deletreando las palabras, subrayándolas con crueldad, y entreveo, intuyo,  odio,  rencor.

Más que el paro o la falta absoluta de dinero, lo que más le aterra es perderla, a ella y  a Saulito, su hijo de cinco años. Su abogada alegará trastorno y depresión, y el juez no vacilará en concederle la custodia.

Arranca a toda prisa hacia el Pabellón de Papa Noel, suerte de inmenso bazar navideño, instalado al lado de la entrada norte. Cuál es su desesperación al encontrar el acceso cortado. Un grupo de clientes discuten acaloradamente con uno de los directivos y el Jefe de Seguridad. Un gracioso se ha hecho pasar por el Papa Noel verdadero que tenía que sentarse a entretener y agasajar a los niños, y les ha incitado al hurto de juguetes. Las alarmas se han disparado y los inocentes críos han sido detenidos, mientras el chorizo se escapaba con un saco lleno. No le queda más remedio que esperar y tragar saliva. La posibilidad de que se hayan llevado los restantes renos de cristal le asusta tanto que se marea y se tiene que apoyar contra la pared. Los llantos, las quejas y las explicaciones, por fin acaban, y se les franquea el paso.

¡Qué increíble gruta es el pabellón! Maleza de reflejos plateados, dorados, y broncíneos, pues el oro y la plata no son ya suficientes, el uso continuo los ha devaluado, y hay que encontrar nuevos tonos, sorpresas, siempre sorpresas. En el centro, dos largas mesas, forradas de terciopelo rubí, ofertan la más rica variedad imaginable de ángeles musicantes. Graciosos putti trompeteros, angelotes que tocan el pandero, lánguidos arcángeles que tañen el laúd. Los más baratos son de pasta blanca, eso sí, esmaltada. Los más caros,  visten sedas doradas o deslumbrantes brocados empedrados, y portan oníricos turbantes que ondulan.

Algún que otro ángel se ha perdido en el jardín de setos y árboles irreales, que es el medio ambiente de este paraíso ornamental. Pinos engalanados, cipreses enjoyados, arbustos cargados de frutas que se apiñan sensuales, y también, invernales árboles desnudos, propios de la estación, de cuyas ramas penden regalos de todos los tamaños y colores.

Enfrente se extiende un páramo helado, un país frío y transparente. Son los portavelas, candeleros, candelabros, cuencos y platos de cristal, tallados neo-clásica o barrocamente en una lejana urbe china, que existe solamente para modelar y tallar el cristal. Linda el maravilloso despliegue con una muestra de misterios, nacimientos que disfrazan de príncipes renacentistas a San José y la Virgen, fabricados en otra villa asiática de similar especialización, y que comienzan a suplantar en muchos hogares la tediosa tarea del belén. Colma esta mesa el más amplio muestrario de velas y velones. No se trata de las humildes velas de cera que, hasta fechas no muy lejanas, remediaron los apagones, no. Es la magia de la parafina en los más vivos colores: obeliscos, columnas, pilares, bolas, triángulos, cubos.

Agrupados en el suelo, un entarimado enmoquetado, renos enormes, Papa Noel tentetiesos, pinos sintéticos, fanales descomunales, y cestones repletos de adornos para el árbol, cajitas, pergaminos, estrellas, cerezas, manzanas, botas, calcetines. Rodea este palacio, un perímetro de hondas estanterías, que nutren y varían la exposición.

Saulo se dirige a la zona donde encontraron los renos de cristal, una bella creación finlandesa, que destaca por su elegancia. De repente está seguro, segurísimo, de que los dos o tres renos que quedaban antes de ayer, aguardan pacientemente en la penumbra de su estante, y sin mirar, levanta el brazo y abre la mano para coger uno. Nada. Deben estar más atrás, claro. No, tampoco. Nada. No hay renos. Bueno-se dice para calmarse, mientras un sudor frío le empapa la camisa-la señorita solo tiene que telefonear al otro centro, al almacén, y pedirlo.

En ese instante no hay nadie en el mostrador y la señorita ha aprovechado el receso para verificar precios. Esta disponibilidad, argumenta, es un buen augurio.

-Buenos días, guapa-le dice, porque esta Papa Noel, de larga cabellera azabache, piel morena y hermoso escote, es realmente atractiva-necesito, desesperadamente, un reno de cristal, como los dos que me llevé hace un par de días.

-No quedan, cielo-responde sonriendo y sosteniendo su mirada-los renos han volado.

-¿Está segura…señorita…vo…vo…volado?-balbucea, de nuevo presa del pánico.

-Volado, cielo. Es que es un producto de calidad, y la gente lo ha notado. Voy a llamar, por si acaso, al centro del sur, a ver si queda alguno, o si ha habido una devolución. Espera…

Saludos, risas, medias frases, otra conversación retomada de hace días sobre un distribuidor latoso, una carcajada y…la respuesta. No, no quedan, ni vienen más. Un piropo, una zalamería, hasta luego, listo y adiós.

-Lo siento, cielo, ¡qué pena! El último… ¿sabes quién se lo llevo? Pues el golfante que se hizo pasar por Papa Noel y se puso las botas robando.

Náuseas. Un sabor a ácido en la boca. Tambaleándose se aleja de la caja. No ve bien, todo da vueltas. De repente, unos cilindros rojos, largos. Las barras de la salida de emergencia. Se abalanza sobre ellas, presiona, sale impulsado,  y cae rodando. Grava húmeda, viento, mucho frío y gotas.

Le tarda unos minutos levantarse. Se ha manchado de barro aceitoso el pantalón nuevo de pana y la chaqueta. ¿Dónde…dónde estoy? ¿Qué lugar es éste? Hace un esfuerzo por situarse. Sí, ya se orienta. La gran mole oscura del auditorio, el perfil blanco del puente, el viejo hangar en ruinas.  Ha ido a parar al descampado, medio parking ilegal, medio terreno ferial. A unos doscientos metros, surgen unas deformes casetas, y detrás, una noria destartalada y una machacada pista de cochecitos. La noche devora los destellos coloridos y las voces se trenzan en un murmullo lejano.

Saulo no sabe qué hacer. Tiene ganas de llorar y para escapar del mal trance, de la ansiedad que ya galopa, se dirige hacia el barullo. Vaga boquiabierto por la feria, no para de mirar, aunque nadie lo mira, como si no fuese él, sino su sombra que acabase de llegar. En un puesto diminuto, una anciana se refugia entre ristras de tollos y jareas, tarros de almendras garapiñadas y castañas, garrafas de mistela y guarapo. En otro, una gitana esbelta, de grandes ojos verdes, vende manzanas de caramelo y pan de azúcar. Los puestos, habrá cuatro o cinco, ofrecen tiro al pato, lotería de peluches, tómbola de pelucas, y un viejo forzudo que iza a los críos sobre sus brazos. El maestro de espectáculos, pregona, megáfono en mano, las maravillosas atracciones. Es un hombre alto, pálido, de larga pelambrera rizada, que viste gabán y sombrero de copa, un personaje,- o eso piensa Saulo-, de otra época, al igual que su feriante compañía.

-¡Un aplauso! ¡Un aplauso para el señor, que nos distingue con su presencia! ¡Bienvenido a nuestro humilde universo…!-grita, mientras se acerca haciendo aspavientos.

-¡A celebrarlo!-replica una voz ronca detrás de él.

¿Me están esperando? – se pregunta Saulo, asustado por esta efusiva acogida que le parece preparada.

-Yo…yo solo paseaba por aquí, me mareé y busqué aire…me voy ya…gracias…no se molesten.

-¡Molestia ninguna, joven amigo!-dice un enorme Papa Noel, con acento alemán-además, tenemos para vos un presente especial, un precioso adorno de mesa, ¡jawohl! ¡un reno…ein reindeer, un reno de cristal!

-¡Dunkel Peter, bringen sie den reindeer, schnell!

La orden truena por la feria y un hombre, un hombrecillo que cojea, sale  de una chabola adosada al muro del hangar y corretea hacia ellos, aferrándose a un objeto de cristal. Saulo apenas nota sus orejas picudas, su pelo, duro como una crin, el frío amarillo de su mirada. Contempla atónito el reno y le tiembla el labio, es uno de los que precisamente andaba buscando-El solícito sirviente se complace en mostrárselo. No le gusta cómo lo hace. Hay en ello, al margen de su obsequiosa manera, algo falso, una burla.

El reno es suyo! ¡Glückliches Herr! Afortunado joven que habita en las Afortunadas Islas. Antes de darle el regalo vamos a beber y a bailar un poco, a celebrar la Navidad. Venga, nos esperan en el bar, hay música, alcohol y bellas mujeres…

-Quién… quién es usted?

-¿Quién soy yo? Soy un espíritu de la Navidad, un bribón que encarna el final y el principio del tiempo, y el elegido de un Dios, que por estas fechas, y desde los albores, premia a los pequeños para que no muera en ellos la ilusión.

-¿No habrá sido usted quién…quién… protagonizó el…el incidente…en el pabellón?

-¡El mismo! ¡Qué bien lo pasé llenando el saco. Esta noche haré reír a muchos niños que tienen poco…o casi nada.

-Pero, dar robando, no resuelve nada, es compartir un delito…yo…

-¡Oh infeliz mortal! No debatamos los enigmas de la propiedad, la justicia de la posesión. Jamás somos dueños de nada material, solo nos pertenece lo que sucede en nuestro corazón. Ese es el gran cómputo. Mire lo bello que es su reno de cristal. No sea huraño, acompáñenos un rato. Le prometo que se lo daré…

Saulo vacila. Debería, -normalmente es lo que haría-, denunciar al ladrón. Y  si no, si tuviese muy mal día, daría media vuelta y se marcharía. En ningún caso, lo que va a hacer, ceder a la proposición, consentir el chantaje. En ningún caso…claudicar al brillo, al traslúcido miedo, del reno de cristal, que había perdido, y que, increíblemente, podrá recuperar.

-Bueno, me tomo una copa con ustedes.

-¡Wunderschön! ¡Un beso de Navidad!-grita Papa Noel, levantándolo como una pluma y llevándoselo al bochinche.

Una especie de almacén que ahora es un bar, si así se le puede denominar. El dueño seca la barra, una serie de poyos ensamblados, mientras una niña lava una pila de vasos y platos. De la cocina emerge un olor picante a callos y de un opaco expositor, el tufo del queso curado. En la mesa del fondo, un grupo de ancianos juega al cinquillo; en la próxima (hay cinco en total y están colocadas en zigzag), una pareja come en silencio; y en la más cercana, reconoce al trío de músicos rumanos que deambula por las calles del puerto.

Pedro, siempre aferrado al reno, se adelanta, descorre una cortina y hace una socarrona reverencia invitando a pasar.

-Querido Saulo, tenemos la mejor mesa reservada. Usted primero, por favor.

-¿Cómo, cómo sabe mi nombre? Es imposible que…

-Sé tantas cosas…sígame. Brindemos con champán.

-¿Champán…-pregunta, sorprendido y casi dice lo que piensa-¿champán en un tugurio como éste?

El comedor privado ostenta una mesa redonda con mantel de tela y una tarima lateral. Cubren sus paredes, toscamente encaladas, unas traperas andinas, que Saulo se alegra de ver, pues aportan una nota de color a la lóbrega atmósfera. Tiene la sensación de haber retornado el pasado, a una escena congelada en esta mustia estampa. Pedro sirve el líquido rubio, un Mumm, en copas de bohemia bañadas en oro.

-No te asombres, amigo, de esta mínima concesión al lujo. Después de todo, soy un visitante ilustre, me merezco esto y mucho más. Y tú también te lo mereces, pues ya no eres quien fuiste. Saulo empieza a ver, a percibir… ¿la gran bola que gira arrastrándonos, verdad?…las falsas ilusiones…

-¿La gran bola…cómo…a qué exactamente se refiere?

-¡Lo sabes, chico! No te hagas el listo.

-¿Puedo ser sincero, hablar con usted?

-Por eso estoy aquí, demorando mi ansiado retorno al bosque. Bueno, por eso, y porque antes de que descansemos esta noche, debo repartir juguetes en tu pueblo…adónde nos llevarás…en breve.

La pregunta que a nadie osa hacer, que nadie sabe responder, aflora a sus labios.

-¿Me…me quedaré solo? ¿Me dejará mi mujer, perderé a mi hijo?

-Te preocupas, amigo, en exceso de ti mismo. Te diré que ya estás solo. Nada más sé. Dejemos los vaticinios y brindemos, además, llega la preciosa Lola, que se une a la fiesta. ¡Lola, Lola, ven aquí!

La gitana que vio vendiendo chucherías, se sienta a su lado, y le hace una carantoña a Pedro, que gimotea de placer y le lame la mano. Está mojada, y es entonces, al ver la lluvia sobre su chal, que Saulo oye los truenos de la tormenta y el aguacero que golpea el techo de Uralita. Lola acaricia su barbilla, rompe a reír, y le da un beso largo en la boca, que los demás aplauden carcajeándose.

El violín, la trompeta y el acordeón, el trío, ataca un violento pasodoble que se alarga en hechizantes disonancias, anhelo de una armonía inalcanzable, de un fin que se insinúa pero no llega. La música, subversiva, lo posee. Saulo dice “sí”, “llévame”, y sin saber qué hace, sube  a la tarima y se pone a bailar, girando lentamente como un derviche, hasta que el calor de otro cuerpo se acopla al suyo. El endiablado ritmo ralentiza y se remansa melancólicos compases.

Lola huele a hierba, a tierra recién húmeda, a pinocha, a musgo. Sus labios, rojo sangre, no están pintados, y tampoco sus grandes pestañas, ni el arco de sus cejas. La mira por primera vez, abarca su cara. La chica joven y guapa se ha ido, es una mujer madura, una máscara, un umbral. La música arranca y se precipita hacia su conclusión, pues los intérpretes no pueden más.

La fina piel, las perfectas facciones, verdean, enmohecen, una estatua cautiva en el bosque, triste belleza…

Santa Klaus y su fiel Pedro beben callados. Los músicos se han despedido y el bar está vacío. Adormecido, el patrón sintoniza una estación de radio. Afuera, el temporal ha remitido.

-La noche es nuestra-le susurra su pareja-salgamos a pasear, no temas nada, y sobre todo, no me temas a mí, soy una pobre criatura que apenas vive durante unos días y pasa el resto del año errando por cerros y barrancos.

-¿Y Papa Noel, y Pedro, qué harán?

-Alargan este momento. Dentro de poco desaparecerán también. Anda, camina, dame tu brazo. Yo me iré antes que ellos.

-¿Tú no eres una mujer, verdad? ¿No eres una persona concreta, con una identidad, como las demás? Eres…eres…

-Sigue, vas bien.

-Eres… estás en cada una de ellas, pero ya no estás, o apenas se te ve.

-Sí que estoy, en lo más profundo, aunque debo confesar que en estos tiempos me siento alejada.

-¿Cómo te puedo encontrar en mi mujer? Desde que veo cosas, desde que he empezado a apartarme, ella está tan distante.

-Saulo, ya me conoces, y debes procurar que me manifieste…

-¡La has impresionado! ¡Jawohl, mein Herr! Lola, ten cuidado con este mortal, te gusta…-interrumpe el vozarrón de Papa Noel, que ha salido a buscarlos.

-No te metas, Klaus. Sé lo que hago.

-Querido amigo. Es hora de partir ¿Dónde has guardado tu auto?

-Pues, cerca. En el terreno frente a éste, ¿por qué lo pregunta?

-Nos llevarás a tu pueblo y así el reno será tuyo.

-¿Lo promete?

-¿Desconfías del rey de los ladrones? Santa Klaus siempre honra sus tratos.

-Vale. Vayámonos, ¿dónde está Pedro?

-Viene ahora. Esperadnos.

Un viaje lentísimo. En la autovía del Norte, una plancha desplomada sobre la vía ha inutilizado uno de los carriles, dificultando aún más el abarrotado tráfico de la hora punta. Pedro y Santa entonan villancicos germanos, mientras Lola dormita y suspira. Le ha pedido, aunque no hace frío alguno en el vehículo, que ponga la calefacción.

El tan custodiado reno, ya no está a la vista, estará en el saco, conjetura Saulo preocupado. Le inquieta que se pueda romper en el bolso gigante, revuelto de baratijas y juguetes que entrechocan y se traban. Qué dirá Enriqueta si se lo trae con sus astas melladas, o la cola rota. Y le inquieta aún más, la posibilidad de que no esté, de que le hayan engañado, de estar haciéndole un favor gratis a estos dos espíritus rufianes. Pero aún más, le turba perder a Lola, pues todo su ser gravita hacia ella, y no es simple deseo. Es…entrega, sumisión.

La embotellada masa por fin se fluidifica, y es con alegría que pisa el acelerador. En quince minutos han subido cuatrocientos metros y desembocan en la planicie de la ciudad.

-¿Dónde les dejo? ¿En qué punto?

-En el solar donde se reúnen las carrozas de la cabalgata. Esta noche hay una gran feria. A Lola, la llevarás al bosquecillo de pinos.

-¿Y ella qué va a hacer allí sola?

-Te lo dirá. Es su destino.

Se detiene a una distancia prudente del mogollón. Son las bandas, murgas, reyes magos y vehículos que toman posición para conformar la cabalgata. No quiere que sus pasajeros se apeen y los vean con él. Se despiden de Lola en el mismo alemán de las canciones;  ella no baja del coche y solloza. Después, lo besan, y Pedro el Negro coloca el reno de cristal en sus manos. De repente, le da pena que se vayan. Le gustaría que se quedaran en este mundo, en el que ya no habita plenamente, y que aparecieran, como hoy, en los márgenes de la noche. Ellos, conscientes de su emoción, se vuelven para decirle adiós, y a modo de broma, Pedro se quita una bota y levanta el pie. En el mate fulgor de las farolas, Saulo ve la pata de un macho cabrío.

Lola duerme en la agradable atmósfera del BMW y no la molesta. Durante media hora vela su sueño, refugiado en el arcén, absorto, sus sentidos agudizados, y simultáneamente, ajeno al exterior, al gran barullo de procesional que por fin ha emprendido su marcha hacia el centro de la villa.

-Debemos irnos ya, Saulo. Llévame al bosque-, dice decaída.

-No, no quiero. No te volveré a ver…

-No me volverás a ver si no me llevas.

Apesadumbrado, enciende el motor, gira y regresa a la autovía. Pasa los campos sembrados y coge un maltrecho camino rural que conduce a lo alto de una loma.  La borrasca revive y agita las ramas de los altos pinos.

Su pasajera tiembla a pesar del calor.

-Me muero de frío, pronto no podrás ni tocarme con la punta de los dedos.

-Subiré la calefacción al máximo

-Gracias, Saulo. ¿Podemos sentarnos atrás? Antes de desaparecer me gustaría que me abrazaras.

-Sí… claro. Te ayudo.

A Lola le cuesta muchísimo salir del coche, enderezarse, dar unos pasos. Su cuerpo, tan ágil hace una hora, se está paralizando, y al tocarla, se asusta.

-Estás… estás helada, ¿por qué…qué está pasando?

-Lo sabes, me marcho.

-Sí, pero tengo miedo, la mitad de mi ser duda a cada instante y…

-Sentémonos.

Una vez acomodados la arropa con una manta y la abraza.

-Bésame-le pide, muy bajo.

En sus labios perdura un poco de calor, el hálito de su brevísima vida. La besa hasta que la carne se torna gélida y el dolor le quema la boca.

-Me voy ya…dormirás un rato y después…estarás bien. Vuelve aquí, a este bosque, dentro de un año. Estaremos los tres, te esperaremos. Ya eres uno de nosotros. Sácame ahora y ponme debajo de un árbol…y vete, ve en paz, Saulo.

Llorando, amargamente, levanta a Lola en brazos y se adentra entre los pinos, hasta buscar uno más guarecido, pues ha comenzado a chispar. Se resiste a abandonarla, pero ella le hace un gesto firme y esboza una última sonrisa. Retrocede, mas cuando se halla a unos metros, mira hacia atrás. Ella se ha puesto en pie, se eleva, su cuerpo se difumina. Por sus venas corre savia y sus ojos son esmeraldas. Jadeando, se arrastra hacia su automóvil, está exhausto. Cae en un profundo sueño.

La persistente vibración de una llamada, su onda sobre el pecho. Se despierta sobresaltado. Su móvil estaba en modo silencio. Había olvidado que existía. Contesta…

-¡Saulo!¡Saulo! ¡Qué sucede, Dios mío, son casi las doce de la noche! ¿Estás bien? Te he llamado diez veces…cómo me haces sufrir.

-Estoy bien Enriqueta, fui al sur a buscar el reno-responde con una piadosa mentira que nadie investigará- y lo tengo.

-¡Ay, cariño! ¡Qué bueno eres cuando quieres! Ven ya…te estamos esperando.

Arucas. Martes 18 de octubre de 2011

*

 

Jonathan Allen (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es licenciado en Filología Francesa en Cambridge (St. Catherine’s Collage, 1985) y posgrado en Queen Mary College, Universidad de Londres. Desde 1995 es profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, donde desarrolla su labor académica y dirige el Diploma de Estudios Canarios. Ha sido adjunto al Departamento de Debate y Pensamiento del Centro Atlántico de Arte Moderno y editor inglés de la revista Atlántica. También fue coordinador de Programación de la Filmoteca Canaria entre 1992 y 1995. Actualmente es el director de Moralia. Revista de Estudios Modernistas (Cabildo de Gran Canaria). Ha sido colaborador de La Provincia (1990-1998) y de Canarias 7 desde 1998. Ha publicado tres novelas y una trilogía, Arturo Rey de Erbania (Huerga & Fierro Editores, Madrid). Su cuarta novela es El sueño de Praga (Idea, Santa Cruz de Tenerife).

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Teófilo Tortolero era bibliotecario (por las tardes), carpintero (como Cristo) y poeta (como todo dios), pero se ganaba la vida regentando una ferretería que había recibido, en herencia, de un tío suyo que había muerto joven y solo, lo que siempre es triste. Recibía, además, una pequeña asignación semanal, que empleaba en la compra de diez o doce libros en rústica y que al cabo de un mes cedía a su biblioteca.

 Teófilo Tortolero la vio una tarde, en la acera de enfrente, al salir de la librería. Al principio dudó, pero muy pronto supo que era la muerte, que venía a buscarlo. Teófilo Tortolero, amigo de los libros y de los lectores, repitió para sus adentros unos versos de Borges, y luego, de boca para afuera, otros de Fernando Pessoa; Leve, leve, muito leve, Um vento muito leve passa E vai-se, sempre muito leve. E eu não sei o que penso Nem procuro sabê-lo. Bajó la cabeza —la pelona olfatea como un sabueso y, como es sabido, rastrea a su víctima por el olor (huele a muerto), pero es incapaz de reconocerlo hasta que reposa sus cuencas vacías en los ojos del condenado. Teófilo Tortolero cambió de sentido, de dirección y de calle. Sin mirar atrás dijo joder, la muerte.

Del lado de sombra, cruzó a sol, rambla arriba.

(El decorado: una plaza de azulejos, blancos y azules; bancos de mampostería, también azulejados, con imágenes antiguas; flamboyanes muy rojos. En el centro, una Ceiba, como tiene que ser.)

Desembocó en la plaza con las dudas de Orfeo (me sigue, no me sigue) y la rasposa guadaña representando el papel de la mordida Eurídice. Joder, joder, joder. Teófilo Tortolero no era un cobarde, al contrario, sus amigos —que eran pocos pero escogidos— lo tenían por hombre de arrestos.

La sangre fría. Joder.

No huía por miedo.

Como es sabido, los poetas no temen a la muerte: el peor de los males sería la muerte de la palabra.

El problema es que gustaba con fruición de la vida: las tres erres: risa, ron y rubias; las tres eses: sol, soledad y silencio. Todos los dones se estructuraban en esa oración de letras opuestas. Era amor a la vida. Si no la miras a la cara no te ve, no la mires. Amor a la vida. Viene a por otro.

Se sabe que los poetas ven más lejos.

Teófilo Tortolero había leído que la muerte posee sabuesos de penetrante olfato, y que no yerra su golpe una vez que la persecución ha sido lanzada. Caminaba cabizbajo y sediento, por el lado de sol. Se cambió a sombra.

Lo peor era que no podía mirar atrás, porque la vista se le iría directa a los ojos y entonces la pelona lo vería y no podría permanecer más tiempo disimulando. Pero la vida es un bien sagrado, y los hombres tienen reservado siempre un último derecho: defenderla cuanto puedan de la voracidad de los dioses. Da derecho a luchar, y Teófilo Tortolero era un luchador. Un luchador de puta madre. El pobre: se daba ánimos.

Lucharía.

Joder, la muerte. La ausencia matinal de signos oscuros lo había sorprendido. Ni una nube, ni una sola pared sombría. Ni talismanes. El hombre puede querer leer la muerte en la mañana de su día: pero ella misma es su único emisario. No hay otros signos. Llega y llega. Ni una puta corneja a diestra o siniestra. Llegaron los libros, joder, y no voy a poder leerlos.

Teófilo Tortolero miró el flamboyán. Irisados, el suelo y el árbol, de flores rojas. Teófilo Tortolero sabía que no podía rehuir la presencia inquietante, apenas una sombra, que lo seguía husmeando el aire y, ¿quién lo sabe?, salivando. No era lo que se dice un estoico, y ante el suicidio siempre había encontrado respuestas: risa, ron, rubias; sol, soledad, silencio. Sin embargo —las trampas de la estética son eficaces— sintió, a la vista del flamboyán florido, que aquél era un buen lugar para aguardarla. Esto es lo que se dice una traición poética, me traicionó la mirada, ella eligió, no yo.

Teófilo Tortolero se fue derecho al árbol. Percibió que el mundo era un temblor. Lo primero que hizo fue abrazarse al tronco, como queriendo entrar en contacto con los manes que lo habitaban. Luego recogió flores. Las puso alrededor, como para engañar a la muerte con el simulacro de la posesión de unas armas que ni tan siquiera era capaz de imaginar. De una ventana cercana —persianas azules— tomó prestada una velita encendida: la colocó en el centro del círculo de flores. Con una rama y su camisa blanca fabricó una antorcha de deflagración instantánea. No para luchar, sino de adorno. Sí, estaba preparando un ritual cuya estructura le dictaban el miedo y la intuición. De haber tenido sus gubias hubiese grabado una décima que sirviera de epitafio: un epitafio discreto Pero burlón nos hermana.

Preparado el marco florido, enrojecido el suelo, palpado el árbol, Teófilo Tortolero reunió las fuerzas necesarias y se dio la vuelta, con los ojos muy abiertos buscando las órbitas vacías de la mal vestida. Se la encontró aún demasiado lejos, casi al comienzo de la rambleta por la que había surcado el carpintero-poeta como el que huye del fuego. Joder, joder. Venía caminando distraídamente, envuelta en su manto negro. Miraba a ambos lados antes de cruzar la calle, bien educada. Olfateaba el aire. Qué vieja está, la condenada, y qué fea la pobre, se merece cada sátira que le han compuesto. Y cada danza. Llevaba un lazo fucsia cruzando en diagonal el pecho, ¡cómo si fuera una miss!

Teófilo Tortolero decidió jugarse el todo por el todo, le hizo un gesto con la mano, moviendo la antorcha, y decidido a vender cara la piel. ¡Come carroña, tienes hambre, ven a buscarme!

Una vieja un poco olvidadiza y un mucho pobre —tropel etílico sexagenario— le increpó desde el otro lado de la plaza:

Teofilito teofilito

 Que te vienen a buscar

Despídete de esa llama

Y prepárate a sanar.

La risa que siguió a los versos le recordó a la de una escena terrible de Muerte de Virgilio, pero prefirió reservar la fuerza de las injurias para la impaciente. La vieja, claro está, se detuvo para mirar en qué paraba todo aquello.

La muerte se acercó dando chispazos y a grandes trancos. Socarrona carroña, despídete de tu manto y de tu misión, te voy a atrapar y te voy a dejar aquí atada para siempre. En una jaulita, como un canario en carbón. ¡A ver qué Mercurio te mandan esta vez los dioses para soltarte! Cuando acabe contigo aquí no se muere nadie jamás.

El silencio que persiguió a sus palabras por toda la plaza hasta devorarlas lo estremeció. Ésta es de cuidado.

Llegada a la plaza la muerte se detuvo, se ajustó el manto negro y el crespón rosado. Se le bajó la capucha. Ni pelo tiene, la pobre. Comenzó a andar en círculo, hasta situarse de espaldas al sol. Su perfil se escribía nítidamente sobre el disco del cíclope. ¡Muy cinematográfico pelona, te descuidas y te contratan para una superproducción! ¿Te hace un video-clip con Ray Orbison?  Daba vueltas como el águila que aguza sus sentidos a la búsqueda del ángulo débil.

La muerte entra siempre por una única herida, que se recibe en el nacimiento.

Joder, joder, joder. Teófilo Tortolero no era un profeta, pero supo que la muerte que lo buscaba desde la mañana por las callejas de la ciudad le había tomado miedo. Lo estaba estudiando, como el tigre a la rata que le salta al cuello. Siempre se puede temer lo peor de un poeta, pensaba.

Teófilo Tortolero no comprendía la estrategia. La vieja tampoco. Los demás transeúntes asistían a la escena sin compasión y sin curiosidad.

La muerte es un tránsito cotidiano.

A medio trote, aunque sin derivas, la de la guadaña se fue acercando. Cuando la creyó confiada del triunfo a la primera, Teófilo Tortolero dio un salto, y fue a caer en el medio justo del arco de sombra que sobre el enlosetado azul y blanco de la plaza dibujaba la copa del flamboyán. La muerte dio un respingo hacia atrás y se le enredó el manto entre las piernas peladas: se fue al suelo. A Teófilo Tortolero le dio lástima. Caridad franciscana, hermana muerte. Con el trabajo de mierda que tienes y lo mal que te sale.

La pelona se quedó un rato en el suelo, como si se chequeara. Se le había desprendido un brazo, que había ido a caer unos metros más allá, a los pies de la vieja. Cuando se quiso dar cuenta ya iba bailando, la amiga de Anacreonte, con el brazo en la mano, haciéndolo sonar como una maraca. La oscura se incorporó, hizo balance de la situación, se llevó la otra mano hasta las cuencas vacías de los ojos y lanzó un suspiro profundo que ennegreció súbitamente el día. Ahora sí que se va a armar. Soplaba un viento inflamado, y de las nubes arreciaban marañas de insectos. Sobra decir que con aquel panorama todo el mundo se había vuelto a recoger en casa.

Las calles, desiertas. Los árboles, devorados por manadas de langostas. La vieja, fulminada por un rayo. El brazo, bajo la vieja. La manca, caminando hacia ella. Teófilo Tortolero tragó saliva. Joder, joder, joder. Se había quedado quieto durante todo ese tiempo, bajo la sombra del flamboyán, y miraba a la muerte, sin ánimo alguno, ¿vencido? Quiero volver a la sombría casa de mis antepasados. Era una frase-mural, que utilizaba para descongestionar.

Ya volvía la muerte. Ya no era manca.

Teófilo Tortolero era un hombre inteligente, sabía que la suerte lo había acompañado durante la primera embestida, pero que no podría resistir una segunda o una tercera. Para colmo, las flores que con tanta premura había reunido, se habían levantado con el viento y colgaban  ahora de los quicios de las ventanas y de las manillas de geranios de los balcones, como un centón. La desmancada estaba hecha una furia, una pura médula espinal, descerebrada. Sangre fría, coño. Le increpó. ¡Qué poco profesional!

Si movía un brazo lanzaba un rayo que dañaba las fachadas de las casas. Si movía el otro, se levantaba una ráfaga de viento y odio que entumecía las raíces de los arbustos y las alas de los pájaros.

Teófilo Tortolero pensó que ahora era mejor dejarse morir sin enfadarla mucho, sobre todo porque no quería ni ver la cara del alcalde y de sus vecinos cuando tomaran la medida del dislate que había provocado. Pero la guadañesca no estaba ya por la labor, ahora quería jugar con el ratón que la había castigado: dos, tres, cuatro veces amagó el golpe de gracia. Pero no se decidía a darlo. Ahora quería todo el miedo concentrado en el rostro. A ser posible, la plegaria. La súplica. Como Asterión.

Teófilo Tortolero quiso darle gusto y coba, así que comenzó a dar tímidos saltitos, como si un monito o un gordinflón le estuvieran tirando chinas. Él lo hacía de buena fe, pero la muerte estaba cada vez más irritada. Estuvo a punto, incluso, de acabar de una vez con toda la pantomima de un sólo tajo, pero el hilo de lino de la venganza, y un deseo ventral de violencia permitieron que la juerga continuase un poco más. Se perseguían, los dos, alrededor del tronco del flamboyán, entre chispas y lenguas de fuego, quebrantando insectos. Como una pareja mal avenida. A cada gesto de la pelona, un saltito. ¡Daban más vueltas que un carrusel!

Teófilo Tortolero invocó la etimología de su nombre, pero sin resultado. Ése es el problema contigo, pides que creamos en ti cuando no haces falta, pero cuando te necesitamos siempre tienes algo mejor que hacer.

Utilizó poemas sagrados como conjuro, pero la muerte, si los conocía, los recitaba con él. (Leía poco, pero bien, sobre todo en alta voz). El timbre era el de un aire que no viene de este mundo: las palabras ardían y se contorsionaban en su boca. Teófilo Tortolero sabía que la muerte era un ser de tierra y fuego: las tres des: dolor, destrucción y dinamismo; las tres pes: pasión, pudrición y puaj. Blindada por una gracia de dios que los hombres no aciertan a comprender.

Pero cara a cara, hay que decirlo, perdía empaque. No podía evitarlo, le parecía un ser inferior y abnegado: un mal policía. Un soldado. Peor: un mercenario.

Teófilo Tortolero trató de discutir: yo siempre he creído en ti, toda mi poesía te ha sido dedicada como una suerte de oda, has sido mi musa y el centro de mi pensamiento. Saltitos y saltitos. No servía. Trató de negociar: Traspaso la ferretería, dejo lo de carpintero, ni vuelvo por la biblioteca, me dedico el resto de la vida a cantarte. Confiesa que necesitas un remozado. Tu look deja mucho que desear. El rosa y el negro te convierte en un black-jacket, pero no en la terrible. Pareces una drag-queen. Cambia tu guadaña por una buena mágnum. Dejaré la lírica. Me pasaré a la épica. Haré de ti un verdadero cow-boy. Saltitos y saltitos. Tampoco. Trató de confundir: La muerte en el siglo XX tiene rostro de varón, la liberación de la mujer es un hecho. Necesitas un cambio de sexo y un padrino. Saltitos y saltitos. Menos. Trató de sembrar dudas: No te mereces este trabajo. Nadie puede quererte con esa facha que llevas y esas ojeras. Los mismos dioses deben estar ahora riéndose de ti. Si desaparecieras de pronto, tardarían tres años en darse cuenta. Te ofrezco vacacionas pagadas. ¿Te gustaría trabajar de bibliotecaria? Tengo un amigo en el ayuntamiento que tal vez… Nada.

Teófilo Tortolero intercambió unas palabras con un cartero que pasaba: me podrías haber dicho que llegaba la calva. Hay mucho trabajo ahora, con lo de la nueva contratación, los que llegan nuevos no saben nada más que de ordenadores. Teófilo Tortolero había escrito varios libelos a propósito, dirigidos al alcalde y a los directores del proyecto. Después quisieron comprarlo con remesas enteras de libros para la biblioteca, nuevos salones, ayudantes, subidas impropias de la nómina mensual. ¿Seguro que no quieres un cantar de gesta en octavas?

La muerte se detuvo para reposar un poco, se asfixiaba con aquellos calores. Es que tú no eres de aquí, tú eres de más al norte. Por aquí la muerte va en cueros y dispara con cerbatana. Sudaba bajo el mantón negro, con aquel sol. De la guadaña hizo bastón, del flamboyán cayado. Con el brazo que acababa de recolocarse se secó la frente. Con la palma de la mano, el mentón. ¿Pero tú, qué coño sudas?  Como si hubiese querido sorprenderlo a traición la muerte volteó sobre sí misma la guadaña una sola vez y la lanzó ávida sobre el bibliotecario. Pero Teófilo Tortolero era conocido en el pueblo por dos cosas:

Sus reflejos felinos.

Sus ojos verdes.

Teófilo Tortolero, de un salto, trepó a lo alto de una rama baja del flamboyán. La pelona continuó su estocada sin saber realmente tramitar su inercia, y al hallar aire donde había adivinado un cuerpo tierno volvió a rodar —y van dos— por el suelo. Allí estaba, inmóvil y hastiada. Se decía a sí misma: cada día estoy más lenta. Y para redondear: cada día inspiro menos respeto. Teófilo Tortolero no era un hombre de mal carácter, al contrario, porque confiaba en su suerte y en la posibilidad, era cordial y afable, y tenía un trato fácil y honesto con las mujeres. Necesitas vacaciones, tres o cuatro días de asueto. La muerte estaba cansada y casi divertida. Sentía que le llegaba la flojera y la risa fácil. Hasta los cojones me tienes. Le dijo. Tú eres una negada, mira que coger el puesto ese, los dioses te pegaron una estafada. Pero ahora trabajo por cuenta propia. Eso es lo peor de lo peor. Sintió que sollozaba. La pobre, está desequilibrada. Se descompuso definitivamente.

Teófilo Tortolero saltó de la rama como un lince. Ése era el momento que había esperado toda la tarde. Cayó sobre ella con rapidez y limpieza, y de un golpe seco le descuajeringó todos los huesos. Quedó hecha un manojo, sin poder rehacerse. Desde el suelo, más allá de la sombra del flamboyán, justo donde había terminado de rodar, de medio lado, lo miraba entre sollozos el cráneo. Antes de que pudiera reaccionar, llamar a algún oscuro emisario, abrir las puertas del infierno, Teófilo Tortolero, el vencedor de la muerte, rescató el manto negro, lo desplegó sobre el suelo, recopiló los huesos y, con ayuda de la cinta fucsia, hizo un paquete muy apretado y se lo echó al hombro. A quien le preguntaba le decía que eran libros muy viejos que llevaba a la biblioteca para catalogar. Otra herencia.

Teófilo Tortolero volvió a la ferretería, y en una jaula para animales que le habían encargado, guardó cuidadosamente el envoltorio negro con su contenido.

Teófilo Tortolero, bibliotecario, carpintero y poeta, como le gustaba decir, encadenó a la muerte.

Teófilo Tortolero: bibliotecario, carpintero, poeta, y ahora también: vencedor de la muerte. Joder, joder, joder. Apagó la luz de la tienda. Salió a la calle. Hacía un solecito agradable. La luz naranja se pegaba al suelo y a las paredes blancas. Teófilo Tortolero comenzó a andar calle arriba, por el lado del sol. Silbaba caminito de la risa suave, del ron sabroso y de su rubia de siempre. Y ahora, si quieren los dioses, que me den piedra.

*

Alejandro Krawietz (Tenerife, 1970) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. Fue Secretario de Redacción de Paradiso, pliego de literatura. Fue profesor de literatura en la Universidad de la Bretaña Occidental, en Francia, entre 1997 y 2001. Ha desarrollado una continuada labor como crítico literario y de arte en diversas publicaciones nacionales y extranjeras (Ínsula, Quimera, Revista Atlántica, Amadís…) Con Francisco León publicó la antología La otra joven poesía española (Igitur, Barcelona, 2004). Ha preparado la antología La realidad entera de Ángel Crespo (Galaxia Gutenberg /Círculo de Lectores, Barcelona, 2005). Organizó y preparó la edición facsimilar de la revista de la vanguardia canaria La Rosa de los Vientos. Ha publicado los siguientes libros de poesía: La mirada y las támaras, Memoria de la luz (Premio Pedro García Cabrera) y En la orilla del aire (Premio Emeterio Gutiérrez Albelo). En colaboración con artistas, el libro Casa del aire (con el fotógrafo Augusto Alves da Silva) y la carpeta Diálogos de la necesidad (con Andrés Rábago). En el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife organizó la serie de lecturas poéticas “La otra joven poesía española”.

Salamandra y abismo | Sergio Barreto

Publicado: 11 octubre, 2011 en Relatos

 I

 Con la saboneta dorada entre sus manos le dijo las últimas palabras a Emilia, su mujer. Tenía los labios cuarteados, su único ojo gris y el cuerpo lleno de cosas nostálgicas y nunca dichas sobre el sofá de la salita de estar. El viejo Marcelo Cipe intuyó, tras aquellas palabras, que el fin estaba muy cerca. Después de un silencio ahogado, que aprovechó para limpiar la superficie de su parche, bajó la cabeza y contempló el pequeño rostro de una niña, de pelo crespo y piel oscura, impreso en la fotografía de aquel artilugio de oro, Este no lo hice yo, se dijo para sí, recordando los tiempos en que trabajó como relojero de su pueblo, justo después de la tiranía de Teodoro Metoquites VIII, último vástago de los Prohibidores del Tiempo.

            Tras el derrocamiento del rocambolesco tirano se implantó el poder del pueblo y, en menos de un año, se convocó en toda la región un consejo de ancianos para acordar la creación de relojes. A falta de hombres apañados que supieran manejar minuciosos tinglados, pues los habitantes de la zona eran en su mayoría jornaleros en las cepedas, el nuevo alcalde, un hombre bajito y patizambo llamado por todos Carcalatierra, nombró a Marcelo Cipe relojero oficial del pequeño Paymago. Fue así como se inició su extraña e incomprensible obsesión. El primer encargo, por evidente presión popular, fue el de concebir un reloj con números romanos para la iglesia gótica a la cual le habían robado los santos de yeso y las campanas de bronce. Luego colmaron de relojes el cementerio de guaguas y varios de los palacetes. También se colgaron cucos en las salas de fiesta antes censuradas y en el Cine Trópico, el cual fue utilizado durante años como Ministerio de Tortura.

            Paymago era un conjunto de calcáreas casas blancas dispuestas en torno a una vieja estación de esqueléticas guaguas en desuso. Se encontraba cercado por una pequeña cordillera pelada y fría en la que, según se decía, hubieron de vivir dragones durante los siglos anteriores a los apellidos. Por el sur se encontraba rodeado de páramos resecos y de manglares de malas hierbas en los que habitaban caimanes gigantes y hadas de lodo. Al oeste se extendían algunas vegas desperdigadas, destinadas a la siembra del maíz y también utilizadas por las putas para enterrar niños no deseados en cajitas de zapatos. A las afueras, por el norte, se erigía una antigua torre de telégrafos luego transformada en el temible Faro de los Fusilamientos, ya que desde allí se arrojaba a los disidentes para que cayeran sobre los campos de zarzales.

            Marcelo Cipe era hijo de una mujer maldita, Púrpura, la cual había llegado décadas atrás de una región lejana con un cántaro lleno de trigo, una caja de puros y preñada, insólitamente, tras varias décadas de vida errabunda. Al parecer fue condenada, por la madame de un burdel en el que trabajaba y en el que estaba prohibido quedar encinta, a décadas de embarazo, falsas contracciones y desangramientos constantes. Tal estado la condujo a un desfallecimiento perpetuo que la mujer remedió desarrollando métodos que le permitieran evadirse de sí misma. Aprendió, por ejemplo, a escapar de su cuerpo y caminar sonámbula durante días; estado que provocaba que la mujer apareciera en lugares extraños totalmente desnuda o con objetos sustraídos de los trasteros comunitarios.

            Fue al año de llegar al pueblo cuando Púrpura tuvo a Marcelo Cipe, un niño blanquecino y regordete que nació por el susto que le provocó a su madre un mal sueño de lobos fantasmales, signo inequívoco de que la maldición de la madame había llegado a su fin. A Marcelo Cipe se le pusieron con el tiempo manos de agricultor que cuida flores, pies robustos, espalda ancha y cara tristona, con barba áspera y cobriza. Siempre vestía ropajes ocres de trabajador y su parche de raso negro le hacía parecer jefe de bandoleros. Sin embargo, tras dicho retazo de tela se ocultaba la cicatriz del suceso más doloroso de su vida, cuando un delirio de serpientes se le hizo realidad.

            Su historia entre todas las gentes del pueblo fue bien conocida y recorrió el continente porque, a raíz de su nombramiento, se embebió de tal manera en el trabajo de relojero que casi no comía, se acostaba cuando desperezaban sus gaznates los gallos del alba o pasaba semanas de ayuno hasta caer rendido sobre la mesa del  taller, instalado en el sótano de su casa, la cual compartía con su esposa y sus dos hijos, Octavio y Mario.

            Entre aquellas paredes hinchadas por la humedad Marcelo Cipe trataba de comprender el funcionamiento del tiempo. Pero no sólo centraba sus estudios en la mecánica de los relojes, sino que además trataba de aunar dichos conocimientos con la idea de que el tiempo debía permanecer recluido en alguna parte. Como buen estudioso creyó que su misión era sincronizar con dicho lugar los engranajes mecánicos que concebía por encargo. Incluso llegó a elucubrar, mediante disertaciones filosóficas, que el orden del universo provenía de cierto genio maligno que denominó Escribano Incansable.

            ―¿No crees que estás metiéndote en asuntos de brujería?

            ―No, mujer, lo que yo hago es ciencia.

            Sus manos y su único ojo conocían muy bien el arte de las cosas mínimas, ya que durante la época del tirano había trabajado como jardinero de orquídeas para aristócratas y ministros. Así sus manos se tornaron diestras para tratar con seres débiles, contrastando poderosamente con su apariencia de bruto. Era capaz, entre otras muchas cosas, de dar de comer a los diminutos hipocampos que los niños ricos coleccionaban en sus peceras. Por el contrario las manos de Marcelo Cipe se mostraban torpes para actos como la caricia o comer en público con cubiertos, Eres un hombre hecho para los órdenes pequeños del mundo, le dijeron sus amos cuando con veintitrés años no pudo entender el sistema de gobierno del alabado déspota y preguntó por qué el caudillo tenía que acostarse cada noche con una mujer. 

            Sólo cuando pasó a ser relojero oficial del pueblo pudo entonces desarrollar sus habilidades por cuenta propia. Centró todos sus actos en afinar cada creación hasta sincronizar mecanismos con el transcurrir de las estaciones, con los latidos del corazón o con el paso migratorio de los patos. Incluso durante el sueño continuaba elucubrando ritmos a los que acoplar unas manecillas. Sus obsesiones eran tan desconcertantes como para obligar a preguntarse a los habitantes cuál era la causa de tanta solemnidad. Una noche hasta Emilia dudó de sus cabales cuando su marido despertó de un sobresalto con el firme propósito de crear un reloj de azúcar.

            ―¿Ahora a dónde vas, no ves que son las tres de la madrugada?

            ―Es que si pueden ser de arena también pueden ser de azúcar, ¿no?

            ―¿Ya te volviste loco?

            ―No es eso, mujer, no es eso… Yo sólo quiero manejar bien el tinglado.

II

Un día te vas a comer un sapo, le decía Púrpura a su hijo si éste pronunciaba palabras que a ella le parecían malsonantes como zapato, cabrón, muerto, reloj, almohada, pollabobas o paraguas. Para cada uno de esos términos nuestra sonámbula había inventado un eufemismo que ella consideraba menos grave. Así, por ejemplo, a los zapatos, en aquella casa, había que llamarlos bambuchos; a los cabrones, molongeros; a los muertos, berenjenas; a los relojes, salamandras; a las almohadas, plumas; a los pollabobas, sacapuntas; a los paraguas, etcéteras. Términos que, por otra parte, causaron una notable confusión en Marcelo Cipe cuando aprendía las palabras en la escuela.

            Una tarde tibia en la que los ancianos contaban sus verrugas, Marcelo Cipe, expulsado de la clase de lectura por motivos evidentes, se detuvo en la Plaza de la Concordia. Fue allí donde descubrió de manera especial a la negra María Goretti. 

            Macelo Cipe ascendió las escaleras de la entrada principal. Fue a un banco de piedra negra y comenzó a insultar a las niñas que allí se reunían entre piruetas y risotadas. La pequeña y delicada María Goretti, de inmensos ojos negros y cabellos crespos que, junto a su nariz chata, recordaban a sus antepasados antillanos, se acercó a él y le dijo que ella y sus amigas estaban jugando al limituelo y que él se encontraba, según los delirios del juego inventado aquella misma tarde, pendiente de un abismo del cual era imperioso rescatarlo. Marcelo Cipe, con su carácter de chiquillo indomable, optó desafiante por no moverse del abismo. Cayeron los dos y María Goretti perdió la partida. Luego, él, satisfecho por haber arruinado aquel juego, dejó la pequeña multitud de niñas y fue solitario a recolectar los suntuosos caracoles que se encaramaban en las cancelas del cementerio.

            En todo el trayecto no pudo quitarse de la mente la linda cara de María Goretti. Así, durante el camino de vuelta, decidió tornar hasta los bancos de la plaza con la intención de caer otra vez por el abismo imaginario. Deseaba sentir aquel mareo extraño que jamás fue capaz de explicar, ni siquiera cuando, muchos años después, pidió la mano de su mujer entre lágrimas y sonrisas nerviosas.

III

Semanas después del abismo, una mañana turbia de febrero, se expandió un rumor inquietante: el ministro que hubo de adoptar su nombre del teólogo, filósofo y magnate Teodoro Metoquites, figura sobresaliente del último renacimiento bizantino, había ascendido al poder con la ayuda de los Ejércitos del Norte, bárbaros        con tatuajes y vestimentas de piel de lobo. Según las noticias que llegaron a Paymago por aquel entonces, el déspota logró imponer su disparatado régimen tras guillotinar todos los miembros de los miembros del gobierno.

            ―Ése no dura mucho, sólo hay que verle los ojos de acojonado que tiene cuando habla ―se comentó durante los primeros días, cuando sus excentricidades y aberraciones no habían salido aún a la luz pública. Lo que nadie sospechaba era que, durante la primera semana de mandato, aquel hombre de andar desgarbado, escasa estatura y pelo teñido de negro cimentaría su férreo puño a través del terror y la represión absoluta. Por ejemplo, ordenó a más de quinientos escuadrones de fusileros que recorrieran el país en busca de relojes (los odiaba, al igual que los odiaron sus trece abuelos y sus once tatarabuelos) y mujeres bellas, entre los quince y veintinueve años, que serían empleadas para saciar todas sus noches de lujuría hasta la muerte.   

            Durante una noche en la que los partidarios del tirano celebraban con tiros al aire y litros de alcohol los primeros cien días de mandato, ocurrió un suceso extraño en casa de Púrpura, acontecimiento que marcaría, poco después, la vida de Marcelo Cipe. Éste sorprendió a su madre en mitad de uno de sus trances sonámbulos. Acuclillada en un rincón, con un ramo de siemprevivas medio comidas y el pelo desatado como una cascada blanquecina, la mujer señaló el aire con el dedo índice:

            ―Vengo de casa de la niña que recordarás antes del final. La he salvado, la he salvado― dijo la mujer una y otra vez hasta que Marcelo Cipe la condujo a su alcoba sin despertarla.

            El día siguiente amaneció con dos disparos de advertencia. Los escuadrones de fusileros se habían adentrado en Paymago para cumplir las órdenes del tirano. A gritos informaron que todos los habitantes se quedaran en sus casas, que nadie se moviese excepto las mujeres entre quince y veintinueve años, quienes debían vestirse de gala y salir a esperar bajo los umbrales de las puertas principales de sus hogares, ya que serían reclutadas hasta los inmensos y lejanos harenes de concentración. Muchos años después, el viejo matarife Rufino Muñí recordaría que nunca había oído tantos gritos y lamentos como los de aquella mañana. Incluso varias mujeres hicieron aberraciones con sus cuerpos para que los fusileros las rechazaran.

            ―Aquello fue peor que un año sin salir del matadero.

            Púrpura se puso muy nerviosa. Sabía que de entre los objetos que robaba durante sus trances había alguno de los prohibidos por el régimen. Quieta frente al espejo rectangular del cuarto de baño donde le sorprendió la orden, la mujer miró sus ojos y cerró el grifo como si jugara al escondite inglés. Estoy perdida, se dijo.

            En el momento en que los fusileros entraron en su casa recordó que tenía una saboneta bajo la almohada. Sabía que la condena por tal infracción era la muerte, por lo que la mujer trató de despistar a los dos adolescentes mozos fusileros con todo tipo de ambigüedades y acertijos. No obstante sabía que, tarde o temprano, revisarían la casa y encontrarían el objeto prohibido que ocultaba bajo su almohadón.

            ―¿Qué ojitos se guardan la tristeza cuando el silencio es perro centinela y la soledad cama de lámpara apagada? ―preguntó Púrpura para, de algún modo, llegar al corazón de aquellos dos muchachos.

            ―Y yo que sé ―respondieron al unísono.

            ―Nadie, muchachitos, nadie es la respuesta ―insistió Púrpura con voz temblorosa.

            ―Un respeto, que no somos muchachitos. Somos fusileros con honores… ―dijo con solemnidad el más regordete de ellos.

            ―Y berenjenas, demasiadas berenjenas en los ojos ―susurró Púrpura.

            Había nubes grises y olía a carne quemada y a pescado frito. Aquel día, mientras la saboneta marcaba las siete y media, con el alba aún sin desangrarse sobre la región, Púrpura cometió el error de preguntar, sin querer, qué hora era. Los fusileros, arrogantes, con su poder para impartir justicia, le pusieron a la mujer la boca de la carabina en el oído izquierdo. Marcelo Cipe, oculto en uno de los baúles que había robado de algún desván su madre, acertó a oír: La salamandra está bajo mi pluma, luego, entre risas y comentarios como, Esta vieja puta está chiflada, repiqueteó un estruendo que recorrió cada estancia. Un resplandor blanquecino inundó el baño y el comedor. El olor de la pólvora, las risas y varios disparos más en las casas de al lado se extendieron como el odio entre los perros. Púrpura cayó al suelo con la cabeza desarmada y luego su cuerpo se desvaneció como les ocurre a todas las mujeres que fueron prostitutas alguna vez. El niño Marcelo salió del baúl, corrió desde su cuarto hasta las escaleras, las ascendió, se le hicieron eternas, vio de refilón las armas y los uniformes de los fusileros, oyó sus voces y, al punto, acertó a escabullirse y meter la mano bajo la almohada que aún olía a sueño y saliva y estaba caliente.

            Agarró la saboneta, cuya localización le había chivado su madre entre eufemismos, y antes que los jóvenes fusileros entraran en el cuarto, éste la hizo desaparecer.

            El pequeño pasó el día dentro del armario, entre un largo abrigo de lana violeta y una chaqueta blanca, con manchas rojas de tarta de frambuesa, que un hombre desconocido con bigote, ocho dedos y monóculo en el ojo izquierdo hubo de olvidarse hacía años después de llegar sobre una bicicleta, tocar exhausto la puerta y decirle a Púrpura que tenía noticias de la madame que la condenó.

            Acurrucado, con un gran dolor de estómago y tembloroso en el frío rincón del más grande cajón del armario, entre venenosos ciempiés amarillos de la ceguera y cucarachas muertas, recordó la cara de aquel hombre con su chaqueta manchada de frambuesa. Luego cerró los ojos y soñó que una serpiente ascendía por sus pies hasta rodearle el cuello y morderle la retina del ojo izquierdo. Despertó dolorido y con una nube de llanto velando todo lo que se encontraba a la izquierda. A continuación tuvo la certeza de que había tenido un sueño de los que se cumplen y, aunque los contornos de las cosas se desvanecían cada vez más tras la nube, sintió una confusa alegría. Luego el sufrimiento insoportable lo condujo a pensar en Púrpura. Poco a poco, al ritmo creciente del espesor de la nube, cayó la noche en Paymago y el niño Marcelo volvió a los sueños

            Al despertar le dolía un poco menos el estómago. En el tejado una lechuza blanca graznaba señalando el lugar de una muerte reciente. A su vez, el viento atravesaba las persianas y traía el gorjeo de cientos de lechuzas posadas en los cientos de tejados. Cada una señalando el enclave de una muerte. Medio siglo después aquel centenar de hogares sería renombrado, gracias a la ley de memoria histórica, como Casas de Las Lechuzas, segundo nombre de Paymago.

            Batían los cristales y casi todas las puertas se encontraban cerradas por la corriente. Marcelo Cipe empujó las alas de nogal del armario, salió temeroso y esperó descubrir a su madre sumida en cualquier tarea. Quiso verla en tanto preparaba su baño diario e incluso escuchar sus gritos porque Este niño cada vez dice más palabrotas. Con todas sus fuerzas deseó que apareciera en el umbral de la puerta y le preguntara dónde se había metido y que no durmiera en los armarios porque ahí las pesadillas se hacen verdad. Pero el pequeño sólo encontró, junto al lavabo, un enorme charco carmesí. Con los ojos cerrados fuertemente se dijo para sí que era sirope de frambuesa, ¡Mamá ha hecho tarta!, pensó por unos instantes, mientras un borbotón gelatinoso descendía de su ojo ya ciego para el resto de su vida.

IV

Décadas después de que el niño fuera reclutado para trabajar en los palacetes victorianos de las afueras, Teodoro Metoquites VIII fue asesinado por un sirviente insatisfecho.

            Al poco, tras constituirse el nuevo gobierno popular, Marcelo Cipe fue nombrado relojero oficial de Paymago, La verdad es que los cachivaches escurridizos se me dan bien, dijo la tarde de su nombramiento en la Plaza de la Concordia, en el lugar exacto donde, años atrás, una niña había dibujado, con tiza, el número quince para señalar la presencia de cierto abismo imaginario. 

            A partir de su nombramiento comenzó a manuscribir, con tesón obsesivo, unos cuadernos plagados de errores en los que trataba de establecer la figura concreta y abstracta del tiempo. Para justificar sus tesis referentes al movimiento de los planetas o a la ingeniería de los engranajes, hubo de inventarse, el mismo día del nacimiento de Octavio, su hijo mayor, a Ismael Morueco, un sabio toledano que había efectuado innumerables traducciones del árabe al latín. Entre los descubrimientos del ilustre se hallaban, por ejemplo, diversas fórmulas, con planos adjuntos, que lograban poner en conjunción perfecta la traslación del planeta y un insólito reloj universal. La fijación por llevar a la práctica dicho experimento condujo a Marcelo Cipe a sus años de aislamiento; fijación que, por otra parte, escondía una intención última y diáfana que éste nunca diría por temor a que lo llamaran loco.

            Una noche, con al menos ya cien cuadernos escritos de su puño y letra, creyó haber concluido todos los preparativos y dispuso los engranajes grasientos, que debían de ser activados con una fórmula mágica inspirada en sonetos anónimos italianos, en el muro de la azotea de su casa. Quieto y expectante, vestido de domingo, cuello de percal y corbata azul añil, Marcelo Cipe volvió a sentir euforia. La luna estaba totalmente llena. Esto, según Ismael Morueco o, lo que es lo mismo, Marcelo Cipe, significaba que era el momento propicio para iniciar el experimento.

             A su vez, en la alcoba de su casa, su mujer Emilia daba a luz a su benjamín Mario, acontecimiento que nuestro relojero había olvidado por completo.

            Tras recitar la fórmula mágica, Marcelo Cipe contempló los engranajes con absoluta entrega. Después de dos horas lo único que ocurrió fue que las nubes de altitud se mezclaron con las del horizonte y se crearon cúmulos extraños que, después de varios relampagueos metálicos, reventaron en una lluvia azufrada y de color negro, una lluvia que embadurnó Las Casas de Las Lechuzas y las vegas cercanas como si de brea se tratase. Marcelo Cipe llegó a creer que había descubierto petróleo en los celajes.

            A la mañana siguiente, los vecinos comprobaron que todo estaba manchado de un negro abismal e imposible de desteñir como una sombra gigantesca.

            Durante varios años no lograron limpiar la lluvia ni con las soluciones más insólitas, como la de rociar las angostas y terrosas calles con zumo de limón desde una avioneta de fumigación o la que se le ocurrió a Ramón Torres, el panadero, que consistía en pintar las cosas encima de las sombras con laca de bombilla. Marcelo Cipe nunca tuvo valor para atribuir dicho fenómeno a su responsabilidad. Simplemente envejeció sobremanera hasta terminar adoptando las costumbres de la tristeza; no mudarse nunca la ropa, abandonar el pijama para siempre, no lavar sus manos antes de comer y mirar el techo durante horas.

            El miedo, que lo mantuvo en silencio tras el fenómeno de sombras y la derrota implacable en la que se sumió, sobre todo cuando al menos diez habitantes se suicidaron en un mes afectados por la nostalgia y la desesperación que dejó tras de sí aquella lluvia, llevaron a Marcelo Cipe a caer presa del abandono y del olvido de sí mismo.

 

V

Emilia había abierto todas las ventanas para que entrara el sol. Aún quedaban algunas viejas sombras desperdigadas por el suelo y el fantasma del mulato Mauricio Barouso, uno de los asesinados en su hogar por los fusileros al resistirse a que se llevaran a su hija, continuaba tañendo su violín perdido en algún cajón de la abandonada casa de al lado. Marcelo Cipe estaba derrumbado en su sillón con barba de tres días y ojo perdido. Hacía ya un mes que junto a su hijo mayor había quitado el cartel hecho a mano que ponía Se reparan relojes y que se encontraba, descolorido por el sol, sobre el dintel de la puerta del taller.

            El viejo Marcelo Cipe había perdido gran parte de las vista y del pulso de hacía dos años a esta parte. Terminó por no distinguir los números de las esferas de los relojes. Además cada vez le era más costoso engarzar cualquier engranaje con fundamento. Desilusionado, poco a poco, se deshizo (arrojándolos al fuego) de los cuadernos en los que tenía apuntadas sus reflexiones y conclusiones sobre el tiempo y el hombre.

            Una mañana descubrió que también había olvidado la aritmética. Fue al tratar de contabilizar los cuadernos que había cremado sin lograr poner en pie más de dos; el primero y el último. Sabía que tenía al menos cien y que sin duda los había quemado todos, mas era incapaz de rememorar el número exacto de libretas arrojadas al fuego.

            Ahora, después de una intensa náusea, nuestro relojero vomitó una saboneta. Por la posición de las negras agujas observó que el artilugio se había detenido a las siete y treinta y tres de la mañana. En su tapa aparecía la cenicienta  foto de una niña delicada de ojos negros y pelo crespo con quien, una vez, él había deseado caer por un abismo. Marcelo Cipe no se sorprendió, empuñó con fuerza el reloj, llamó a su mujer con un balbuceo y le pidió que le acercara la oreja para decirle unas palabras muy tristes que ella jamás comprendería.

            Luego clavó su vista en el reloj dorado. Marcelo Cipe ya no recordaba que se lo hubo de tragar después de que los mozos fusileros dispararan a su madre. Tampoco sabía que ambos mozos se quitaron la vida, enloquecidos y a la de tres, al verse retintos en medio de la tempestad de sombras, en tanto disparaban a las liebres sólo para reírse.

*

Sergio Barreto Hernández (Tenerife, 1984) colabora habitualmente en la prensa canaria («2.C. Revista de Ciencia y Cultura» de La Opinión de Tenerife; Cuadernos del Ateneo; «El Perseguidor», suplemento de cultura de Diario de Avisos; La Gatera). Ha escrito los libros de poemas: La luz trashumante, Nictografías, Apuntes para un eclipse y Los centinelas (Ediciones Idea, 2011) y el de relatos Me trajo la arena.

Foto: Mónica Mederos

En aquellas fechas, yo no debía estar en Florencia. Pero la fatalidad y la incompetencia de la empleada de mi agencia de viajes se confabularon para colocarme en medio de la vía Panzani en el momento preciso en que Ondřej Zrádný doblaba la esquina de Banchi, a unos pocos metros de mi incredulidad.

Era él. Lo reconocí inmediatamente. La vejez lo hacía bastante menos intimidatorio que cuando exhibía su uniforme de soldado ruso por las calles de Josefov. Sí, había pasado mucho tiempo, un tiempo que no se contaba en horas ni en minutos, sino en perseguidos, exiliados y muertos.

Me dirigí a su encuentro de modo impulsivo, sin detenerme un instante a pensar en las consecuencias de aquel acto. Si el destino, o lo que quiera que mueva los hilos de la existencia humana, había propiciado aquel encuentro, ¿quién era yo para contrariarlo?

Me detuve ante él, confiando en que siguiera conservando sus oscuros hábitos de antaño. “¿Tiene fuego?”, pregunté. Me respondió que no fumaba. “Yo tampoco”, repuse, intentando disimular las  nauseas que comenzaba a sentir. Zrádný me dedicó una sonrisa mezquina, que no me era desconocida.

Lo seguí desconcertado. No era su estilo fiarse de nadie y menos aún de un extraño que hablaba italiano con indudable acento checo. Quizá fuera porque nunca había podido resistirse a un hombre más joven, o porque en su retiro florentino había cometido el error de sentirse a salvo de miradas condenatorias, de dedos acusadores y de la forza del destino.

Me condujo hasta un hotel barato situado en la vía del Giglio. Fingí secarme el sudor de la cara para esconder mi rostro de la mirada imprudente del conserje. Zrádný se adelantó.

Ya había tomado la decisión cuando recorrí el pasillo estrecho, insuficientemente iluminado que desembocaba en la habitación del antiguo teniente. Empujé la puerta. Junto a la cama me esperaba de pie la patética figura desnuda del torturador.

Me coloqué tras él, deshice sin prisas el nudo de mi corbata  y con un movimiento rápido, la enrollé alrededor de su cuello. Apreté con fuerza, y mientras un espejo turbio me devolvía su rostro descompuesto por el dolor y la impotencia, le susurraba al oído nombres que seguramente ni siquiera recordaba: Viktor, Franz, Esther… Padre, hermano, esposa.

Tarde o temprano, el destino acabaría por cercarme también a mí; pero esa mañana, el sol iluminaba Santa María Novella cuando tomé el tren de regreso a Praga.

*

Angélica González Gopar nace en Gran Canaria en 1964. A los 17 años se traslada a Barcelona y un año más tarde a Madrid, donde cursa Ciencias Políticas y Sociología, estudios que compagina con los de Arte. Colabora como articulista e ilustradora en varias revistas de arte, música y cine. De vuelta en las Islas, unos quince años más tarde, cursa un Máster de Periodismo que le permite acceder como becaria a los Servicios Informativos de Televisión Española en Canarias, dónde conoce a Dolores Campos Herrero, que le ofrece la oportunidad de publicar algunos de sus relatos en el volumen colectivo Generación XXI. También ha publicado en Los Relatos del Taller, otro volumen colectivo en el que participan compañeros del taller de literatura del Ámbito Cultural de El Corte Inglés. Como ilustradora, su trabajo más reciente es Remedios Tradicionales Canarios.

La Caída | Miguel Pérez Alvarado

Publicado: 16 septiembre, 2011 en Relatos


A Ariana,

en Santa Brígida


En el caso de nuestras islas, a través del océano llegaron los europeos,

los conquistadores, los piratas. En una palabra, la Historia; y con ella la Caída.

José Carlos Cataño,

en La escritura del tránsito

[I. El palmeral]

Jadeaba el caballo cuando desmontaron el cuerpo. Sangraba mucho. Por uno de los costados, sobre todo, y por la pierna. Lo habían cubierto con mantas que estaban ya empapadas porque nadie las cambió durante el camino. En medio de la oscuridad, descendieron el cuerpo entre tres y lo llevaron a trompicones urgentes sobre las losas que marcaban el camino desde el establo hasta la casa. Los demás dejaron caer sus cosas y siguieron el reguero rojo sobre el suelo después, o formaron corros para quejarse y lamentar la dureza del trayecto y hablar de sus casas ocupadas en la costa. Eran todos hombres que habían seguido el ritmo del caballo sin pensar en el descanso. Pero ya llegaba el resto de la ciudad. Subían desde el palmeral que ocupaba el cauce del barranco las mujeres y los niños, los viejos y otros muchos hombres que prefirieron caminar junto a sus familias. Pronto dejaron de oírse los grillos. En lo alto de la loma en la que se alzaba la casa, se iban amontonando los recién llegados y el ruido crecía.

Atravesaron las huertas y rodearon la casa hasta llegar a una pequeña verja que daba a un amplio patio. Uno de ellos gritó muy fuerte y las luces comenzaron a iluminar, desde el piso alto, los alrededores. Una muchacha mal vestida apareció frente al grupo y abrió. Era baja y tenía la piel tiznada, y unos ojos que brillaban temblorosos. Se quedó quieta sin saber qué hacer.

–¿Dónde están los señores? ¡Tus señores! –Siguió callada y uno de los que no cargaba el cuerpo la empujó haciéndola caer contra el suelo. Gritaban para despertar a los dueños de la casa.

–¡Don Alonso agoniza! ¡Despierte la villa entera! ¡Don Alonso agoniza!

Se asomó a la balconada que daba al patio un viejo enorme. Su mujer, desesperada, se escondía detrás de sus espaldas. El viejo señaló las escaleras que permitían acceder desde el patio al piso superior y blasfemaba porque la servidumbre no actuase con diligencia. Subieron el cuerpo y crujió la madera de la casa.

Se hizo un silencio agudo en el patio. Los criados se miraban. La muchacha lloraba suavemente y se mordía las manos. El cielo oscuro dejó oír el viento caliente zumbando cargado de arena. En la explanada, los lamentos y los llantos crecían. Se distribuían el poco espacio por familias. Los criados se quedaban en el palmeral. No paraba de llegar gente barranco arriba.

[II. La ciudad]

La arena había llegado en el viento del desierto una semana atrás. Como todos los males de la isla venía por el este, pero acababa ocupando la isla entera. Quizás por esa fatalidad que hacía del océano una puerta al dolor de sus gentes, la ciudad creció de espaldas al mar. La catedral y las casas nobles del barrio residencial, la bulliciosa calle mayor, las huertas y las tiendas de extranjeros miraban al interior. El fondeadero principal de la isla estaba varias leguas al norte de las murallas, incluso más allá de los arenales yermos y solitarios. La última línea de casas sobre la costa carecía de ventanas contra el mar por no hacer entrar el salitre en los hogares, decían los edictos, por no ver llegar las plagas desde el este, sabía la gente. Sólo los riscos que hacían crecer la ciudad hacia la cumbre, con sus casas pobres desordenadas, desafiaban con su mirada al horizonte. En uno de ellos, un castillo militar vigilaba. Estaba al norte de la ciudad, y a partir de él bajaba un muro ridículo en línea recta hasta la costa. Otro fortín se levantaba en la falda del risco para proteger la entrada a la ciudad, siempre resguardando la misma muralla. A partir del gran portón, las dunas y los arbustos hacían desagradable el camino hasta el fondeadero. Se llegaba a él rodeando la bahía. Después de caminar dos horas sobre la arena, una taberna y unas pocas casas servían de refugio a los que esperaban para embarcar. También aquí un castillo protegía la rada, aprovisionado de cañones oscuros.

Cuando llegó el viento cargado de arena, se enturbió el cielo. Por eso, en la mañana del sábado, sorprendió a los que vigilaban el mar desde el risco la presencia en la bahía de los barcos enemigos. Alguien los puso frente a la ciudad por la noche. Eran muchísimos. Y ordenados belicosamente. Bajaron la noticia a la ciudad.

Don Alonso se calzó las botas sin afeitarse. Estaba despierto cuando golpearon la puerta. Se asomó a la galería que daba al patio interior y entre los helechos vio cómo un criado le hacía gestos nerviosos. Bajó las recias escaleras de piedra y él mismo atendió al soldado que le traía las noticias. Salió a la calle y se alegró solo por un momento de que al menos en la mañana refrescase. Luego chascó la lengua y montó el caballo que el soldado había soltado junto a su puerta.

Los cascos repicaban contra el suelo adoquinado y las paredes encaladas del barrio colonial. No se cruzó con nadie hasta que llegó al puente donde su lugarteniente le esperaba con la mirada perdida entre las rocas secas del barranquillo que separaba la ciudad en dos mitades. No dijo una palabra. Cabalgaron juntos sin hablar. Atravesaron las calles polvorientas del barrio comercial. La gente se inquietaba a su paso. Cruzaron las huertas que salpicaban las faldas del risco, junto a las coloreadas casas pobres que miraban al mar. Y ya en lo alto, controlando desde la explanada la bahía infectada, el general notó que le escocía la cara.

Baja la vista y la lanza contra el suelo. Casi levanta polvo. Luego cuenta los barcos. Setenta. Tal vez cien. Puede ver desde lo alto cómo las gentes se agolpan en la calle mayor y caminan hacia las murallas. Van armados. Gritan y esperan instrucciones. Confiaban en él, aunque venía de lejos él no dejó que los ingleses tomaran la playa. Aquella victoria todavía la están rumiando. Pero él no se mueve. Aprieta una mano contra la otra, porque no entiende qué quieren defender si no tienen nada, una ciudad maldita por las plagas y el siroco, una isla cansada y el mar que gira. Pero la gente ruge. Pamochamoso tiene el mosquete en la mano. Le recuerda a su general que los holandeses ya están desembarcando. Él reparte las consignas. Son las mismas que hace cuatro años porque la gente no sabe de estrategia. En la playa se medirá el combate, otra vez. Cuerpo a cuerpo, porque estos isleños aprendieron a defender su cuerpo como quien no tiene otra cosa.

Sube al caballo y baja el risco. Casi no puede respirar, se siente los pulmones areniscos, pero se olvida cuando los hombres de la ciudad le aclaman al llegar al gran portón. Venegas defenderá la muralla desde el castillete en la costa. En lo alto, también, un batallón. Y hay que avisar a todos los isleños, que sobran armas. Y a las islas vecinas, que faltan armas. Y los varones le seguirán sobre las dunas hasta llegar a la playa que los ingleses no pisaron. Y Pamochamoso junto a él, siempre estuvo junto a él desde que el Rey le ordenó cruzar el océano para defender las islas malditas, a medio camino del paraíso.

La puerta rechina y se abre. Deja entrar la arena de las dunas, y a lo lejos brillan las lanchas en la bahía. Se confunden. Pica el caballo y le siguen los hombres belicosamente. Se queda un eco de campanas repicando en la ciudad. Los isleños gritan su nombre. Hierve la arena, remolinos de arena, remolinos de sangre y agua salada. Su nombre. La bahía y la espuma. Los dientes apretados. El viento del desierto, que trajo las plagas. El este y los ingleses. Su nombre, su nombre. Cuerpos sin escudo. La arena empantanada y roja. Por el este, los holandeses. Su nombre. Su sangre. Su cuerpo bajo el caballo que relincha. Hierve la arena. Las campanas, a lo lejos, apagándose.

[III. El palmeral]

Voces lejanas le trajeron del sueño a una habitación de techos altos. Puso una pierna en el suelo y crujió la madera. Cuando se puso en pie, el dolor le recorrió el cuerpo de abajo arriba y se desplomó. La criada abrió entonces la puerta y pudo ver cómo el general se tapaba con la mano la herida de la que volvía a manar sangre. Le ayudó a levantarse, pero, cuando retiró las sábanas para prepararle la cama, él se apoyó con una fuerza dolorosa contra sus hombros y le señaló la ventana. Cuando se acercaron lo suficiente, la soltó y se sentó como una piedra en el banco junto al cristal. Miraba el palmeral que crecía en el fondo del barranco.

–Déjame –dijo. La criada agachó su cara oscura y extensa y se retiró.

Y si no tengo miedo a la muerte, ¿por qué me tiembla la carne si no soy débil tampoco, ni viejo, y tengo medallas, sirvientes, tengo una isla entera que sangra si digo sangra, calla si digo calla, bebe y bebe? Tengo frío, noto el calor áspero y arenoso del desierto y tengo frío. Llegué a defender estas islas a la deriva que de boca en boca mis paisanos nombraron afortunadas, pero jamás lo fueron, o sí, y no merece la pena recordarlo. Y, sin embargo, estos isleños sumisos no quieren saber que quizás fue así un día, pero que ellos idiotas, ellos cegados, ellos pequeños no tienen la fuerza necesaria para construir el paraíso. Las altas cimas donde los antiguos se defendían del mar. Las cimas altas para llegar al cielo o caer al fondo. Y hoy, nosotros, de nuevo encaramados a las montañas. Para defender qué si abajo sólo nos queda una raya de playa comida por el agua. Pero heredamos esta isla abierta y pedregosa, y a los isleños les corren piedras y no sangre. El palmeral. Puedo contar sus árboles. Cientos. Hermosos, borrachos de luz. Y, sin embargo, ayer las palmeras tupían el barranco, no se sabía cuántas, asombraba su número inhumano. Me tiembla la carne. Me llama la sangre a defender lo que mis manos destruyeron hace un siglo. Esta isla vacía me aprieta como una raíz bronca. No me da miedo morir. Pero traigo las manos sangrientas.

La criada abre la puerta porque un ruido estrepitoso la asusta. Sobre el suelo, el general yace. La herida definitivamente húmeda y el puño abierto.

[IV. La ciudad]

Los soldados holandeses le abrieron la puerta alta y oscura, y entró en su casa. Le acompañaron con recelo a través de las estancias frescas que conocía sin necesidad de la luz hasta alcanzar el segundo patio. El poeta vio entonces al almirante sentado en una silla traída del comedor y pensó que no parecía un pirata, ni un asesino, aunque tampoco le mereció respeto su pelo desaliñado, su barba incierta, sus ropas exóticas cubiertas de la capa tibia de arena que trajo el viento que le trajo a él junto a su vaho ardiente.

Mientras bajaba por los barrancos había recibido consignas contradictorias de sus vecinos. Había que rendirse. No. Había que negociar. No. Y pagar. No. Había que preparar el ataque y recuperar la ciudad. Quizás, pero cómo. Nadie supo. Decidieron que él era el adecuado para hablar en nombre de la isla. A fin de cuentas era hijo de europeos y conocía lenguas. Era sacerdote y le tendrían respeto. Era poeta y sabría nombrar aquello que el resto sentía brumoso y quemado sobre los labios. Además, el general había muerto y la autoridad se había desdibujado y era necesario actuar rápido o los más débiles, movidos por el hambre y el miedo, acabarían entregando la isla entera a los holandeses.

Pensó que no parecía tan agresivo como se lo había imaginado. Fuerte y pesado sí, pero no un asesino. Había oído decir al alcalde que bebía tierra. Y una mujer, llorando, le gritó que acabase pronto con él porque de noche se le aparecía en sueños para violarla. Pero su piel suave le recordó la piel suave de su abuelo, quizás ya no la de su padre, que se fue cuarteando al sol desnudo de la isla. Pensó, mientras esperaba que alguien le ordenase hablar, que pudiera estar hablando con su abuelo o que el almirante pudiera colocarse en pie y hablarle a él, sentado, en nombre de la isla. Y le pareció estar frente a un espejo.

Los isleños le habían puesto en la boca palabras concretas que no recordó en el momento preciso en que uno de los soldados le empujó hacia el centro del patio. Quiso hablar, pero ningún argumento, ningún insulto, ninguna oferta de las que traía bajo el brazo le asomaron a los labios.

El almirante lo mira entonces y comienza a encenderse impaciente. Él piensa qué curioso ser extraño en su propia casa, no tener palabra con que nombrar el exilio tierra adentro de los isleños que le han nombrado interlocutor, pero él llegó hace apenas una generación para comerciar caña y robarles a los isleños el buen clima metido en las vainas transparentes del azúcar, y ahora le nombran a él, hijo de ladrones del fruto del buen clima, canónigo de escrituras y creencias que desangraron la boca de los padres de los padres de los padres de los que ahora le nombran a él para decir palabras extranjeras a su abuelo o a su almirante o a su enemigo o a su huésped que la isla escondida entre los palmerales de las cumbres no tiene miedo al demonio protestante, le nombran a él para asustar al nuevo ladrón de campanas de iglesias y vajillas de casas señoriales porque nos aterra saber que su saqueo es el calco exacto del saqueo lujurioso que heredamos de nuestros padres llegados desde el mar a poner en los mapas a las islas.

El almirante se levanta, da un puño en el aire y con la lengua hirviendo le obliga a hablar. Él ordena los retazos europeos de su educación y en ellos inserta las demandas de los isleños, sarmentosas de desprecio y de miedo. El almirante no soporta el silencio rajado de polvo y, escupiéndole un vaho nórdico descompuesto, le obliga nuevamente a hablar o salir de su casa. Él ya encontró las frases concretas, los tonos adecuados, los puntos, los acentos, los gestos acompañantes. Pero en el momento final, erguida la furia del holandés frente a él, dispuestas las armas de los soldados a su alrededor, extrañas las paredes de su propia casa, su boca sólo sabe hablar las mismas frases balbuceantes que los isleños pusieron bajo su brazo, las palabras nativas, las cadencias de habitantes a la deriva del mar.

Piensa en el campamento del palmeral, cómo explicar a sus vecinos su misión traicionada, mientras deja atrás la ciudad y asciende las rampas que lo llevan a la cumbre y el almirante hace oír su cólera repicando en el cielo en una lengua ajena.

[V. La isla]

Mientras su barco se aleja de la costa, el almirante va perdiendo de vista las columnas de humo sembradas por su ejército antes de dejar la ciudad en las manos ridículamente heroicas de los nativos. La isla se le aparece entonces compacta, como un escalón plantado por alguien en medio del mar, llena de halo indescriptible. El humo, piensa. El viento del desierto, también. Algo más que no sabe pensar. Cuando le preguntaron qué incendiar, gritando coléricos los isleños a las puertas casi de la ciudad, en ejército compulsivo, sólo pidió respetar los palmerales y las huertas. Iglesias, comercios, plazas arderían. Vajillas, campanas, cuadros y comida serían subidos a los barcos, rumbo adentro del mar de nuevo. Pero el palmeral luminoso y las huertas estrechas quedarían intactos. No sabía por qué. Se sintió magnánimo permitiendo a los isleños renacer del cauce de un barranquillo miserable.

Mandó colocar las campanas de la catedral en su camarote como un trofeo más, y él mismo trabajó para arrancar los badajos y tirarlos contra el océano, dejándolos sonar solamente en el recuerdo de la invasión. Volvió a subir a cubierta para contar sus barcos rodeándole antes de girar el rumbo y dejar atrás la última lengua de tierra de la isla. No pudo evitar sentir una pena insulsa cuando se dio cuenta de que en la ciudad ninguna ventana miraba su partida, empeñada desde siempre en no querer ver venir las plagas desde el este, en no querer abrirle balcones al recuerdo, en cerrarle a él su memoria gloriosa.

*

La ceniza comenzó a posarse sobre la tierra y no dejó de hacerlo en semanas. Oyeron contar luego los viajeros que se vio posar fuego arenisco en el otro extremo de la isla, y en las cumbres. Como una alfombra pegada, oscura, dulce.

Nadie dejó de prestar ayuda a sus vecinos, de trabajar en todos los conventos ardidos, en todas las iglesias desplomadas por la impiedad protestante; todos insistieron en volver a gritar bulliciosamente por las calles del barrio comercial, y en callar con respeto entre las casa coloniales del otro lado del puente. Creyeron que la ofensa de la invasión sólo se desterraba levantando las mismas paredes en los mismos huecos, las mismas torres en los mismos miradores, la ciudad calcada que maldecía al holandés con las palabras que sirvieron para maldecir al inglés, para maldecir a los argelinos. Sólo el poeta agradecía en silencio la fundación de la nueva ciudad.

*

Miguel Pérez Alvarado (Las Palmas de Gran Canaria, 1979) reside desde 1997 en Madrid, ciudad en la que estudió Ciencias Políticas y Periodismo. Ha publicado los poemarios Teoría de la luz (Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 2001), galardonado con el Premio Tomás Morales, y Levantado templo (Cíclope Editores, 2011). También ha colaborado esporádicamente en diversas publicaciones periódicas: La Plazuela de las Letras, Calibán, 2C-La Opinión de Tenerife, Revista Kafka, Cuadernos del matemático. En Hilo de tres puntas (Ediciones Idea, 2009) se recogen sus conversaciones con el escritor Jorge Rodríguez Padrón. Recientemente acaba de aparecer Abordajes seguido de Ritmo (Ediciones Idea, 2001), libro que pone en diálogo intenso su escritura fragmentaria con Ritmo, obra de Iker Martínez.

Luftwaffe y Pajarito | Francisco León

Publicado: 15 septiembre, 2011 en Relatos

Si bien ya había avistado un par de veces a tan insólito ejemplar arrastrando sus zapatones por los pasillos de la Universidad, entre los cientos de estudiantes vulgares que se iniciaban aquel curso en las fragosidades del español ―«¡allá vosotros!» (Mateo 27:24)―, Pajarito, o Severo, y un servidor nos conocimos officiellement poco después en la buhardilla alquilada del chiflado Bastida, en La Orácula, como denominaba toda la muy beoda troupe franco-hispana a aquella covacha levantada sobre las neblinas y las grises azoteas y torreones retorcidos de la Place de Strasbourg. Dichos «avistamientos» me permitieron ensayar una primera representación de Severo, precaria si tenemos en cuenta lo que vendría después, y tuvieron lugar bajo las lámparas fluorescentes, alargadas y densas, de los pasillos mortecinos de la Faculté, y con ello, señor mío, hago referencia aquí a ese tipo de irradiación parpadeante y glacial bajo cuyo halo de clínica para desahuciados los rostros, como en los daguerrotipos antiguos, se tornan desabridos y grotescos, y los pómulos sobresalen de la cara como dos roquedos, en el caso de Severo, o Pajarito, recubiertos de cráteres, vejigas y ronchas deformantes. Los cuévanos de los ojos, asimismo, se ahondan y oscurecen con patetismo, y los labios, casi tísicos, se descuelgan de sus mandíbulas constituyendo una caricatura marcada por una aflicción abstracta y repugnante. Una caricatura, si me permite señalarlo, a lo George Grosz. Pues bien, bajo esa iluminación particular, digo, y a partir de ese momento, consideré a Pajarito, o Severo, como una extraña especie de viejo prematuro con orejas de jabalí, nariz de nabo, un tanto cabezudo y de brazotes desproporcionados. Sin duda puede que le parezca a usted superfluo, y aun enojoso, debido a tanta fritanga literaria, este retrato identitario de Severo, o de Pajarito. No obstante, querido amigo, se debaten aquí precisamente su identidad y su origen, cuestiones no del todo baladíes y que cualquier retrato que merezca tal nombre debe tener en cuenta si se desea trasladar al lector los trasuntos fundamentales que constituyen la actualidad de un individuo, su vida presente, en román paladino, ya sea este un hombre o una cabra. Pero volvamos a nuestro segundo encuentro. Recuerdo bien la escena de aquella noche. Entre el navegar tintineante de bandejas cargadas de copas, cócteles y viandas diversas de La Orácula ―en fin, en medio de la jarana correspondiente, ya me entiende: risas de muchachas libertinas, discos que giraban en un aparato viejo, la guitarra de Bastida y su propalación de tangos interruptus, los gritos en el cuarto de baño, las idas y venidas entre la cocina y la terraza para encender los cigarros y fumar a la romántica en medio del aguacero―, en medio de toda la parafernalia, Pajarito, o Severo, en su marcial español de gendarmería, se me presentó varias veces, sin dejar de engullir todos los canapés que le salían al paso, arenques ahumados, moules en salsa de curry ardiente, copitas de sidra, sándwiches recubiertos con caviar barato, y todo eso tratando al mismo tiempo de mantener replegados los párpados y cerrada la quijada inferior de su rostro. He aquí un dato peculiar: una de esas quijadas prominentes, hijas de la contrahechura congénita o bien herencia arcádica de aquellos seres mitad hombres mitad monstruos, que dejan en los individuos modernos que las  padecen los patéticos dientes inferiores al descubierto, como en los jabalíes. Hice lo propio: saludé con un apretón de manos otras tantas veces y creo que, aun así, no se aprendió mi nombre hasta nuestro quinto o sexto viaje a Quimper. Después de comer los quesos, que los franchutes dejan para el final con el propósito de atemperar los efectos del alcohol, Severo ―llamémoslo solo Severo― sacó de su mochila una botella de ron venezolano obsequio de un tío pamplonica transterrado a aquellas latitudes a consecuencia de no sé qué litigio con la ley. Como era de esperar ―aunque, naturalmente, señor mío, eso lo supe mucho después―, esa noche Severo nos mintió sobre su origen. Aseguraba ser por una parte de educación marsellesa, pero de ese tipo de educación callejera vociferante y gesto truhanesco, y, de otra, poseer en las venas la sangre de patriarcas vascos forjadores de las fraguas ancestrales. Nos mintió, de todas maneras, o se mintió, o me mintió, o simplemente acrecentó las neblinas en que se forja el mito. Adelanto este particular, amigo mío, porque un tiempo después llegaría a mis oídos la información de que también Bastida había trabado conocimiento de su biografía, dándola desde el principio por buena, cosa increíble en un nihilista recalcitrante como Bastida, lo que de alguna forma venía a explicar el afecto paternal exagerado que había llegado a profesar Bastida por Severo, o Pajarito. ¿Cómo era posible? Bastida embaucado por la verborrea trafullera de aquel montaraz de tomo y lomo, iletrado, rústico de pezuñas a cornamenta, que, sin embargo ―¡voilà!―, había logrado arrogarse mediante artes más que dudosas uno de los puestos más codiciados del departamento de español. ¿Qué puedo decir, amigo mío? En mi caso, cuando escuché la historia y todos sus extremos por boca de Leticia Marec, me partí de la risa. Quiero decir, que la di por mala, por inverosímil y, especialmente, por fanática; porque entonces yo suponía que el fanatismo, ese exagerado crédito que dan los galos a su «palabra de honor», era la quintaesencia de su rancia credulidad cartesiana. Pero, si me permite, prosigamos. Desde los ventanales de mi clase, en el tercer piso, lograba dominar de un vistazo el vasto patio estalinista de la Facultad y la larga fila de las cristaleras del comedor universitario y también la cafetería aneja, ambos espacios igual de vastos y pestilentes, aunque menos gélidos que el patio, y mucho más malolientes, tras las cuales se aposentaban las chicas bretonas para echar las veladas y fumar café, como si dijéramos. Todos los días, menos los miércoles, Severo ―o Pajarito― cruzaba aquella plazuela tan desangelada como una Siberia de cemento gris dejando sus largas huellas patizambas sobre la escarcha incomprensible. Porque no hay nada más desolador que las huellas de un hombre dejadas sobre el relente, pues están prontas a derretirse y perder su sello distintivo tras el tránsito ―mil perdones― ontológico. Enseguida las huellas del ser se derriten con el mínimo ánimo de la luz, se difuminan y con ellas toda señal de vida, de historia. No enarbolo aquí el estilo filosófico del narrador por petulancia vana, sino porque, si lo piensa usted ―y sin duda lo pensará al final de estos papeles―, la visión de un hombre, de nuestro Pajarito, para ser exactos, cruzando un patio insondable dentro de su gabardina gris marengo, sobre una sutil, efímera película de escarcha concuerda con la metáfora del ser errante que era en lo más íntimo. Tal vez, lo único que de ninguna manera encaja en esta imagen trascendental es la existencia paralela, es decir, pedestre, oculta precisamente bajo su gabardina, de su, digamos, excusez-moi, mítico miembro. Sin duda, como habrá sospechado ya, su objetivo no era otro que las piernas larguiruchas que las alumnas dejaban a la vista entre el plisado de sus minifaldas. No lo culpo, como usted comprenderá, por muy poco ontológica que parezca la verdad. De hecho aquella colección de zancas pecosas de color zanahoria, cuya piel, si se observaba con detenimiento, se volvía más translúcida y sonrosada hacia la entrepierna ―hasta el punto, si me permite la digresión, de transparentar el color azul de las venillas que irrigan las raíces sagradas del Monte de la Diosa―, era el único entretenimiento voluptuoso de que disponíamos durante los duros meses invernales de la región. Pajarito o Severo, lo mismo que Bastida o cualquier otro, no hagamos remilgadas distinciones a esta altura de la historia. Me dilato en estos detalles, estimado señor, que diríanse sin importancia, con la intención de explicar aquí un tanto imprecisamente la manera en que, desde ese momento, desde mi atalaya de voyeur, empecé a desarrollar hacia Severo, o Pajarito, un aprecio del todo incomprensible, incluso del todo intolerable, un aprecio, definitiva, que me ponía del lado de sus iniciados creyentes. Se puede decir, entonces, que nuestra amistad tuvo su origen en las mismas entretelas, en las mismas entrepiernas color zanahoria. Y no se trata de un juego de palabras, querido amigo, como se verá algo más adelante. Un poco después de comenzar el curso, me destinaron los miércoles a la Facultad de Quimper, a unos cien quilómetros de la Université de Bretagne Occidentale. La fortuna quiso que fuera Pajarito, o Severo, el otro maître de conference propuesto por el departamento para enseñar en Quimper. Y puesto que ya habíamos brindado con los alcoholes de la amistad en La Orácula y, además, sin él tener noticia, claro, merced a mis voyerismos deleznables desde el ventanal de mi clase, Severo y servidor éramos íntimos en dicho arte y compartíamos las mismas visiones fascinantes, pues lo arreglamos enseguida para desplazarnos en su coche y sufragar a medias los gastos de la gasolina. A aquellos desplazamientos, de una hora y cuarto de duración a través de los cortinajes densos de la lluvia por las solitarias carreteras bretonas, flanqueadas por humedales y malezas, los denominé «sesiones severas de oratoria», con gran regocijo de Bastida, que se deshacía en risotadas cuando los sábados, luego de nuestros esparcimientos futbolísticos, le describía con detalle los tremendos disparates que el Pajarito Perdido me desgranaba de camino a la ciudad de Quimper. Historias sin pies ni cabeza, situadas más allá de cualquier tiempo posible, como las que inventaría un niño huérfano con voz de trueno. Sesiones lamentables, si se me permite la expresión, en las que un profesor de español, es decir, Severo, disimulaba ante su colega, id est, servidor, la ignominia de no haberse leído jamás una maldita novela de Llosa, un poema de Juarroz o dos miserables líneas de Steinbeck. No entro, querido señor, porque no vale la pena expresar aquí mis sentimientos al respecto, en la aflicción que causaba en mí la vergüenza ajena, ese colmo del pecado que nos infligen los otros. En definitiva, me decía para mis adentros, ¿de dónde diantre había salido Severo? ¿De qué manera la comunidad intelectual universitaria había llegado a permitir tamaño demérito colectivo? El instinto de clase me llevó a no presumir en público de mi amistad con aquel indocumentado de tan altos vuelos. Nuevamente me desvío del tema, estimado amigo. Quisiera aclarar en este punto que Pajarito Perdido era el nombre en clave que Marec y yo le pusimos a Severo en nuestra primera noche de pasión. Es obvio que el interfecto nos hubiera cortado el gaznate de haberse enterado de que precisamente ―y se verá enseguida el porqué― Marec y yo le dedicábamos nuestras más sentidas conspiraciones, ¡y, Dios santo, desde una cama! Como usted ya habrá imaginado, la historia real, o la historia que contra todo pronóstico el común consideraba real, se entiende, me la contó la propia Marec. La propia Leticia Marec que usted conoció, piernas larguiruchas, un tanto huesudas en las pantorrillas y tobillos, sonrosadas hacia la entrepierna y estratégicamente mostradas tras las vidrieras del comedor universitario entre el tableteo de sus enaguas. Usted ya me entiende. Leticia Marec en persona, primero mi alumna y más tarde mi amante durante todo aquel curso gélido y disparatado. «¿De qué conoces tú a Severo?», me preguntó desde su lado de mi cama una tarde de tormenta y lluvia que podía ser en realidad una tarde cualquiera de la Bretaña. Hasta el momento mi vergüenza ajena por Pajarito había quedado emparedada en los castillos interiores de una amistad secreta. Pero a decir verdad, ¿acaso no todos los profesores mantenían una decorosa amistad oculta con aquel espécimen? De nada valía simular la típica ignominia afrenta en la intimidad del placer. Conque cedí y pasé a referirle a Marec la naturaleza dionisíaca de nuestros encuentros en La Orácula de la Place de Strassburg, la vigilancia voyeurista a que sometía yo sus huellas de orejudo rijoso a través del patio tout les jours. Y de postre, île flotant a la deriva de las horas perdidas: la existencia una vez a la semana de las sesiones severas y sus poco creíbles dislates biográficos. «Pues yo lo conozco bien», respondió con el mohín al uso de las ex amantes desairadas. ¡Y cuán bien lo conocía, desde luego! La señorita Marec, de entrepierna color zanahoria, se había acostado con Pajarito a principios del curso pasado, nada más llegar a sus oídos el eco de las dimensiones atributivas del profesor presumiblemente marsellés. «Varias veces la primera semana», añadió cruzando los brazos como una niña malcriada, si bien con escaso éxito la segunda, porque ―y es en este punto preciso, amigo mío, donde la historia de Pajarito, o Severo, se despliega y engrandece hasta alcanzar, ahora sí, las proporciones de la monstruosidad mítica― el affaire se había ido al cuerno a las primeras de cambio, a consecuencia de que nada menos que Nicole Baumann ―a quien también todo el mundo universitario denominaba Luftwaffe―, una franco-alemana de París o una germano-francesa de Berlín, según se desee, profesora lindísima de literatura española que había recalado en la UBO por un tiempo, le aclaró un día a la señorita Marec que, o dejaba ipso facto a su novio y su retranca proverbial, o la estrangularía con una media, luego de lo cual la arrojaría en una bolsa a la vasta ensenada de Brest. Durante varios días Leticia arrastró humillada su paño de lágrimas por las aulas. Mientras tanto la Baumann aprovechó la zozobra de su enemiga, menos agraciada, tal vez, pero más joven, y, por lo tanto, más peligrosa que unas serpiente pitón, para arramblar con Pajarito y llevárselo una semana a visitar el gélido pedrusco del Mont San Michel, lejos de los reptiles que lo rondaban. Como habrá podido observar, a lo largo de esta recensión he tratado de sortear por todos los medios el embarazoso asunto de la virilidad de Severo, o de Pajarito. La primera persona que me había dado noticia sobre la existencia de este rumor fue Bastida, que a su vez, dolorido él mismo en su moral íntima, ya me entiende, al imaginar tamaña cifra en centímetros, tuvo que escucharlo de un alumno desconsolado, un tal Gilles, cuya boquiabierta novia ―permítame―, mediante el uso y la experiencia directa, se entiende, hizo una detenida descripción del «objeto» a que ahora aludimos, trufada de admiraciones y reverencias. Como un reguero de fuego por las dependencias de la Université, el rumor de aquellos enhiestos centímetros extraordinarios atravesó paredes, corrió por cañerías, tintineó en las tazas de café, traspasó despachos y aularios, transitó por las menesterosas salas de las bibliotecas y finalmente estalló en los temblorosos toilettes de las alumnas de letras. Ya puede usted hacerse cargo del resto: críe fama… Posteriormente, al regreso de sus vacaciones forzosas, todas las veces que encontraba a Marec ojerosa en algún pasillo o consternada en el bar de la Facultad, Severo se encogía de hombros, abría con fuerza sus ojos saltones y propalaba toda clase de bufidos caprinos por su aleteante nariz, perlada de sudor y asaetada de cerdas, cosa lógica según su naturaleza montañesa. Comprenda usted la situación, amigo mío. ¿Qué podía ella, chicuela de segundo de carrera, frente a la afamada profesora parisina, teutona de sangre, yegua de rubicunda cabellera deseada por todo varón viviente de la UBO, incluido el impávido nihilista Bastida? «¡Rien!». Luego del luto amoroso, que duró bien mirado sólo unas cuantas horas conscientes, Marec ató cabos. Que ella, pelirroja hasta las entretelas de Venus y pequeña como una amazona gala, cayera fascinada víctima de aquel silvano cerrero, era una cosa, se dijo, pero otra bien diferente era que la Luftwaffe en persona, una auténtica valquiria, una diosa dorada inasequible para los mortales, se rindiera en amores a aquel casi homúnculo, a aquel casi golem que rozaba la contrahechura. Todo un misterio, como usted mismo ha dicho en no pocas ocasiones. Para desentrañar aquel enigma del eros, no se le ocurrió otra idea más absurda a nuestra querida Marec que llamar a Nicole Baumann e invitarla a un café frappé en la cafetería-librería Studio de la Rue Siam, ese establecimiento en el que justamente usted y yo nos conocimos, y que tal vez continúe en pie. Por teléfono, Leticia le notó la voz gimiente y ―mujer, a pesar de pelirroja y feúcha― sonrió alevosa. Algo iba a sacar en claro, después de todo, pensó. Era uno de esos días, como ya usted supondrá, pues vivió en el lugar, típicamente brestois en la ventosa avenida Rue Siam. Llovía, como siempre. De los soportales de las casas, mal pintadas de gris, azul marino o rojo desvaído, chorreaban los hilillos de un agua asquerosa y repulsiva que circulaban pared abajo sembrando por donde pasaba un madreporario de musgos verdinegros. Se vio obligada a esquivar por la acera la insistencia de varios borrachos profesionales, pero Nicole Baumann, a pesar de los piropos virulentos de que fue víctima, acudió a la cita con puntualidad gamada, vestida a la vez de profesora implacable, dama de rango superior y madre afectuosa. Es decir, en este orden, con astracán, botas de caña y boina de lana. No era para menos, dijo Leticia, pues la novia del aludido se disponía a contarle la historia más rocambolesca que había oído en su vida. Y fue de ese modo, amigo mío, viendo nevar desde mi apartamento, fumando y oyendo el placentero traqueteo de la rueca narrativa de Leticia como llegó a mí el resto de la historia. Aquel día, en los instantes finales de la cita en la librería-cafetería Studio de la Rue Siam, dijo Marec, la Luftwaffe sentenció con una máxima inolvidable: «¡Yo le di forma, yo lo hice, yo creé de la nada a Severo, y por lo tanto me pertenece, es mío!» Y llevaba razón Baumann. Ahora, señor mío, le ruego que haga un esfuerzo más y, dejando aparte los errores y banalidades que en mi narración pudiera cometer, trate de comprender cuanto pienso referirle a continuación y considere la naturaleza sobrenatural, si puede llamarse así, de todo este asunto. Empecemos por alguna parte. A principios del invierno de 1999, Nicole Baumann, recién licenciada en Letras y de regreso de unas vacaciones españolas durante las que había conocido a un marsellés afincado en Pamplona, cruza en su coche una región boscosa indeterminada entre Burdeos y París. Usted conoce bien esa comarca de Francia, plagada aquí y allá de frondas empapadas con la sangre de antiguas contiendas militares. Una región de mitos olvidados desde tiempos arcaicos y que, a menudo, sin que el mundo en el que usted y yo mismo vivimos llegue a tener consciencia de ello, se cruza y se mezcla al azar con el presente. Prosigamos y dejemos posibles explicaciones para otra ocasión. Baumann regresa llorando bajo la niebla, como no podía ser de otra manera. Iba conduciendo absorta en sus pesares de turista burlada por el Don Juan español al uso cuando, de pronto, algo como un pájaro de tamaño medio se cruza en su camino y es golpeado por el parabrisas. La aparición súbita del «pájaro», del todo transitoria en la narración indirecta de Marec, contada por Baumann, determinó, como ya imagina, querido señor, que en mi cabeza Severo no se llamara Severo, sino Pajarito. El apelativo de Perdido se deduce de lo que viene a continuación. Veamos. Un golpe fugaz en el parabrisas. Todo resulta vertiginoso y nítido y, al mismo tiempo, todo es lento e impreciso, dijo Marec que dijo Nicole imitando claramente a Borges, a quien Luftwaffe había dedicado su tesis doctoral de tres años. Por un instante, la joven Baumann cree ver no exactamente lo que se dice un pájaro, como determinó su impresión primera y más subconsciente, sino más bien un gran búho blanco o incluso un cabrito de escasas dimensiones. Había sido imposible determinarlo, aunque poco a poco su memoria fotográfica se  inclinaba por esto último. El sonido del porrazo había sido seco, y durante unos segundos Luftwaffe vaciló entre frenar o continuar la marcha, huir del aquel instante, de aquella imperfección en el tiempo. Las nieblas pantanosas del lugar la aterrorizaban, pero al final decidió detenerse. Creo que los detalles de este trance, pintados de todos modos a vuela pluma, no le parecerán del todo gratuitos, señor mío. Prosigo, pues. Se apea y examina el asfalto, rastrea los dibujos variables que flotan en la niebla. Como no halla traza alguna, da un paseo en busca del animal atropellado. Y lo que halla al fin sobre las brozas de la cuneta le hiela la sangre. Un dolor intenso, como la punzada de una bayoneta, le atraviesa las sienes. Ante ella aparece el cuerpo de un hombre, de un muchacho, más bien. Incluso de un niño un tanto corpulento. Aunque avezadas a las visitas de afamados escritores y poetas, las paredes y estanterías y libros y mesas y lamparillas, y etcétera, de la librería-cafetería Studio de la Rue Siam jamás habían sido testigos de tan prodigiosas palabras, de tan extraordinaria historia, de tan elevada fábula. Media hora permaneció Nicole Baumann, dijo Leticia que afirmaba Luftwaffe, paralizada de miedo frente a aquel cuerpo turbador, mirándolo, observándolo en sus pormenores semihumanos y a la vez tratando de recordar el nombre en alemán de lo que tenía ante sí. Y de pronto, y se sintió casi avergonzada por ello, le vino a la cabeza un lejano día de viaje a Grecia en compañía de sus padres, siendo aún una delicada ninfa. De allí regresó, a pesar de la magnificencia del sol y de las Cícladas, con una sola imagen grabada en su mente. Una imagen a la que años más tarde pondría nombre: la escultura del dios Pan itifálico fornicando con una cabra descubierta en las excavaciones de Herculano. Los dos mundos, el invisible y el visible; las dos realidades, la sobrenatural y la prosaica; los dos orbes se cruzaron un instante en su mente y pronunció al fin la palabra que, en cierto modo, no deseaba oír: «¡Faun!» Luftwaffe no logró explicarle a Marec, ni a sí misma, cómo logró arrastrar dentro del coche aquel cuerpo inerte de piel blanca, algo velluda y empapada de sudor, con raicillas adheridas aquí y allá, y briznas pegadas en los muslos, y minúsculas lombrices ya muertas enredadas en los pelos de la espalda. Pero se sobrepuso a todo aquello y lo hizo. Ya dentro del coche, limpió con un pañuelito el hilo de sangre oscura que le resbala por la sien. A partir de ahí, Baumann comienza una peregrinación desesperada en busca de un dispensario rural, un puesto de gendarmería o algo parecido. Pero lo cierto, si es que algo hay de cierto en todo esto, es que Baumann nunca se detuvo ni en hospitales ni en médicos ni en las pocas casas fugaces que halló con las ventanas iluminadas en medio del camino. Simplemente siguió y siguió sin pensar, siguió adelante hasta entrar en París al caer la noche. Se internó por el viejo Marais, donde vivía entonces, entró en el garaje de su edificio, arrastró otra vez sin saber cómo el cuerpo hasta el ascensor y se encerró en su apartamento. Se había enamorado perdidamente, como una loca, de aquel ser de los bosques, de aquel muchacho desconocido, sin memoria, impreciso. A usted, estimado señor, ducho en historia y mitología y en toda clase de dislates, le podrá parecer una peripecia por completo estúpida, una necedad. En efecto, ¿cómo aceptarlo? Sin embargo, lo que usted considera necedad, o enfermedad, para Baumann era Severo y era simple: se había enamorado de un fauno. Para otros, y me incluyo, aquel Severo no era más que un vagabundo, un clochard, que tuvo la suerte un día de ser atropellado por una de las mujeres más hermosas de que se tiene noticia en la genealogía docente de la vieja Faculté de Brest. Cuando días después recobró el conocimiento y preguntó quién era y dónde se encontraba, Pajarito oiría por primera vez la historia de su vida, es decir, la que sería ya la historia de su vida a partir de ese día y que sólo era una verdad a medias, «al fin y al cabo como todas las vidas y todas las verdades», me dijo Marec que le dijo Nicole. Y no otra cosa, estimado amigo, es cuanto puedo ofrecerle de Severo o, para nosotros, Pajarito, y de su protectora o carcelera Luftwaffe, según se mire. Al término del curso, mi romance silvestre con Marec ya estaba más que finiquitado; tal vez a consecuencia del trauma freudiano que me sobrevino después de escuchar la narración, y sus eximias particularidades, de Luftwaffe y Pajarito. La verdad es que nuestros encuentros amatorios en la maison Gueguen se habían ido difuminando poco a poco como bocanadas de humo de un cigarro que es apurado hasta las últimas consecuencias. En fin, las primeras luces del verano francés, gris y apático, hicieron el resto. A Bastida y a mí nos entraron de pronto los deseos irresistibles de agitar las alas y volar del nido. Abandonamos Brest casi en secreto y para siempre, y allá en su despacho de profesor inútil y huraño quedó Severo, tecleando una máquina encasquillada y rellenando fichas inservibles. Su última mirada fue horrible, mezcla de rabia y desgracia. Sentí gran pena por él, desde luego, y le prometimos que algún día regresaríamos para organizar de nuevo una de nuestras juergas en la buhardilla destartalada de la Place de Strasbourg. Mentimos, por supuesto. La verdad es que no regresamos a Brest ni volvimos a saber nada de ellos.

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Francisco León (Canarias, 1970) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (Tenerife, Canarias). Ha publicado los siguientes libros: Cartografía (Calima, 1999), Ocho pajazzadas para Salomé (CM de MC, 1999), Tiempo entero (Calima, 2002), Ábaco (Artemisa, 2005), Terraria (La Garúa, 2006), libro de prosas con el que obtuvo el I Premio Internacional de Poesía Màrius Sampere, Dos mundos (Huerga y Fierro, 2007) y la novela Carta para una señorita griega (Artemisa Ediciones, 2008). Se encuentra en prensa su libro Aspectos de una revelación, con el que ha obtenido recientemente el Premio de Poesía Pedro García Caberera 2010.

No puede hacer eso, dilecta directora general. Le ruego que no me amenace. Deje ese instrumento en su sitio. No lo haga o no tendré más remedio que denunciarla a la autoridad competente. El acoso laboral está castigado con leyes muy severas, ya no estamos en los tiempos dela Revoluciónde las Tijeras. Yo estoy trabajando en su empresa porque pasé la selección limpiamente, mis méritos académicos están a la vista. Y ni qué decirle tengo de mi experiencia profesional y de las recomendaciones que adjunté en mi currículo para la selección que tuvo a bien organizar su empresa, aunque ahora me doy cuenta de que sólo era una tapadera para seleccionar al macho más imponente y servil. Llevo más de diez años trabajando en el ramo, como habrá comprobado en su momento, y durante ese tiempo desempeñé siempre puestos de singular importancia. Es cierto que mis anteriores jefes eran todos hombres, algo poco frecuente en el sistema empresarial actual —todavía quedan vivos los rescoldos dela Revoluciónde las Tijeras—, pero parece ser que, poco a poco, esta sociedad está recuperando ese equilibrio de género que una vez existió en tiempos de nuestros tatarabuelos. No se crea, dilecta directora general, que no estoy al tanto de la reciente historia de nuestro país y del mundo.

En su momento, muchos machos nos tuvimos que manifestar públicamente para reivindicar no sólo nuestros derechos laborales, sino también en pro de nuestra dignidad como personas. Muchos machos perecieron en la búsqueda de esos derechos mínimos que debe tener todo ser humano —hombres y mujeres sin diferencia— y fueron confinados en celdas oscuras y posteriormente ajusticiados con la salvaje pena de muerte por levantarse contra el déspota sistema femenino. Atrás quedaron numerosos cadáveres, innumerables mártires de nuestra causa que deberían hacerla, cuando menos, enrojecer de vergüenza. Es verdad que los primeros movimientos machistas surgieron como  incipientes reivindicaciones sindicales: sueldos y horarios a la altura de las mujeres, condiciones de trabajo más dignas, más días de vacaciones para poder recuperarnos del estrés laboral. Pero luego, las reivindicaciones se ampliaron a nuestro entorno familiar y social: los hombres exigimos más tiempo para nosotros, muchos querían dedicar ese tiempo al estudio, a desarrollar alguna tosca afición o simplemente para descansar de sus obligaciones sexuales. ¿O acaso cree usted que se puede rendir en la cama con plenas garantías después de doce horas de trabajo extenuante y de esa degradación moral a que estábamos sometidos por las mujeres en nuestros empleos? En aquellos lejanos tiempos de la Revolución de las Tijeras —que usted se obstina ahora en rememorar con su comportamiento soez y malintencionado—, cuando los hombres llegaban a casa debían satisfacer sexualmente a sus mujeres durante las tres horas diarias estipuladas por aquella famosa y discriminatoria Ley de Complacencia que fue aprobada unánimemente por las principales potencias mundiales dirigidas en aquella época por amazónicas mujeres que tan flaco favor hicieron a la dignidad del macho humano (y perdone por el uso del vocablo, aunque veo que se le saltan los ojos cada vez que nombro esta palabra que, para los hombres, ha sido motivo de innumerables sinsabores). Las mujeres no se conformaban sólo con arrimarse a los hombres con fines procreadores, para refrendar el matriarcado, sino que exigían por ley su dosis diaria de placer. Las drogas por entonces habían sido erradicadas de la faz de la tierra y el sexo era el máximo instrumento para conseguir el placer. Sin embargo, esa represión sexual hacia los hombres y ese dirigismo de lo erótico por parte de las mujeres provocó (desgraciadamente) que surgiera un mercado negro de estupefacientes para surtir al macho sometido, al esclavo sexual, en aras de que desempeñara sus obligaciones con garantías de éxito y no convertirse en el hazmerreír de todas las mujeres de su entorno, cuando no encarcelado y multado por incumplimiento de obligaciones. Usted no sabe, porque nunca lo ha vivido, dilecta directora general, cómo se siente una persona cuando es señalada por la calle y es foco de las risas y de las chanzas de un hatajo de ninfas viciosas porque no has sabido llevarlas hasta el orgasmo o porque no se te puso lo suficientemente dura para encularlas; un vicio tercermundista, la sodomía, que se fue extendiendo cada vez más entre los países desarrollados y que ya ha sido erradicado, a Dios gracias, después de tanto tiempo. En aquella época existían las Escuelas de Capacitación Sexual para Machos, en las que el macho humano —qué asco me da utilizar este vocablo, pero lo hago sólo por razones históricas— entraba durante la adolescencia para cumplir sus tres años de Capacitación Sexual Obligatoria. ¿Que no lo sabía? Cómo se ve que a usted no le exigieron lo que tenían que exigirle para montar su empresa. Cómo se nota que usted nunca tuvo que romperse la crisma estudiando —como numerosos hombres y algunas mujeres que no han tenido la suerte de usted— para acceder a un puesto de trabajo digno y de cierta consideración social. Usted, dilecta directora general, es otra de esas tantas mujeres, hijas de mamá, que desgraciadamente quedan todavía en el mundo, una de esas enchufadas que han sobrevivido a aquel negro episodio de la Revolución de las Tijeras y que ha continuado la tradición empresarial de su matriarcado. Me juego lo que sea —incluso mi dignidad de hombre con plenos derechos— a que ni siquiera terminó el Grado Elemental. No me extraña nada que no sepa de lo que le estoy hablando. Usted no tiene ni puta idea de nada, el conocimiento para usted no existe, los libros para usted no superan la categoría de mobiliario. De lo único que entiende usted, dilecta directora general, es del sucio dinero que amasa miserablemente a costa de la dignidad de los demás, pero especialmente de los hombres. Usted es de esas que siguen llamando macho al hombre —sí, ya veo cómo se encienden sus pupilas cada vez que pronuncio este falaz vocablo—, una palabra cuyas acepciones se han mantenido en el diccionario sólo para designar a ciertas especies, no todas, de animales no racionales. Pues, como le iba diciendo, dilecta directora general, en aquellos fatídicos tiempos posteriores a la Revolución de las Tijeras, los hombres debían ingresar por obligación en esos centros a los que se les dio el denigrante nombre de Escuelas de Capacitación Sexual para Machos. Allí —y se lo resumo brevemente, pues veo que no tiene ni puta idea de nuestra historia más reciente, o acaso se quiere hacer la loca, dilecta directora general— los jóvenes eran adiestrados en el aberrante procedimiento de satisfacer sexualmente a las mujeres de acuerdo con una idea de la sexualidad degradante y meramente ociosa. Aquellas escuelas estaban dirigidas por mujeres (como no iba a ser menos) que enseñaban a los jóvenes imberbes diversas técnicas amatorias con el único objetivo de que las hembras consiguieran, al fin, esa plenitud sexual que durante milenios nunca llegaron a alcanzar, salvo contados casos de algunos machos históricos que se destacaron —y ése es su único mérito— por su valía como amantes. No voy a extenderme en qué tipo de técnicas eran aquellas que tanta atención hacia mi persona —y fíjese que digo “hacia mi persona”, algo absolutamente increíble en esta empresa suya— le han provocado de repente a usted, dilecta directora general; pero sepa que estoy al tanto de ellas, cosa que me convierten, aparte de en hombre trabajador y cabal, en el amante perfecto, aunque dudo que ni usted, dilecta directora general, ni ninguna de sus salidas subalternas llegarán a probar nunca estas delicias del juego amatorio. Al menos de mi parte. Ustedes lo que buscan es un vulgar macho que las folle, por detrás o por delante —eso a ustedes, ninfas descarriadas, les da absolutamente igual—, pero yo no estoy dispuesto a picar ese ignominioso anzuelo simplemente por echar un polvo —y créame que me hace buena falta— y liberar el estrés tan grande a que soy sometido en esta empresa. Mis técnicas y cualidades como amante me las reservo para una mujer que realmente me ame y me quiera por mi forma de ser, por mi integridad intelectual y mi capacidad para el trabajo; cosa que ustedes, dilecta directora general, parecen no haber captado aún en su totalidad. Así que a aguantarse y a joder con otro, porque a mí no me va a joder ninguna de las harpías adictas al sexo que diariamente me acosan como a una presa fácil en esta montaraz oficina en que trabajo con denuedo ocho horas diarias. A Dios gracias, hemos superado aquella etapa de explotación laboral (doce horas) posterior ala Revolución de las Tijeras. Están ustedes muy equivocadas si se piensan que voy a caer tan fácilmente en sus rijosas redes de pescadoras furtivas.

Insisto en que usted desconoce muchas cosas de nuestro pasado más reciente, dilecta directora general. Pero sepa usted que el estudio dela Historiaes muy importante, quela Historiaes la principal maestra de la vida y que esta frase es precisamente de un hombre que existió muchos siglos antes de la Revolución de las Tijeras. ¿Que no sabe usted a qué me refiero cuando cito la dichosa Revolución de las Tijeras? No creo que sea este el momento oportuno para hablar de aquel desafortunado y humillante episodio de la historia universal del pasado siglo XXI. Si no le importa, me gustaría seguir hablando de mis derechos laborales y, sobre todo, personales, que usted se aventura irreflexivamente a saltarse a la torera porque se cree miembro de un matriarcado antañón y desfasado que ya no tiene cabida en esta nueva sociedad igualitaria. Le ruego, por favor, que aparte ese instrumento de mi cara y me deje continuar.

Mi situación en esta empresa no puede seguir por el camino que va y estoy dispuesto a presentar mi dimisión (aparte las consabidas denuncias), aunque eso suponga renunciar a los beneficios de un suculento contrato y la pérdida de unos sustanciosos emolumentos —que, por cierto, todavía estoy esperando que me paguen— por mi dedicación exclusiva a esta empresa. Sepa usted, dilecta directora general, que he renunciado a otras iniciativas laborales personales por entregarme ciegamente a esta empresa suya, en la que yo deposité tantas esperanzas de progresión laboral y social, pues no fui ajeno en el momento de mi oposición al puesto que ahora ocupo de que la suya era una empresa de gran raigambre y estima internacional. Sin embargo, no me va a quedar más remedio que tomar esa fatídica decisión que supone siempre la dimisión —tampoco soy ajeno a que las consecuencias de mi denuncia a la autoridad competente me terminará granjeando, después de fatigosos pleitos, otros réditos no menos jugosos—, porque estoy siendo objeto del más denigrante acoso por parte de mis compañeras de trabajo y, especialmente, por usted, dilecta directora general, que no hace más que manosearme a la menor oportunidad con las excusas más ridículas y peregrinas: “qué camisa más bonita traes hoy, ¿es de seda natural, verdad?, se nota al tacto, es muy suave”, “la corbata la llevas un poco apretada, déjame que te afloje un poco el nudito”, ”esos pantalones te van demasiado largos, deberías ponerte otros más ajustados, tienes un cuerpo muy lindo y un paquete muy duro”. Pues sepa usted, dilecta directora general, que es la última vez que me toca el paquete o que me hace la menor insinuación. Como siga por ese camino lo voy a poner en conocimiento del sindicato y en manos de las autoridades (amén de presentar la dimisión, aunque sólo sea por dignidad). Estos bochornosos episodios de mobbing, de acoso sexual en el entorno laboral deben acabar ya de una vez por todas, deben ser erradicados. No hablo exclusivamente por mí, sino por miles de hombres de todo el mundo que, como yo, tenemos que padecer diariamente estos furibundos acosos de las mujeres, de hembras en celo que parecen no recibir su dosis adecuada de sexo en sus casas y tratan de mendigarla en sus trabajos con recursos y artimañas de dudoso gusto, como usted ahora, enarbolando ante mis narices ese fatal instrumento. Que conste que yo no estoy en contra del amor libre, una de las pocas cosas positivas que se conservan de aquella pretérita Revolución de las Tijeras —las mujeres, en resumen, tenían el derecho sexual sobre cualquier hombre—, pero fuera del trabajo y con el consentimiento del hombre. Lleva mucho tiempo la mujer malacostumbrada a que los hombres hagan lo que ellas quieren, pero ha nacido una nueva generación masculina que no se conforma sólo con satisfacciones sexuales, sino que salimos en defensa del amor y del cariño en las relaciones interpersonales. Una mujer me tiene que gustar para poder acostarme con ella. Sépalo usted bien, dilecta directora general; algo que parecen no estar dispuestas a admitir muchas mujeres de esta empresa, empezando por usted. Yo no me voy a la cama con cualquiera. Esa futura encamable me tiene que gustar primero, debe existir un cortejo previo. Y no es que no haya mujeres monas en esta empresa, empezando por usted, dilecta directora general. Pero la belleza no es importante para mí, me gusta observar en las mujeres otras cualidades. Sin embargo, ustedes a lo primero que recurren es al burdo acto de cogerle el paquete al hombre para calibrar su consistencia, un recurso puesto de moda después de aquella denigrante Revolución de las Tijeras… ¿Cómo dice? ¿Que soy un hombre guapo y hermoso? No crea que no lo tengo en cuenta, que no soy consciente de ello, mi trabajo y mis gimnasios me cuesta diariamente estar como estoy. Pero, a pesar de ello, durante toda mi vida he tratado que esta cualidad no entorpeciera mi intelecto, ni mucho menos he intentado que me sirviera como salvoconducto para progresar. Yo me he ganado a pulso cada céntimo de mi nómina laboral con esfuerzo y dedicación a esta empresa en el año y pico que llevo trabajando. Un tiempo que me ha servido para constatar que, a pesar de los avances en materia de relaciones sociales y laborales, el hombre sigue siendo todavía considerado un mero objeto.

Sí, dilecta directora general, un burdo objeto como ese que enarbola ahora ante mis narices, amenazándome como a una vulgar alimaña para que acceda a sus requiebros sexuales. Si tan necesitada está de un revolcón, busque en las páginas de gacetillas de cualquier periódico y pague sus vicios como todo el mundo. En esas páginas encontrarán, usted y toda su camarilla de perras enceladas, centenares de hombres que siguen prostituyéndose como consecuencia de aquella fatídica fecha de la Revolución de las Tijeras. Muchos de esos hombres tuvieron que entregar sus vidas (muy a su pesar) al comercio carnal para buscar el sustento. Para ellos no existía otra salida más digna en el mundo laboral. Relegados a simples marionetas o burros de carga, los hombres vivieron días aciagos. Muchos sirvieron en los hogares de miles de mujeres, haciendo las tareas domésticas y, sobre todo, entregando sus cuerpos a las denigrantes fantasías sexuales de las mujeres de aquella época, muy dadas a vicios tales como la sodomía. Losque no tuvieron la suerte de encontrar un hogar tuvieron que entregarse al mercado clandestino de sus cuerpos para subsistir. Había mujeres que no se conformaban con el macho asignado por aquella ignominiosa Ley de Parejas de Lecho, que permitía la renovación cuando el macho quedaba obsoleto para desempeñar su trabajo (nunca antes de cinco años). A pesar de esa variedad que les permitía la ley, muchas no se conformaban con esas uniones monogámicas y buscaban más carnaza en el mercado clandestino. Hasta los gobiernos de muchos países hicieron la vista gorda —como no iba a ser menos, pues estaban regidos por mujeres— con las casas de lenocinio que surgieron a raíz dela Revolución de las Tijeras, prostíbulos regentados (¡cómo no!) por mujeres que exhibían y pervertían a los hombres como a vulgar ganado. Muchos hombres perecieron por querer ir por libre, por querer ganarse unos céntimos para simplemente llevarse al estómago otra cosa que no fueran secreciones vaginales. Muchos hombres entregaron sus cuerpos a furibundas mujeres en solitarios descampados o tras la trinchera de un coche de marca, jugándose sus vidas para llevarse algo caliente al estómago. La prostitución no reglamentada estaba prohibida y penalizada con la castración del macho y por lo tanto con la muerte, pues suponía la pérdida de uno de sus principales instrumentos de trabajo.

Pero veo que a usted la Historia de la Humanidad le trae sin cuidado, le da absolutamente igual, se la pasa por el forro de sus labios mayores. A usted lo único que le interesa, dilecta directora general, es saciar su voraz apetito sexual, follarse al primer hombre que le salga al paso, aunque eso suponga llevarse por delante tantos siglos de Historia y la mismísima dignidad humana. Le ruego una vez más que deje de amenazarme o tendré que denunciarla al sindicato. Deje esas tijeras sobre el escritorio, no vaya a repetirse aquel fatídico episodio de la Revolución de las Tijeras, dilecta directora general.

*

Cristo Hernández (La Laguna, 1968) es licenciado en Filología Clásica y trabaja como profesor de Griego en un instituto de enseñanza secundaria de Tenerife. Es autor de cuatro novelas y dos libros de relatos: Recuerdos consentidos (Baile del Sol, 2000), El Jardín de las Especies (Cajacanarias, 2001), La mirada de Gioconda (Afortunadas, 2003), Los Hermenautas y el Código de Apolo (Afortunadas, 2004), Envasados al vacío (Idea, 2005) y Fragmentos dispersos (de) un mundo futuro (Idea, 2005). Ha participado en el proyecto literario Generación 21: nuevos novelistas canarios (Aguere-Idea, 2011) con el relato titulado Las seis caras del azar. Está a punto de publicar la novela Biografía reciclada de Manolito el Camborio (Aguere-Idea, 2011) y prepara la publicación de un nuevo libro para final de año, en donde se incluye el presente relato, La Revolución de las Tijeras. Ha sido galardonado en diversos certámenes literarios regionales, entre los que destaca el Premio de Novela Benito Pérez Armas (1999). Ha sido profesor de teatro, ha trabajado en la radio y también, como colaborador desinteresado, en revistas culturales y en periódicos del archipiélago.

Casiano

Desde niño, mi amigo Casiano intuyó que algún día, como el Quijote, podría perderse tras alguna heroína de sus sueños y se obsesionó con la idea de orientarse. Por eso les insistió a sus padres para que le regalaran una brújula, pero ellos siempre se negaron a comprársela. «¡Qué mejor orientación que ellos!», decían.

Y claro, un buen día, Casiano se perdió. Llevando de la mano a su heroína, navegó por galaxias y universos; era capaz de saltar desde el brillo de una estrella hasta las brumas de una nebulosa lejana. Hasta que se cansó. Regresó de su largo y atropellado viaje y empezó a comprarse brújulas que ahora regala cada vez que se siente demasiado orientado. Y sale a vagar por ahí. Sigue siendo capaz de meterse entre los nervios de una hoja de margarita y asomar luego la cabeza en el corazón de algún amigo.

El señor Lineales

El señor Lineales no es amigo mío. Y no lo es, porque a Lineales ya no le queda ningún amigo desde el día en que, siendo todavía lo bastante joven, decidió que la amistad podía convertirse en un estorbo para su carrera. Fue también por esa fecha cuando comprendió que detestaba la justicia y decidió dejar la abogacía y hacerse funcionario público.

Lineales odiaba tanto la diversidad, que sus superiores creyeron que era el hombre ideal para dirigir la Oficina de Extranjeros de una pequeña ciudad de provincias, creada para proteger a los nativos de una eventual invasión de gente con costumbres poco convencionales como cantar, reír o bailar con demasiada frecuencia.

Como corresponde a su importante cargo, el señor Lineales se aburre deliciosamente en dicha oficina, por lo que le ha pedido a su hijo mayor, un reconocido informático, que le cree un juego de ordenador que le permita matar el tiempo eliminando o haciendo desaparecer en la pantalla unas extrañas figuritas negras, amarillas y de otros colores exóticos.

No obstante, para Lineales, uno de los mejores momentos del día, sin duda, es cuando vuelve a casa y allí lo espera la señora Lineales, que siempre le tiene a punto la comida y las pantuflas, la misma mujer que le almidona el rostro cada mañana antes de salir para el trabajo. Es entonces cuando Lineales se dice para sus adentros que no tiene motivos para quejarse: además de su mujer, tiene unos hijos y unas nueras que lo adoran, que se pasan todo el tiempo interesándose por su estado de salud y prestan una atención inusitada cada vez que él se pone a hablar con orgullo de los dos pisos en la playa que ha podido adquirir gracias a su cabal cumplimiento del plan de expulsiones humanitariamente concebido por sus jefes. Tiene, además, unas subordinadas que son un amor, que se interesan todo el tiempo por su estado de salud y están siempre atentas al menor síntoma de cansancio en su rostro, prestas para, a la primera señal de desgaste, reportarlo a los jefes de su jefe y ahorrarles así un disgusto a la almidonada mujercita y a los interesados hijos de Lineales. (Han elucubrado un plan secreto para, cuando eso suceda –¡y sucederá!—, entrar a hurtadillas en el despacho de su superior inmediato y cambiar un poco la decoración, tan llena de retratos en los que se ve al otro Jefe y a Lineales, al Jefe del Jefe y a Lineales, al Jefe del Jefe del Jefe y a Lineales…)

No obstante, como eso todavía no ha sucedido, la decoración del despacho de Lineales sigue siendo la de siempre, y el gran Lineales sigue haciendo sus purgas informáticas y, de vez en cuando, sale por los campos a dar conferencias sobre los derechos de los pieles rojas.

Pero, sin duda, el momento del año que Lineales más disfruta es ese instante durante la cena de Navidad –después de la copita de orujo y mientras enciende el enorme puro que lo compensa de tantas cosas—, en que les cuenta a sus hijos y a su mujer, con una lagrimilla en los ojos, la palmadita de aprobación que le dio su jefe-jefe-jefe aquel día en que sobrecumplió todas sus disposiciones humanitarias y se superó a sí mismo en sus habilidades para mutilar lo diverso.

Manuel

Para mi amigo Manuel, un meandro no es un accidente geográfico, sino un abrazo del río a la tierra. Las aves, para él, no trinan, le preguntan por su estado de ánimo, se interesan por su salud o comentan el esplendor del día.

Manuel dice que, en otra vida, hubiera querido ser astrofísico. Pero no para pasarse el día detrás de un telescopio o de montañas de libros, elucubrando teorías sesudas que luego serán la jaqueca de futuros estudiantes. No. En el lenguaje humano, demasiado humano de Manuel, ser astrofísico es poder convertirse en cuerpo volátil, ser una partícula de polvo cósmico, de mineral que navega por el espacio, que baja hasta las entrañas de la tierra y reaparece luego en la superficie, para servir de alimento a una planta, a un ave, a los meandros que abrazan la tierra, a las zanahorias o a las margaritas. Manuel sabe que la tarea es ardua, pero a veces consigue ser aquel astrofísico.

Moncho

Mi amigo Moncho odia a los obispos y ve el mundo con la cabeza ladeada. No lo hace por arrogancia; el día que Moncho iba a nacer, traía la cabeza muy bien puesta, pero el niño ya intuía que en el mundo pululaban los obispos y se resistió demasiado a la hora de salir, y esa tardanza le torció el cuello para siempre. Y también le torció la lengua.

Se la torció, sobre todo, para hablar sobre cualquier cosa injusta, para despotricar contra los obispos, contra las guerras, contra la hipocresía. Y dado que el mundo está lleno de obispos, de guerras y de hipocresías, la lengua torcida de Moncho no hace sino enderezar el mundo.

Cada vez que atraviesa en invierno la Plaza de Santa María, donde está el Obispado, Moncho, que viene cargado con el anticongelante que ha bebido por barriles en el bar Nevada, se pone a despotricar contra el obispo de su ciudad, contra la guerra, contra la hipocresía. Pero el obispo, que vive en el lado derecho del mundo, no entiende la lengua torcida de Moncho. No la entiende.

Otro amigo

Un día un amigo mío se sintió tan cansado, pero tan cansado, que al terminársele la escalera mecánica se negó a dar un paso más, creando un caos en el centro comercial.

*

José Aníbal Campos (La Habana, 1965) reside desde hace unos años en Santa Cruz de Tenerife. Es licenciado en Filología Germánica por la Universidad de La Habana. Ha traducido, entre muchos otros autores de habla alemana e inglesa, a Leopold von Sacher-Masoch, Uwe Timm, Hans Magnus Enzensberger, Peter Berling, Franz Schätzing, Pascal Mercier, Hans Sedlmayr, Philip Ball, Ingeborg Bachmann, Gregor von Rezzori y Peter Stamm. En 1999 fue Premio de Traducción de la República de Austria por la traducción y divulgación de la literatura austriaca contemporánea. En 2010 recibió la beca de trabajo que otorga la Casa del Traductor de Looren, Suiza, a profesionales dedicados a la divulgación de la literatura del país helvético desde cualquiera de sus cuatro lenguas oficiales, en este caso, el alemán.

Para celebrar el cumpleaños de Goretti Ramírez

Fue Jun, el pintor de Fasnia, quien me la presentó.

Jun fue, sí, el rulfiano, el narrador de los arozarenales del sur, el juanismaeliano pintor Jun, ¡el Chirico de los roques de la Fasnia de su infancia!

Sí, él, Jun. ¡Ay, Ricardo María Cardoso Jun, que vienes y te vas como Perico García, cuando estallan las bombas del alumbrado público!

Fue él, Jun, quien me dijo al oído, como si una flecha abisinia silbara en el aire eritreo:  «Si la conocieras, mi amigo, se cocerían tus agraces higadillos al instante, volverías a  ser ciervo». Y ya no pude arrancármela del pensamiento. En mí brotaron desbridadas las irrefrenables atracciones del enigma erótico. La mandorla deseada.  Una sombra con pechos danzantes parpadeaba en la pared del templo indio, una sombra avivada por los antorchados fuegos paganos. Una sombra y un deseo avivados. La mandorla creciente.

Jun, sí, el último pintor mítico-metafísico de la ínsula, fue quien me habló de ella. Pero, antes de continuar el relato, amigo Cejas Rijo, hagamos una digresión que se me antoja innecesaria, hablemos un instante, innecesariamente, de Jun, ¡qué gusto! ¡Qué necesidad! Porque Jun sigue siendo, para muchos, un misterio. Hay quien cree que Jun es una invención. Hay quien cree que es una proyección, una sombra en el pequeño espejo que esconde una dama veneciana y lezamiana. Y hasta hay quien cree que Jun es el producto de una travesura literaria de dos autores  insulares. ¡Jun una ficción? ¡Ja! ¡Y un jamón!, como diría el realejero amigo Juan.

Te contaré, Cejas ―para darle más consistencia al personaje―, lo último que sé de esta pessoa. Aunque mi amigo Zé Lelinho ―quien me dio justa noticia del hecho que a continuación voy a relatar sucintamente, si no me interrumpe la querencia de otra digresión― te lo contaría mejor: el cielo no me concedió ―entre otras― la gracia de narrar, ni la he conquistado.

Zé ―que será uno de los personajes del breve relato― me contó ―mientras miraba de reojo a una ondina amedusada con no poco deseo minoico (así es el cejijunto ballestero Zé)― lo acontecido en  Las Aguas, en la costa de La Rambla, en el norte de Tenerife, una noche entera de luna sobre el basalto atlántico. Jun conocía el lugar por unas fotos que yo le había enviado por correo hacía unos meses: dos rocas emergían en la proximidad de la costa mediando entre ambas una separación salvable con solo un paso de gigante. Jun ―dijo Zé― pensó en el proyecto de inmediato. Yo  le había mostrado unos años antes ―para su boquiabierto asombro de actor de cine mudo― el puente de paja que une a las Rocas Casadas de Futami, en el mar del Japón. El demonio de la analogía zumbó en el aire, imantándolo de rimas y atracciones. «Uniré las dos rocas en la noche. Las bodas serán nocturnas, nocturnales y nocturnecientes. Y entonces las rocas de Las Aguas serán entonces las rocas de Futami serán entonces los roques de Fasnia. Tú, Zé, y Juan Pracan me acompañarán necesariamente en la empresa. Melchor no, el pobre jaikaista es un pésimo nadador y tiene cara de ahogado prematuro. Habrá matrimonio terrestre y celeste. ¡Habrá matrimonio, aquí como en Japón, John Donne!».

Y así fue. Una noche del último septiembre, con la luna entera sobre la noche atlántica de basalto, los tres artistas emprendieron el casamiento de las rocas de Las Aguas. Zé y Juan Pracan ―ambos estupendos nadadores de longíneas piernas, tritones aunque poetas, experimentados en salvar rubias ahogadizas en la playa realejera de El Socorro― fueron los encargados ―animosos Leandros―  de llevar a nado las cuerdas hasta las rocas, mientras Ricardo María, encaramado, ora en una ora en otra,  ayudaba en el esfuerzo trabajoso del izado. Las cuerdas, confeccionadas  por Jun con fajinas de millo y pintadas con un naranja rothkiano, casaron a las rocas. Y hubo acuerdo otra vez entre las cosas del mundo, Unidad plotiniana, verdadera Alianza de Tiempo y Espacio. Zé Lelinho y Juan Pracan observaban alelados las inauditas bodas, flotando en un mar gobernado por la luna de los acontecimientos. Pronto ―como llevados por un encantamiento órfico― empezaron a cantar a dúo un epitalamio improvisado con sus voces amigas y profundamente masculinísimas. Sobre una de las rocas, Jun remedaba con su cuerpo, mediante movimientos de grulla hokusaiana, la imagen del torii, el altar que corona una de las rocas de Futami.

Y esa es la historia, Cejas.

Cejas Rijo puso cara de descreimiento jitanjafórico arrugando su entrecejo gitano y me preguntó con incredulidad ilustrada si aún era posible contemplar las rocas casadas por Ricardo María Cardoso Jun en Las Aguas. No, no era posible. Jun, después de casar las rocas, decidió, al alba, prender fuego a los cordajes. «Todo para nada», es uno de los lemas de Jun; «la ceniza más que el fuego», otro. Así es Jun. «¡Viva el acto puro y muera la perpetuación!», dice a menudo. Una vez escribió, apartándose de su sobria y seca expresión: «Seamos cataclísmicos atlantes desaparecidos, nunca laureados romanos museísticos». A mí suele enviarme cartas encabezadas con su lema más simple, volátil y misterioso: «¡Viva el gas!»

Me han asegurado que Bertita Rodríguez, la fotógrafa oriental, avisada por Zé Lelinho, tomó ―sin que Jun lo advirtiera― unas fotos clandestinas de la ceremonia de Las Aguas, pero yo no las he visto. Dicen que la pobrecilla pasó la noche apostada entre los callaos, camuflada con algas, esperando captar el instante decisivo. Alguien me dijo también que el criptojudío Chuarchi Branco, en una de sus piezas lumínicas, ha homenajeado crípticamente ―aunque él lo niegue aquí y en Berlín― esta juniana acción zen. No hay que creer nada de lo que se dice de Jun aunque haya que creer todo lo que se dice de Jun. Al mismo tiempo. No hay otra manera de acercarse a él.

Cejas apagó la grabadora, me dio una palmadita en el hombro que no supe cómo interpretar y, levantándose  de la mecedora como un florecido flamboyán andante, dio media vuelta y marchó a sus ensayos y florilegios. «Prométeme, por Cicerón y Esculapio, que mañana me hablarás  de ella», me pidió asomándose por la ventanilla del descapotable italiano. Sí, mañana te prometo que hablaré de ella, la que me presentó Jun, aquella que hizo nacer en mí el deseo de hacer el amor en una pagoda.

*

"Monsieur López en el Hotel Majestic de Oporto", Por Jun

Melchor López (Tenerife, 1965) ha publicado Tre­ce poemas (1993), Altos del sol (1995), El estilita (1998) y Oriental (2003) y Fama del día seguido de Escrito en Arrieta (2007).

Ya se sabe. El hecho de cumplir cuarenta y cinco años es una putada. Cuarenta y cinco es una cifra redonda, y en cierto sentido simbólica. Te hace reflexionar y el resultado de mis reflexiones no me convencía. No me convencía en absoluto. O al menos, no me convencía en este momento. Convencer, complicado verbo. Probablemente dentro de media hora se me habrían pasado mis neuras y volvería a ser el tipo alegre, brillante y volcánico de siempre.

Resonaba aún en mis oídos el discurso de investidura del Gran Paulino. Me reafirmé en que no es fácil la vida de los desalojados del poder, como yo. Vagando cual fantasma por el inhóspito desierto. Porque hace mucho calor en Canarias, y a la vez hace frío, y a la vez se pasa sed y hambre y está uno expuesto a las inclemencias, a la soledad, al abandono, al desamparo y el vacío. El desierto de las islas es cruel, largo y amargo. Atravesarlo lleva generalmente mucho tiempo y muchos sinsabores. Treinta y cinco años de dictadura y otros tantos de nacionalismo.

Moisés tardó cuarenta años en llegar y al final no pisó la tierra prometida. En el camino se dejó la salud, los pies y las manos destrozadas, a muchos amigos, a su familia más querida, a su pueblo y sus compatriotas. Se dejó la vida. Moisés hizo algún milagro para acabar con sus perseguidores. Pero los milagros no existen hoy en el desierto canario. Se bebe solo si lleva uno agua. Se superan las tormentas si va uno suficientemente protegido. Se come algo si sabe uno vivir de las raíces y de los cactus y de los muchos insectos que lo habitan. Sí, en el desierto hay plagas, terremotos, incendios, eternas sequías y guerras fratricidas. Demasiado pesimista aún. Mi cumpleaños y el discurso del Presidente, demasiado pal body.

Entré en un bar de copas italiano en el que los camareros parecían unos capos mafiosos. El decorado parecía rojo, y si no lo era, recreaba fielmente el ambiente de un burdel. Pasé por delante de una máquina de pistachos, un par de billares, todo al son de la música de Dire Straits, del disco Brothers in Arms. Al fondo un proyector reproducía un partido de los Boston Celtics contra los Detroit Pistons. Reconoció a Isiah Thomas y a Dennis Rodman. Era la época de esplendor de los Bad Boys a finales de los ochenta. La clientela era selecta y rara como le habían advertido. Al fondo de la sala existía una zona restringida con reservados para clientes VIP. Justo a la derecha de un pequeño escenario para celebrar jam sesión.

Llamaron la atención por los micrófonos del escenario y allí se atrincheraron cuatro músicos de color con una afinidad temperamental evidente. Subidos en la tarima parecían estorbarse entre ellos. Comenzaron a tocar, al menos no era música enlatada. En aquellos acordes se percibía la ausencia de un líder. Se guiaban por una selección de estructuras armónicas standard. Me hice sitio en la barra. Comenzaron a desarrollar su capacidad de improvisar sobre las bases aportadas por los temas seleccionados. Utilizaban arreglos simples en forma de riffs, sobre un background espontáneo.

―Perdona ―interrumpió mi atención―. Si quieres te froto la nuca, eso siempre relaja.

Una muchacha, cuya mayoría de edad era discutible, se colocó a mi lado y se inclinó rozándome el brazo derecho con sus abultados senos, generosamente revelados por el escote del vestido. Acto seguido cumplió su ofrecimiento pasándome las manos por el cuello y los hombros.

―¿Le gusto, papito?

Odiaba aquella palabra desde que a Miguel Bosé se le había ido la olla (si es que Bosé alguna vez tuvo la olla en su sitio, que la polla ya sabemos que no). Pero era de caballero contestar cortésmente a la dama, ahora que aún no tenía suficiente alcohol dentro de mis venas y me podía comportar civilizadamente.

―Sí, muchísimo.

―¿Por qué?

―¿Por qué? ―vaya preguntas cruzadas.

―Sí, ¿por qué le gustó?

Pensé durante un momento. Respondí lo primero que me vino a la cabeza.

―Me inspira y evoca una profunda tristeza.

Ella tomó mi mano y la colocó sobre su pecho.  Justo encima de una de sus tetas.

―¿Escucha el tic-tac?

―Sí, perfectamente. ¿Tiene una bomba ahí? ―Ella rió discretamente mi ocurrencia―.Verás, quisiera poder ayudarte, lo admito. Pero soy egoísta, mentiroso, paranoico, misógino y entrometido. Aunque debo confesarte que algún defecto también tengo.

Me cogió la mano y me llevó hacia el fondo del local. Subimos por una escalera de caracol hasta el segundo piso. Luego perdí el sentido muy rápidamente. Sin duda era un anestésico mucho más potente que el cloroformo. Lo último que tuve tiempo de ver fueron unas piernas de una mujer. Unas piernas muy bonitas a decir verdad.

Demonios del infierno, ¿dónde estaba? Me sentía como si me hubiese pasado una apisonadora por encima. Tanteé a ciegas buscando encontrar el interruptor de la luz. Fue inútil, ni siquiera conseguía levantarme. No me habían atado pero, seguramente, la puerta estaba cerrada. La última imagen que recuerdo fue la de una mano apretándome una mordaza en la cara. ¡No, mentira!, fueron aquellas piernas de mujer. Me habían tendido una trampa. Lo que significa que estaba siguiendo una pista correcta. Me conformaba con aquel razonamiento cuando se abrió la puerta y se hizo la luz. Me fijé primero en aquellas piernas. Eran las mismas. El resto del cuerpo estaba en una sincronía perfecta. Y la expresión de su cara reflejaba una angélica maldad. Se acercó y, para mi sorpresa, me besó en la boca.

―Es una alegría ver que está bien ―me dijo, preocupándose por mi salud.

―Estoy bien ―mentí―. Eso es estupendo. También ha sido estupendo el beso… ¿puede darme otro?

―Todo a su tiempo, pero antes el señor Estanislao quiere hablar con usted.

¿El señor Estanislao? Y seguramente yo sería Mat Fernández. Me veía convertido en un personaje hardboiled sacado de una antología de narradores canarios contemporáneos.

―¿Y le ha dado algún recado para mí, el señor Estanislao?

―Sí, G…

―¿Je? –la interrumpí.

―No, Jé no, G. G 21. Desconozco qué significa. Me comentó que usted lo sabría.

Lo sabía, en efecto. Le hice una rápida radiografía a aquella sílfide. Era mi cumpleaños. Estábamos encerrados en una pequeña habitación con una cama y sábanas limpias.

―Dejando a Estanislao aparte. Ahora tengo otros intereses.

―No puede ser ―negó leyéndome el pensamiento―. Sin duda muchas mujeres deben encontrarlo bastante atractivo… incuso a mí me lo parece, pero no puede ser.

―¿Quiere decir eso que sigo en carrera?

―¿Carrera? ¿Qué carrera?

―La carrera por conquistar su afecto, por pequeño y transitorio que sea.

―¿Está hablando de irnos a la cama, Mat?

Me encantó que comenzara a tutearme. Tenía la clave para llegar hasta Estanislao (G 21) y a una diosa delante de mí. La resolución de este relato podía esperar a una novela más amplia y generosamente remunerada.

*

Pedro Javier Hernández Vázquez (Santa Cruz de Tenerife, 1968) se licenció en Derecho por la Universidad de la Laguna. Su trayectoria literaria se cifra en la publicación de dos novelas: Factotum, sobre las luchas de poder y la corrupción institucional, y La identidad fragmentada, que incide en los mitos y tradiciones aborígenes guanches, ambas obras en clave de thriller y dentro de la colección Parabellum de la editorial Benchomo. Participa como contertulio en el programa La Puerta Sonora de Radio Norte, y ha tenido colaboraciones en las revistas culturales La Puerta y Lunula.

El sacrificio | Roberto A. Cabrera

Publicado: 5 julio, 2011 en Relatos

A Pino Rodríguez, en cuyo piso halló el autor la sosegada hospitalidad que le permitió escribir este cuento.

El hombre cruzó como una sombra la calle, anduvo unos metros por la acera sin luz y dobló la esquina. Había escogido un camino que lo alejaba algunas manzanas de su destino. Naturalmente no lo ignoraba. Y aunque la urgencia que había forzado su salida a aquella hora de la noche no podía admitir la menor demora y aconsejaba, por tanto, la vía más corta, el hombre prefirió evitar el bulevar y confiarse a la penumbra de la calle que discurría paralela. Mientras avanzaba, con visible inquietud –sus pasos se esforzaban por ensayar un equilibrio entre la presteza y el imperativo de levantar el mínimo ruido posible–, el hombre rozaba con sus manos las paredes y hacía frecuentes pausas para escudriñar el fondo de la calle. A veces volvía la cabeza, como si respondiera al llamado de un confuso presentimiento. Cuando se detenía, le asaltaba una angustia insoportable que lo obligaba a reanudar la marcha para al cabo detenerse, sin aliento. Temió entonces perder el control de sí mismo (se repetía a cada instante, bien que inútilmente, como para infundirse ánimos, que debía mantener la calma, dominar sus nervios, para así pensar con la lucidez necesaria). El ronroneo de un motor paralizó de pronto sus miembros. Horrorizado, vio cómo un vehículo se aproximaba a lo lejos, con las luces apagadas. Durante unos segundos interminables, de pie, contra la pared, aniquilado bajo el peso de una indefensión absoluta, de una vulnerabilidad extrema, el hombre hubo de luchar contra la rigidez de su cuerpo, que venció a tiempo de arrojarse, con un salto que parecía efecto de una concentración insospechada de energías, de una extraordinaria voluntad, en un zaguán. Un camión traqueteó por la calle sin detenerse, giró en el primer cruce y desapareció. El hombre acertó a vislumbrar el brillo siniestro de unos cascos a lomos del vehículo. Supo entonces que había burlado la ronda.

Cuando alcanzó el segundo piso y se acercó, jadeante, a la puerta, oyó a través de ella una algazara que sus golpes tardaron en acallar. Luego sucedió un silencio desconcertante. Volvió a insistir. Al fin, la voz de un hombre lo interrogó desde el otro lado de la puerta y él sintió atropellarse sus explicaciones. Entonces se abrió la puerta y un hombre corpulento, de mediana edad, le dirigió una mirada algo áspera.

―¿Qué desea?– volvió a preguntar, como si desconfiara aún de sus palabras.

―Acabo de decirle que es urgente, muy urgente. Le he preguntado por su señora.

Una voz de mujer comentó algo; el señor se volvió y farfulló unas palabras. Todo volvió a quedar en silencio.

―Dígame, joven. No pretenderá que mi esposa le acompañe a estas horas. ¿Está loco? ¿No sabe el riesgo que ha corrido al venir hasta aquí? Deberá esperar a que amanezca.

―Pero, oiga. Mi mujer…

―Lo siento. Todo lo más que puedo hacer por usted en este momento es ofrecerle mi techo si no quiere arriesgarse de nuevo. Mañana a primera hora, en cuanto levante el toque de queda, mi esposa le acompañará.

―¡No puedo dejarla sola!<< protestó.

―¿Es que no tiene familia, vecinos, algún amigo?

―He dejado una vecina con ella. Pero temo que algo no vaya bien. ¡Se lo suplico!

―Lo siento, lo siento mucho. Pero no es posible―. Y, como si lo despidiese, preguntó ―¿Va a quedarse?

El hombre giró sobre sí mismo sin responder, y bajó precipitadamente las escaleras. Una vez en la calle, mientras desandaba sus pasos en la noche, sintió cómo le vencía la desesperación. Recordó a su mujer tal y como la vio antes de abandonar el piso donde se hospedaban, su rostro bañado en sudor, fatigada en extremo, ya sin fuerzas, con una palidez que lo hería y que colmaba la percepción de su impotencia. Apretó el paso, sin advertir que desatendía la prudencia obligada, que caminaba con descuido, arrebatado por la intención de regresar cuanto antes al piso, angustiado por la idea de volver con las manos vacías, de haber emprendido un camino que lo exponía a grandes riesgos y no poder al fin sino acompañarla en su dolor, y sostener su mano en la suya, dolorida aún por la fuerza con que ella la había apretado. Quiso correr y, sin embargo, alarmado por la temeridad de sus pasos, supo contenerse, aminoró la marcha y se detuvo durante unos segundos con aire receloso. Había llegado a una esquina y debía cruzar la calle. Reconocía perfectamente el lugar. Aliviado, descubrió que mediaban unos cincuenta metros de su domicilio. Cruzó el adoquinado y mientras se acercaba por la acera al portal oyó de pronto una voz abrupta que le gritaba a sus espaldas. No se volvió; reprimió un vano impulso de correr y, sin dejar de mirar el portal, alzó las manos, torpemente.

Dos soldados lo condujeron hasta un despacho. Vio allí dos mesas y varios armarios llenos de archivos. Un retrato al óleo presidía la habitación. Lo acercaron a una de las mesas. Allí sostuvo la mirada de un oficial, apostado en un escritorio, ante una máquina de escribir. A su izquierda, un señor de paisano, sentado igualmente. El oficial se dirigió al detenido. Acto seguido, el señor de paisano comenzó a traducir sus palabras. El hombre observó de inmediato, mientras facilitaba su cédula de identidad, que el intérprete permanecía con la cabeza baja mientras ejercía su oficio, y no dejó de observarlo ―al reconocer en él un compatriota― pues conjeturó que podría serle de ayuda en aquel trance. El hombre trataba de responder con diligencia a las preguntas y se atrevió, encarándose al intérprete, a explicar lo sucedido. Pero el militar le obligó a guardar silencio. A través del intérprete ―que no había levantado los ojos una sola vez, como si se abstrajera contemplándose las manos o algún punto impreciso del encerado―, a través de su voz monótona y, de algún modo, humillada, supo que no se le interrogaba en ese momento y que debía limitarse a facilitar los datos sobre su persona. Él quiso insistir, declarar que se había cometido un error pero lejos de despertar en el oficial alguna simpatía por su caso acabó irritándolo. A una orden suya, los soldados lo condujeron fuera del despacho y lo llevaron al sótano del edificio. Abrieron uno de los calabozos y lo encerraron.

Había allí tres hombres. No lo saludaron. Y él no supo qué hacer. El espacio era angosto y mal iluminado por una bombilla que pendía muy alta del techo. Dos de los hombres permanecían de pie, dándose la espalda. El tercero, recostado en el único catre del calabozo, examinaba al recién llegado con un detenimiento que éste juzgó descortés. Visiblemente incómodo, trataba de aparentar, bajo el peso de aquella mirada, una gravedad digna. Primero ensayó meterse las manos en los bolsillos, pero su ansiedad frustró de inmediato la pose. Luego probó, tras alguna vacilación, a cruzarse los brazos, pero como tampoco resultaba convincente acabó por abandonarse, sin la menor esperanza. Uno de los hombres que permanecía de pie le dirigió la palabra:

―¿Cuándo le detuvieron?

―Hace una hora― respondió, con cierto alivio.

―¿Asaltaron su casa?

―No, fue en la calle. Una patrulla. Mi mujer estaba de parto y no hubo más remedio que salir. La matrona no vive lejos. Pero ella, mi mujer, no quería que yo saliese, sabía que podía pasar esto.

Todos callaban. Tras una pausa, se creyó obligado a proseguir, bien porque interpretara, tal vez erróneamente, aquel silencio como un interrogante, como una muda petición de detalles, bien porque sentía la extraña necesidad de justificarse ante aquellos hombres. Declaró que no había logrado entenderse con los soldados y que lo golpearon. Añadió que el oficial, arriba, no quiso oírlo. Quería que supiese que era una urgencia, que, por eso, porque era una urgencia había salido a la calle. Y que volvía sin la partera porque el marido le prohibió salir. Y que debía haber corrido pero que mejor no, que lo hubieran acribillado, que se quedó allí quieto, cerca, muy cerca, del portal.

De pronto enmudeció. El hombre del catre había comenzado a reírse por lo bajo. Y como no cesaba de reírse, el recién llegado acabó por humillar la mirada mientras sentía que le temblaba el labio inferior y se le nublaba la vista.

El general había ordenado que le subieran la cena a su habitación. De pie, ante los ventanales de la lujosa suite que ocupaba en el hotel, convertido desde la capitulación del país en sede del cuartel general, contemplaba la noche sobre la capital con aire visiblemente grave. Había puesto al corriente al Estado Mayor del atentado con bomba que esa misma noche había costado la vida de dos oficiales y un camarero, cuando cenaban en un conocido restaurante de la ciudad, y esperaba de un momento a otro instrucciones telefónicas. El general lamentaba, sin duda, la pérdida de sus oficiales, que no conocía personalmente, pero se sorprendió a sí mismo cavilando sobre la suerte, si cabe absurda, del camarero, que había caído por obra de una bomba ―se permitió la ironía― patriótica. Nadie como él se sentía responsable de la seguridad de su ejército en la ciudad pero había discrepado de los métodos ejemplarizantes con que el Estado Mayor pretendía sofocar la resistencia. La ola de atentados confirmaba su vaticinio. Cuando se produjo, al fin, la llamada, el general supo que no habría ninguna sorpresa.

La voz, en efecto, fue concluyente.

―Fusile a todos los detenidos― ordenó―. Sin la menor dilación.

El general sostuvo una pausa.

―No lo creo prudente― objetó―. Según mis informes, esta sola noche han sido detenidas unas cincuenta personas. Entre ellas hay algunos sospechosos. Pero la mayoría de los detenidos no han sido interrogados aún.

―General, los detenidos son considerados desde este momento como rehenes. Es precisa una respuesta enérgica, contundente. Debemos vengar en ellos la vida de nuestros oficiales.

El general guardó una vez más silencio.

―Permítame sugerirle― añadió, no sin sopesar las palabras― el canje de una parte de los detenidos por delincuentes condenados a la pena capital. Podría proporcionarle antes de una hora una lista de nombres…

―Denegado. La inocencia de la sangre, general, no es una objeción, sino una virtud. La sangre de los rehenes hará el castigo más ejemplarizante. Fusílelos antes del amanecer. Buenas noches.

El general colgó el receptor. Unos golpes en la puerta anunciaron la cena.

Puerto de Cabras, isla de Fuerteventura, septiembre de 2001.

[Publicado originalmente, en edición no venal, en la colección “Aula de Arte y Publicaciones” de la Biblioteca de Icod, Tenerife, en 2002.]

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UNAS PALABRAS A PROPÓSITO DE EL SACRIFICIO

Entre las experiencias más luminosas que pude vivir en el año 2000 debo señalar el nacimiento de mi primer hijo y la lectura deslumbrada y paciente de los Diarios de Ernst Jünger. Al concurso de ambas vivencias debo el germen de mi relato El sacrificio. Sin duda, la lectura de las páginas del escritor alemán hubiera sido suficiente para brindarme la anécdota que inspiraría a la postre mi relato. En un apunte fechado en París el 21 de agosto de 1943 Jünger escribe: En una noche del año 1941 la mujer de un conocido de Jouhandeau estaba a punto de dar a luz; el marido salió de casa para avisar a la comadrona. Ya había sonado la hora del toque de queda; una patrulla francesa lo paró y lo condujo al puesto de guardia. Allí el hombre explicó su caso; se avisó a la comadrona, pero a él lo retuvieron hasta la mañana siguiente, para comprobar la verdad de sus afirmaciones. Entretanto llegó la noticia de que había habido un atentado; a toda prisa se procedió a juntar algunos rehenes, y, entre otras personas que habían infringido el toque de queda, se fusiló también a aquel hombre. Esta lacónica noticia bastaba por sí misma para conmoverme. No pudo pasarme desapercibida la conjunción fatal de alumbramiento y muerte, de inocencia y arbitrariedad, de injusticia irreparable que había caído sobre los hombros de aquel desdichado. Pero sé que mi inminente paternidad me había predispuesto a una empatía si cabe más íntima. Ambos factores, pues, la experiencia intelectual y moral y la vivencia cordial, empática, precipitaron la escritura del cuento.

Debo hacer constar que desde mi adolescencia no había escrito prosa narrativa. Este es, en propiedad, mi primer cuento. Cuando me propuse escribirlo supe que debía distanciarme del personaje y sus circunstancias, narrar fríamente la historia como si levantara acta de lo sucedido, pues intuía que la verdad dramática podía revelarse mejor de ese modo y que toda concesión al melodrama y al sentimentalismo acabaría arruinando la tragicidad del relato. Algún amigo leyó el manuscrito y me aconsejó con acierto eliminar las referencias históricas al París de la ocupación alemana. Con ello la verdad del relato logró alcanzar una universalidad que lo ha enriquecido; no en vano considero este rasgo uno de los méritos de mi cuento. La caída en los fosos de los lugares comunes fue la amenaza más seria que hube de sortear, especialmente cuando me esforcé por retratar la posición difícil de quien ostenta el poder en situaciones de barbarie (como sucedió con el círculo secreto de oficiales alemanes al que perteneció Jünger en sus años de París, cuyas prudentes y calculadas maniobras para frustrar muchas de las órdenes e instrucciones dictadas por Berlín salvaron de una muerte segura a muchos ciudadanos).

A la persona a quien va dedicado el cuento debo en buena parte su escritura material. Durante mis dos años de trabajo en un instituto de la capital de Fuerteventura, compartimos la docencia en el mismo departamento y cuando debí regresar durante unos días de septiembre a Fuerteventura para la correción de exámenes extraordinarios me brindó amablemente su piso. Allí encontré la soledad y el sosiego que necesitaba para redactar el cuento. Con él bajo el brazo volé hacia La Palma, adonde me habían destinado, el 11 de septiembre de 2001. A mi llegada a La Palma supe de los atentados de Nueva York y Washington. Comprendí de inmediato que estrenábamos un nuevo siglo bajo acordes sombríos y atmósferas inciertas.

Roberto A. Cabrera | Los Sauces, junio de 2011. 

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La halitosis es una afección que a menudo sufren muchos poetas. Ya sea en forma de mal aliento ocasional después de escribir unos versos, o sea en forma de problemas más permanentes, se dice que la halitosis afecta a casi el 50% de los poetas. A juzgar por la magnitud del mercado de ventas de colutorios y otros productos contra el mal aliento poético, la halitosis lírica es un problema personal que preocupa a muchos autores.

La halitosis lírica puede ser provocada, en general, por la descomposición rapsódica de partículas de poemas, versos, palabras y algunos adjetivos que componen el estro poético. De este modo, el 90% de las causas de halitosis lírica se originan en el cerebro. Como las poetinas y otros agentes químicos que forman parte de estos materiales se van descomponiendo en elementos más simples como versifiácidos y erátidos, se producen muchas sustancias volátiles (ripios incontrolados y excipientes de metáfora) relacionadas con su descomposición. Entre ellas podemos mencionar el ácido egolátrico (olor del ego), ácido tópico (olor del lugar común o de la musa pútrida), ácido estrófico, ombligonona, asceticaldehído, melanconol, prepotentol y sinabuelanol.

Otros productos de descomposición pueden pasar a formar parte de las vías parabólicas de las elegiacinas, que se van desdoblando en el cerebro en compuestos volátiles. Éste es particularmente el caso de verbiácidos que contienen gansuro, como la metonimina, la encabalgaína y la tropina. Los compuestos estúlticos vanagloriales (cev) resultantes, como el gansuro de semántica, el baladronano de estilo, el rimbombancio de melifluilo y otras sustancias químicas (imbecilina y cutrecina, diarreínas fétidas), son, en parte, responsables del olor de que se quejan los pacientes con halitosis lírica (o sus allegados). En el aire del cerebro rapsódico se han detectado unos 400 compuestos fútiles. Se ha establecido que son más de 300 las baboserías cerebrales que causan las concentraciones detectables de compuestos estúlticos vanagloriales asociados con la halitosis lírica.

Se han hallado concentraciones más altas de cev en los gases bucales emitidos por pacientes con enfermedad galardonial que en los pacientes sanos. Un estudio reciente demostró que los poetas que se quejaban de mal aliento tenían más áreas de versorragias y placas con rapsodinas metaforizantes de tipo banal que los que no habían dado cuenta del mal olor. Según las últimas investigaciones, los cev están implicados en un circuito de retroacción que comienza y finaliza con una salud egomodestial deficiente.

La higiene egomodestial inadecuada puede producir inflamación infulal, creando bolsas hipovanidadas que almacenan ripioctinas carpetovetónicas contrainspirativas. Estas ripioctinas comienzan luego la presunciólisis de las proteínas espirituales y genitales, que producen finalmente los cev. Aparte de los obvios efectos en el olor del aliento del paciente, estos cev incrementan la permeabilidad de la vena plectral, aceleran la degradación del arrebato lírico, demoran la cicatrización de las cursilerías pertinaces y afectan también la función versicular discursiva y engreidal. Todos estos efectos pueden reforzar o agravar las condiciones iniciales de la salud egomodestial deficiente que conducen, en primer lugar, al desarrollo de poemobios halitóticos.

La putrefacción onírica de las sustancias poemables es la que causa mayormente la halitosis. El flujo sentimental contiene fantochinas, ranciohidratos e inmunovulgarinas que interfieren con el metabolismo de las sustancias poemables y con la adherencia rapsódica a las superficies versales, que en algunos casos son liricidas.

La halitosis lírica puede tratarse con productos refrescantes del aliento poético, que tienden a ser lechuguinicidas y a estimular la secreción rapsodiana. La masticación de chicle emocional (conocido como «chicle de juglar») también estimula el flujo compositivo y la eliminación de ripioctina acumulada. En cambio, debe tenerse cuidado con el chicle no-emocional («chicle ramplón») porque, aunque es menos sensibligénico que el chicle con afectosa y otros ternúcares, tiende a elevar el pH versal, haciendo el ambiente más acogedor para los poemobios halitóticos.

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Ulises Ramos Cordero (Santa Cruz de Tenerife, 1964) se licenció en Filosofía y Letras, en la especialidad de Arqueología, por la Universidad de Granada. Desde 2003 es editor. Ha publicado el libro de microrrelatos Con cierto cuento (Artemisa Ediciones, 2004). Varios relatos suyos han formado parte de diversas antologías, ha traducido obras de Conrad, Daudet, Cravan o Bierce, y también es autor de distintos prólogos a obras históricas y literarias de autores como Rodríguez Moure, Bethencourt Massieu y Joseph Conrad. En 2011 publicará un nuevo volumen de relatos en la editorial aragonesa Eclipsados.

David Guijosa | Dos microrrelatos

Publicado: 30 junio, 2011 en Relatos
1. La buena muerte

Mientras el paso de los costaleros aplanaba los adoquines, un juez improvisado, de sombra escueta, atendía un último asunto en un sótano privado. Erguido y taciturno sobre el condenado, emitió su fallo inapelable, hundiendo un cuchillo de hoja larga y estrecha, lentamente, entre sus costillas. El hombre se retorcía en el suelo, maniatado y con un pedazo tan grueso de tela en la boca como la bola compacta de un planeta. Se agachó para limpiar la sangre de la hoja sobre el trapo que mordía su víctima, mirándole cuidadosamente a los ojos mientras algo espeso como el silencio se dilataba cada vez más en las pupilas. Poco después la Procesión del Cristo de Medinaceli pasó por la calle Sevilla en dirección a Alcalá. Un tipo flaco, de tez macilenta, salía del piso bajo de un edificio por una lateral y se alejaba de los encapuchados con aire ausente, pensando en un oficio más amable, algo parecido a la buena muerte.

2. El cubo

Se cumplía la fecha del señalamiento para el juicio oral. Estaba prácticamente decidido, no habría absolución. Las pruebas: un puñal con huellas, testigos oculares de la fiesta y aquel cubo negro del tamaño de un televisor pequeño. La única pregunta por responder la hizo el fiscal cogiendo el recipiente.

― ¿Dónde ocultó usted el cadáver?

En la declaración rezaba que lo había lanzado al interior del cubo y, sin embargo, estaba claro que las dimensiones del objeto impedían que un hombre cupiera allí.

―En la Europa del siglo XXI, por favor, muéstrenos cómo lo hizo desaparecer en este ridículo artefacto.

El acusado hizo lo que le pedían: primero introdujo una mano, luego el brazo y tras él la cabeza con el cuerpo entero; y de repente se había esfumado frente a los ojos de los asistentes. Un mago nunca desvela su truco.

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David Guijosa (Suecia, 1981) es licenciado en Filología Inglesa. Ha llevado a cabo trabajos en prensa escrita con colaboraciones en revistas y como coordinador de la página qinké en el suplemento cultural Dtrulenque en el Diario de Avisos, además de la página cultural sietevecessiete en La Laguna Mensual. Ha publicado el cuadernillo de poemas contar x descontado (C. A. Cálamo) y los libros de poemas Traduciendo a Mnemósine (Idea) y naufragar consistió en: (Alhulia); así mismo ha participado en la antología poética El Oro Líquido (El País) y el libro de narrativa Riqui-Raca 1.0 – Cuentos de Fútbol Canario (Nectarina). Como traductor ha publicado el libro de poemas El Alba en Pedazos (Alhulia) de la autora sueca Anne-Marie Berglund y poemas de Bertil Pettersson, Lasse Söderberg, Thomas Tranströmer, Henrik Nordbrandt, Jens Bjørneboe, Jaume Pomar y Antonina Canyelles.

¡Oh Dios mío!, oh Dios mío a través de las paredes del edificio. Dios mío por favor, por favor, déjame en paz, márchate.

A mi alrededor Miles Davis suena alto, muy alto, y la trompeta, y la batería, golpean con fuerza mis oídos, mi cerebro.

– ¡Oh Dios, te lo pido! Vete, vete de aquí, ¡jodeeeerrrrr!

En la pantalla del ordenador una biografía de Norman Mailer. Toda su vida en pocas líneas, toda su literatura en pocas letras, sus guerras, su aburrida mierda en tres párrafos. Ochenta y cuatro años de página y media, Mailer, tipo duro. Me dan ganas de reír, pero oigo los gritos que llegan del piso de abajo y entonces cambio de opinión; ahora tengo ganas de reír y de llorar; las dos cosas al mismo tiempo, las dos cosas la misma cosa.

– Que no, te digo que no, lárgate hijo de puta, cabrón, me estás matando, has arruinado mi vida, eres el demonio, el demonio, ¡tengo al demonio en mi casa, señor, Dios mío, lo tengo metido en mi casa, en mi propia casa!

La trompeta no para, se clava dentro junto con los portazos, los golpes, es perfecto, es casi perfecto pero es de día y el sol entra por las ventanas, por eso falla, porque no está ocurriendo de noche, porque la oscuridad necesaria no está presente. El sol me hace sentir útil, mejorable, pero es un bienestar estúpido. ¿Por qué debo resultar útil, capaz? El sol me hace encontrar respuestas a estas preguntas, por eso no me gusta el sol, porque me hace vulnerable. La noche no te hace crecer, superar, la noche sólo es noche y deja que seas como quieras ser, como eres, como siempre fuiste. La noche no te pide sinceridad porque sabe que vas a ser siempre sincero. En ella puedes matar y alejarte después; sin preguntas, sin recuerdos; por eso me gusta la noche, porque sólo me da.

Voy a la cocina a cortar limón y preparo otro ron. El hielo en el vaso ruido de campanillas. Por el patio interior suben más gritos, quejas, miseria. La mujer habla y el hombre calla. Después la mujer callará y el hombre pegará: el fuerte sobre el débil y la cadena alimenticia imponiendo su orden. Las cosas no han cambiado tanto, no. Las cosas nunca cambian tanto, sólo a veces un poco.

Regreso al ordenador y ahora la trompeta se mete hasta mi estómago junto con el limón y el ron. Buen momento. Sí, buen momento, repite la voz dentro de mí. Me pongo gafas de sol y mis dedos buscan en las teclas las palabras justas para un relato, microrrelato, o como decida llamarlo cualquiera, me da igual, aquí el tamaño no importa. Muevo el vaso y veo una marca redonda debajo, una mancha sobre el cristal del escritorio. Paso la mano y la borro. Después paso la mano sobre mi cara y dejo ahí la mancha, mi piel con olor a alcohol y cítrico. Lávate las manos, lávate la cara, los dientes, decía mi padre cuando era pequeño. Ahora mi padre está muerto, mi cara sucia y Davis no suena igual de día que de noche.

Los portazos han cesado y por el patio interior sólo se oye  una gata llorar. Quedan cuatro horas para que se haga de noche. Cuatro horas, cuatro

Si supiera cómo se escribe un cuento lo escribiría, pero me temo que no lo sé. Poe se murió; Wilde se murió; Melville se murió y yo no sé cómo se fabrica un escribiente.

Yo sé preparar un ron con limón. Sé que esa trompeta que suena remueve mis tripas. Que el silencio tras los portazos no es silencio, sólo espera. Y que el día me sirve para llegar a la noche. Por eso debería dejar de escribir. Por eso dejo de escribir.

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JRamallo (Santa Cruz de Tenerife, 1976). Autor de Ensalada de canónigos, Ediciones Idea, colección Tid, septiembre 2009. Conjunto formado por dieciséis relatos: El vidente hambriento, Perros sueltos, Medio gramo, Pescado fresco… familia, ciudad, metaliteratura y canónigos. Estilo directo con poco maquillaje. Arrugas a la vista.

Mi primer relato editado fue El Blefaroplástico (Fricciones; 2007, Tenerife), formando parte de una compilación de textos de jóvenes escritores canarios. Desde julio del 2008 escribo en el periódico Canarias7.es después de ser seleccionado en un concurso autonómico para escribir un blog: Ofelia, blog de una perra desparasitada. Espacio donde me limito a traducir lo que Ofelia me cuenta, su forma de ver la vida a ras de suelo.

Durante año y medio (2007-2009) escribí una columna de opinión (El Extranjero) en el periódico La Opinión de Tenerife (Grupo Prensa Ibérica). Las revistas especializadas en cuento Al otro lado del espejo (Madrid) y La mancha literaria (Madrid), seleccionaron los relatos «Líneas verdes» y «Duerme mi amor duerme», de Ensalada de canónigos, para sus números 25 y 1, respectivamente. También he colaborado con microrrelato en las revistas La Tapa (Tenerife) y en La esfera cultural (Tenerife).

Zoo punto cero: Fundador, coordinador y miembro activo de este grupo multidisciplinar (fotografía, escritura, música, cine).

Abejas | Santiago Gil

Publicado: 23 junio, 2011 en Relatos

Me había equivocado de calle y circulaba en dirección contraria. Hacía años que no me movía por la capital. Buscaba una nueva casa. Me acababa de quedar viuda y quería romper con todos los recuerdos del pasado. Ese hombre me avisó de que circulaba incorrectamente. Estuvimos hablando casi una hora. Paseaba a su perro. No me lo dijo, pero se notaba que vivía solo y que no era feliz. Sí, era muy guapo, y además tenía pinta de ser un tipo exitoso al que le iban bien las cosas del trabajo. Tiene un año más que yo. Había estudiado en el colegio con mi hermano. No sé cómo llegamos a esas relaciones del pasado. Yo reconozco que soy una mujer muy guapa. Siempre me han mirado los hombres cuando camino por la calle. Incluso con el paso de los años me siguen mirando. Si no hubiera sido tan atractiva, estoy segura de que él no me hubiera avisado de mi equivocación circulatoria y habría seguido de largo paseando a su perro y pensando en sus asuntos. También tenemos amigos comunes a los que yo no veo hace mucho tiempo. Llevo seis años viviendo en la Cumbre, en una casa apartada que está en las inmediaciones de Ayacata. Mi marido traspasó la farmacia y yo hice lo propio con la tienda de modas que tenía en una de las transversales de Triana. Eran otros tiempos. Entonces el dinero se movía en todas partes. Con lo que sacamos compramos en Ayacata y contábamos con euros suficientes como para vivir tranquilamente hasta el final de nuestros días. No nos hacía falta mucho, y casi nos remediábamos con lo que íbamos sacando en la finca y con los cientos de frutales que rodeaban la casa. Habíamos decidido irnos para salvarnos como pareja. Apenas nos veíamos, y él me había sido infiel con una de mis mejores amigas. Todas las mujeres se lo rifaban, y en aquellos años estoy segura de que me engañó muchas veces más. Fui yo la que puse la condición de la huida si quería seguir conmigo. Me quería mucho. Las infidelidades no eran más que escarceos sexuales. No creo que llegara a querer a ninguna otra mujer.

Fuimos felices hasta que pasó lo de las abejas. A Juan le gustaba salir a pasear por los caminos reales de la Cumbre y luego subir riscos y perderse donde nunca llega ningún dominguero con sus ruidos y sus basuras. Alguna noche de verano la pasaba a la intemperie. Yo prefería quedarme en casa leyendo o escuchando música clásica. Los perros se quedaban conmigo. Si se hubiera llevado algún perro a lo mejor todavía estaría vivo. Se le metió una abeja reina por la nariz y le destrozó el cerebro. Posiblemente estuviera echando una cabezada. No me preocupé hasta que llegó la segunda noche. No teníamos teléfonos móviles porque no queríamos que nos molestaran y porque en esa zona de la Cumbre apenas hay cobertura. La Guardia Civil y la gente de Medio Ambiente del Cabildo lo estuvieron buscando durante tres días sin hallar ningún rastro. Los periódicos insinuaron, supongo que por informaciones filtradas por la propia Guardia Civil, que éramos una pareja en crisis y que probablemente Juan se habría fugado lejos de la isla. Lo pasé fatal durante una semana. Cuando lo hallaron era una gran colmena. Los forenses encontraron miel al lado de su ropa. Era tremendamente guapo. No me extraña que la abeja reina acabara encaprichándose de su nariz. Su trazo era casi perfecto.

El hombre que habla conmigo me da su teléfono. Yo le respondo que no tengo y me mira extrañado. Quiero vivir cerca del paseo de Las Canteras. Tengo en venta la casa de Ayacata. No es un buen momento para vender, pero más tarde o más temprano alguien la terminará comprando. Aquello es una especie de paraíso. Cualquiera de los muchos alemanes que se adentran por allí cada dos por tres querrá quedarse a vivir para siempre en ese lugar. O por lo menos querrá volver cada vez que quiera. Me despido de ese hombre y me voy hacia la zona de Guanarteme. Hay alquileres más asequibles. Viviré en un piso de alquiler hasta que logre vender la casa. Después supongo que compraré por aquí. Necesito mucho océano para soportar la ausencia de Juan. Sus cenizas las tiré al Atlántico. Fue algo que nos hicimos prometer los dos en su día. Yo ya no tengo quien cumpla ese deseo. Ahora solo quiero caminar por la orilla intentando reconocer el brillo de sus ojos en los pequeños charcos que se forman antes de que una nueva ola acabe borrando todo lo que creemos eterno.

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Santiago Gil (Guía de Gran Canaria, 1967) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en medios de prensa provinciales y nacionales, así como en distintos gabinetes de comunicación. Ha publicado las novelas Por si amanece y no me encuentras, Los años baldíos, Un hombre solo y sin sombra, Cómo ganarse la vida con la literatura, Las derrotas cotidianas; Los suplentes y Sentados; el libro de relatos, El Parque; los libros de aforismos y relatos cortos Tierra de Nadie y Equipaje de mano, y los libros de poemas Tiempos de Caleila, El Color del Tiempo y Una noche de junio. También ha publicado un libro de memorias de infancia titulado Música de papagüevos, una recopilación de artículos periodísticos que lleva por título Psicografías y acaba de publicar El motín de Arucas en la colección Episodios Insulares. Desde hace un tiempo mantiene el blog www.blogdesantiagogil.blogspot.com.

La jaula del canario | Jonathan Allen

Publicado: 21 junio, 2011 en Relatos

―¿Lo veis, mi querido Giuseppe? ¿Acaso no discernís un rostro en el fondo de este lienzo, una invisible máscara que se insinúa ahí donde la perspectiva se fuga? Observad, observad bien, maestro.

Y el pintor de cámara, ya mayor y fatigado, disimulando el contratiempo que supone estar despierto a tan altas horas de la noche, se acerca con su linterna a la pintura y aguza la mirada.

―En efecto, Majestad, tenéis razón, como siempre. Se discierne un rostro que nace del aire y en él se aposenta. Este pintor es extraordinario. Debemos procurar sus servicios.

El descubrimiento que el Emperador acaba de hacer vigoriza su mente y alivia el terrible dolor reumático que atenaza sus miembros. Giuseppe Arcimboldo, pintor de la corte, y su Majestad Imperial, Rodolfo II, contemplan un cuadro que casualmente ha llegado a sus manos, requisado a un buhonero truhán que pretendía vender trozos del maná divino a un precio desorbitado. Es de pequeño formato y de sobrenatural belleza. El monarca y el pintor están absortos. Tienen motivo pues la imagen que ponderan es poesía, y al modo de la poesía, dulce y turbadora.

Un cisne bordea la ribera de un lago, o quizás sea un estuario pues el horizonte y el cielo se alzan en grandiosa lontananza. El viento peina suavemente la superficie de las aguas grises sin alterar la quietud reinante. Una cala deslumbrante tiende al pico del ave la nívea carne de su flor, arqueándose delicadamente. Al pie de su tallo se encarama una bizarra comitiva de bienvenida: un caracol, una mariposa y un canario.

―Ved, maestro, que el cuello cimbreante del ave y la danza de la exótica flor conforman la silueta de un corazón ―apunta su Majestad dando palmas.

―¡Cierto! Y notad también cómo las hojas de las plantas acuáticas disponen la forma de una cara sutil y cómo las nubes acaban de conformarla ―continúa el pintor entusiasmado.

En la noche profunda del castillo, en los apartamentos privados del emperador que mil velas apenas iluminan, el cuadro irradia la luz del amanecer y embriaga con sus aéreos colores. Lo que más intriga al monarca es la boca y los ojos de la espectral cara, tres libélulas que detienen su vuelo para perfilarlos. El rostro es cautivante. Su beatífica paz tranquiliza, mas su inasible distancia inquieta.

―Es, es… un antifaz de la muerte, engañosa máscara viva, un ardid de los espíritus ―concluye Rodolfo, volviendo a una mesa atestada de decretos urgentes que comienza a firmar refunfuñando. Arcimboldo examina el dorso del lienzo y encuentra título, razón y firma. El cuadro se llama Alegoría del quehacer lento y se lo dice a su señor.

―¡Qué alquímico nombre! Estamos pues ante el teatro de la acción perfecta ¡Un pintor que también filosofa! ¿Quién es?

―Señor, un habitante de la ínsula de Tenerife.

―De las Canarias, ¡un canario! Bien, lo traeremos a Praga para que comparta el frío con nos. Escribid ahora mismo al secretario de mi augusto tío y mandad la misiva al Escorial.

―Majestad ¿y si no acepta nuestra invitación? ―inquiere Arcimboldo, siempre práctico y eficaz.

―¡Entonces ―contesta el Emperador riendo― tendremos que enjaular al canario!

La carta que su Majestad Imperial envía a su tío don Felipe, Rey del Mundo, llega rauda a su destino. Dos días más tarde circula por Cádiz donde un feliz azar la embarca en nave presta que los buenos vientos guían al Puerto de Garachico, no lejos de la villa del pintor. Este es requerido e instado por al alcalde, que le lee la orden soberana. Al primer edil le causa gran placer y orgullo ser depositario de tan alto encargo. El artista debe partir con todas las obras que en su taller hubiere, más los enseres imprescindibles y su persona―, reza la imperiosa misiva. El pintor, cuyo pelo blanquea y que atisba tranquilo el otoño de su vida, deseó antaño la fama. La gloria, siempre a punto de venir, acabó burlándolo. Ahora ―musita― ya es tarde para destinos urgentes y reales favores. De temperamento pacífico, se niega cortésmente, arguyendo tanto que ofusca y contraría al alcalde. Este, temeroso de dilatar el cumplimiento de la voluntad imperial, manda prenderlo.

Los lienzos hallados en el taller fueron cuidadosamente envueltos en paños de seda, atados con tiras de algodón y forrados en arpillera encerada. Él no tuvo tan buen embalaje. Lo metieron en una cárcel de hierro que al no caber en la bodega ornó la popa de la nave. Mal resguardada por una tela que dejaba pasar a los elementos sin reparo, la jaula torturó al pobre pintor mejor que el más experto verdugo. Durante las tres largas semanas que el barco bandeó, el océano se tragó sus gritos y lamentos. Arribados a Cádiz, hubo que alimentarlo a la fuerza, tal era su atroz atonía. Alarmados, le prodigaron cuidados especiales y, para su alma, obtuvieron el consuelo de un fraile que le dio ánimo y compañía.

Remediada su salud, el viaje continuó. El gran peso del ingenio retrasaba sobremanera el progreso de la compañía. Las grandes lluvias enfangaban los caminos y obligaban a penosas paradas, exacerbando los nervios del Emperador, que aguardaba la llegada del maestro canario. En Madrid se buscó una jaula más ligera, en la cual, vencida su resistencia y resignado a su cruel contrato, durmió más cómodo.

*

La visita que yo le hice es aquella que se hace una sola vez, cuando Juventud nos asiste y que, más adelante, ni siquiera osamos vislumbrar. Fui en su búsqueda porque debía comunicarle asuntos y documentos de herencias, pero sobre todo porque sabía que, si no lo hacía, jamás volvería a verlo. Nadie sufragó la azarosa odisea, que me desplazó de las islas al Gran Mundo. Atravesé España, Francia y Suiza, hasta que por fin desemboqué en las planicies de Moravia. Una mañana las cúpulas de Praga refulgieron a mis pies. Gracias a un visado, que mucho costó obtener, pude atravesar las murallas del gran castillo. Me condujeron por el puente del gran foso y penetré en la sombría y magnífica fortaleza, de donde, según decían, no quería salir el Emperador.

Se alojaba en una aislada torre, la Mihulka o Torre de la Pólvora, antiguo bastión destinado a las municiones. La primera y segunda planta se había dispuesto para alquimistas y astrólogos, que vivían allí hacinados. La tercera y última, ajena al bullicio de los vaticinadores, la ocupaba el pintor canario. En los sótanos del recio edificio me aseguraron que se seguía almacenando la pólvora, el azufre y la estopa, pues el Emperador acariciaba la idea de hacer volar por los aires a la onerosa caterva ocultista.

―Le engatusan, le prometen conocer el futuro, pero son incapaces de predecir lo que acontecerá mañana ―explicó su guardián.

Subí emocionado la curva rampa que ascendía a las estancias del artista, tintineando al paso de nuestras cabezas un bosque de campanillas que alertaban a centinelas en oscuros garitos. Las estancias se habían convertido en un inusual museo, hallándose todo sometido a la pintura, que, en variados tamaños, revestía la fría piedra. Hachones y otros conjuntos singulares de velas acertaban a iluminar los ángulos más recónditos. Las obras contaban con marcos de exquisita talla y no estaban clavadas sino puestas sobre tarimas o descansando en ménsulas, ya que su Majestad podía pedirlas en cualquier momento y no toleraba dilaciones en la satisfacción de sus deseos artísticos.

Sorprendióme sobremanera el detalle bizarro que os cuento y que por siempre ha de permanecer impreso en la memoria. Mi amigo tenía para sí los lujos que quisiera. Sus cortinajes eran suntuosas telas, muelles alfombras de Persia reconfortaban sus pies, y cien tonos de madera reverberaban en el día artificial que su ciencia iluminadora había concebido. Su lecho asombraba, un galeón plateado, hecho a su medida. Mas la rica cama no albergaba su sueño, habiéndose convertido en mero adorno. En el centro de la circular pieza colgaba del techo una jaula sobredorada, surcando su confinado espacio una triste hamaca.

No está solo. Le acompañan sus criaturas. Son dioses antiguos que vagan por las ciudades espiando a los mortales. Aguerridas Dianas y vanidosas Venus que se catan desafiantes. Damas de comprometida alcurnia y caballeros de dudosa fama que se buscan en sombríos soportales. Y frente a ellos, detrás de un infranqueable umbral, se extiende un jardín maravilloso donde anhelarían estar. ¡Qué darían por caminar junto a esos pavos reales y pájaros de deslumbrantes plumas, tocar las hojas de inmensos anturios y coleos, sentir el suave frescor de helechos altísimos! Hay también en esta su casa taller muchas creaciones nuevas e inimaginables: copas de minerales raros, conchas enjoyadas, saleros de bezoar. El Emperador lo ha puesto a pintar sus tesoros más extravagantes para verlos y poseerlos mejor.

*

Un anciano resopla mientras barniza el retrato de un fauno que parece sonreír agradeciendo el instante de su nacimiento. Es él, mi amigo, entregado a su arte, al margen del tiempo y la circunstancia, elaborando su personal Edén, extraviado mas unido a Dios y, por tanto, feliz.

―¡Bienvenido, querido! ¡Bienvenido! ―dice abrazándome con honda emoción―. Siéntate a mi lado y no hables, por favor, pues si mañana no entrego este capricho a su Majestad me encerrará en mi jaula y la suspenderá sobre el Foso de los Ciervos.

*

Le obedezco, mudo ya en la fantástica galería, que admiro no sé durante cuántas horas. Según discurre la noche se oyen susurros,  pequeñas risas, voces, aunque, en cuanto aguzo la atención para discernir su origen, callan. Siento sobre mí decenas de ojos curiosos que luego, al acercarme y verlos mejor, son inmóviles.

―Maestro ―balbuceo consciente de lo grave que es cualquier interrupción―, excusad mi atrevimiento y que rompa vuestro silencio creador, mas debo deciros que me… que vuestros cuadros me miran.

―Os miran, os estudian y os discuten. Han sopesado ya vuestra persona y tanto les habéis complacido que maquinan cómo poseer vuestra voluntad y reteneros aquí ―replica burlón.

―¿Cómo es tal milagro posible? ¿Es que en ellos se ha engendrado la vida?

―Mis vecinos de la torre, esos dichosos químicos del alma, celosos de mis habitaciones, sin apiadarse de mi pena y prisión, envían espíritus a habitar los personajes de mis lienzos. Su venganza ha sido animarlos, mas han perdido…

―¡Santo Dios!

―No os alarméis. Estas esencias errantes, con tanta maldad conjuradas, se han convertido en mis hijos y amigos. Me honran y adoran, pues saben que mis ilusorios semblantes son la antesala de la vida.

―¿Es tal transmutación posible?

―Sí, querido, todo es posible en la noche de Praga.

*

Jonathan Allen (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es licenciado en Filología Francesa en Cambridge (St. Catherine’s Collage, 1985) y posgrado en Queen Mary College, Universidad de Londres. Desde 1995 es profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, donde desarrolla su labor académica y dirige el Diploma de Estudios Canarios. Ha sido adjunto al Departamento de Debate y Pensamiento del Centro Atlántico de Arte Moderno y editor inglés de la revista Atlántica. También fue coordinador de Programación de la Filmoteca Canaria entre 1992 y 1995. Actualmente es el director de Moralia. Revista de Estudios Modernistas (Cabildo de Gran Canaria). Ha sido colaborador de La Provincia (1990-1998) y de Canarias 7 desde 1998. Ha publicado tres novelas y una trilogía, Arturo Rey de Erbania (Huerga & Fierro Editores, Madrid). Su cuarta novela es El sueño de Praga (Idea, Santa Cruz de Tenerife).

María dio a luz allí mismo, bajo una breve techumbre de uralita que los golpes de viento no pudieron mover más porque se quedó atascada en lo alto, por suerte en posición horizontal, o casi, temblando por el extremo como un trampolín, entre una maraña de estructuras metálicas amontonadas contra el fondo de lo que hasta el día anterior había sido confortable cueva. En aquella parte de la montaña, gracias al gran saliente rocoso, la ferocidad de las aguas pasaba de largo con el ímpetu de una gigantesca salamandra que huye y rompe sus propios escondrijos. Por increíble que parezca, al sentirse seguro sobre el pecho de la madre el niño mantuvo en silencio su cuerpito agitado. María tuvo que volver el rostro hacia José para exigirle con una mirada la única promesa posible bajo el estruendo de la tormenta. María, no te preocupes, ya verás cómo ahorita mismo salgo a buscar algo para comer, le dijo José. Y salió. Expuesto a la lluvia oblicua e infinita. Por la vereda que discurre paralela al curso de las aguas sucias, hacia el centro de la barriada.

Por el camino José se encontró con unos amigos que bajaban la ladera despavoridos, a punto de rodar. Ey, José, esto es el acabóse, le gritó uno de ellos. Vamos, le dijo otro. ¿A dónde?, preguntó José. Yo qué sé, compadre, pues por ahí, a ver qué pasa, le respondieron. Y José fue tras ellos, empapado, cubierto de barro de pies a cabeza. Recorrieron una avenida llena de coches que flotaban de aquí para allá sin llegar a tropezar nunca entre sí. Un tropel de hombres y muchachos rompían los cristales de los comercios inundados, entraban como piratas al abordaje y se llevaban cuanto podían: televisores, gruesas piezas de mortadela, sillones orejeros, lo primero que hubiese a mano. Al atardecer se percataron de que había cesado el fluido eléctrico. Al principio José y sus amigos buscaron cualquier cosa en un supermercado que hacía esquina con otra avenida, también saqueada, pero a aquellas horas ya nada quedaba en pie. Le ofrecieron una botella de whisky: toma, José. Bebieron a morro. El agua les llegaba a la cintura. Al menos tenían cuatro o cinco botellas de whisky. Y está bueno, dijo José con los ojos rojos.

Después de recorrer a pie o a nado buena parte de la ciudad, junto a una turbamulta exhausta llegaron hasta el gran edificio del hospital de La Guaira. Todo el mundo se movía con torpe premura, rugiendo, bebiendo alcohol. En pocos minutos se armó un terrible estropicio dentro del hospital: cientos de hombres y mujeres trotaban por las escaleras y los pasillos, de habitación en habitación, golpeando puertas y ventanas, tirando abajo armarios y mostradores, destrozando lámparas, sillas, utensilios médicos, arrastrando a los enfermos fuera de sus camas. A oscuras, el griterío no parecía real. José y sus amigos se dedicaron a patear las paredes. Afuera el temporal seguía su curso, indómito, cruel. La riada se llevaba todo por delante.

Al encontrarse en el quinto piso con la misma escena de abajo y de más abajo, José comprendió que ya no quedaba ningún espacio libre de furia. Vomitó por el hueco de la escalera. Había perdido la pista de sus amigos. Tropezaba con la gente y seguía pateando puertas y tabiques. El destrozo colectivo parecía no acabar nunca.

Ya de nuevo en la calle, en medio del fragor, se acordó de que María le había parido horas antes un niño precioso, de pelo negro y crespo. Entre empujones y palmadas sin sentido se dio cuenta de que no les había llevado nada de comer. María estará desfallecida, se dijo. Sin embargo, siguió con el barullo de la muchedumbre corretona hacia otras calles, bailando la borrachera. Gritando al estilo de Tarzán.

*

Anelio Rodríguez Concepción (Santa Cruz de La Palma, Islas Canarias, 1963) se inició como poeta y en los últimos años ha centrado su actividad literaria en la creación de relatos cortos, con los libros La Habana y otros cuentos (Madrid, 1990), Ocho relatos y un diálogo (Santa Cruz de Tenerife, 1993), El perro y los demás (Madrid, 2004) y El león de Mr. Sabas (Santa Cruz de Tenerife, 2004). Además tiene publicados un bestiario con ilustraciones de su hijo Anelio, Relación de seres imprescindibles (Badajoz, 1998), y un estudio antropológico e historiográfico, La tradición insular del tabaco (Santa Cruz de Tenerife, 2000). Recientemente ha aparecido un nuevo poemario suyo, Vigilias (Santa Cruz de Tenerife). En 1992 obtuvo el Premio “Ciudad de Santa Cruz de Tenerife” con Ocho relatos y un diálogo, y en 2004 el “Tiflos”, convocado por el Ministerio de Cultura de España y la ONCE, con El perro y los demás. Ha sido traducido al alemán y al italiano. La filóloga milanesa Ilaria Tordino ha dedicado su tesis de fin de carrera a la traducción y estudio de la obra narrativa de Anelio Rodríguez Concepción. Ha sido incluido en diversas antologías de narradores, dentro y fuera de España, como L’oceano, la chitarra e i vulcani (Ed. Argo, Bari, 1995), Los mejores relatos canarios del siglo XX (Ed. Alfaguara, Madrid, 2005), Cuentos de la Atlántida (Ed. Bandini-T&B, Madrid, 2005) y G21 (Ed. Idea, Santa Cruz de Tenerife, 2011). Cuentos suyos han sido publicados en la revista italiana Linea d’ombra. Doctor en Filología Hispánica, entre 1995 y 2005 dirigió la revista La fábrica (Miscelánea de arte y literatura).

La noche | Álvaro Marcos Arvelo

Publicado: 1 junio, 2011 en Relatos

A Pedro Isidro Martín

VENTURA

Habían pasado cerca de seis meses desde la última vez que habíamos visto a Nicomedes por Puerto Santo. Seguro que hacía el mismo tiempo que no se arreglaba. Esta mañana, vestía unos pantalones de lino claro, una guayabera blanca, estaba afeitado, con el  pelo perfumado y peinado hacia atrás, como si se hubiera escapado de una de esas fotos tristes, retocadas con acuarela. Los muchachos me lo contaron frente a unas cervezas. No pensaban que fuera cosa del trabajo. Me dijeron que lo habían visto a la tarde, frente a Capitanía, escandalizando a unas señoras que  lo reconocieron y se persignaron a su paso. Nicomedes les guiñó el ojo y susurró alguna palabra gruesa, mientras éstas se alejaban rezando para ocupar sus mentes un tiempo, antes que tener que decirse, con susto en el cuerpo, toda la podredumbre de la carne y del alma que se podía referir sin ruborizarse, como posibles razones que traían a ese pecador de vuelta a Puerto Santo. De él contaban historias absurdas. No sabían nada, pero cultivaban la leyenda sucia de un hombre que bailaba desnudo por el monte, embadurnado con el lodo de Tahodio, aullando como un lobo en celo, cantando letrillas blasfemas como un ángel caído. Aquellas santas mujeres daban todo por cierto. Sentían sofoco al hacer escrutinio de los pecados del cabrero. Caminaron calle abajo, sin volverse a mirar. Escucharon la risa de Nicomedes, lejana, entrando en sus carnes, pero no quisieron mirar, y siguieron en silencio hasta la comisaría.

Nunca vienen todas a la vez. Se acercan de tres en tres a presentar las quejas. Yo las recibo en el cuarto de interrogatorios, que tiene un aire de quirófano abandonado con sus azulejos blancos, su lavabo en el rincón, su luz enfermiza que amarillea los rostros arrugados de estas mujeres, dándoles una textura de cartón mojado expuesto al sol. Ellas permanecen en pie, imperturbables. Nunca hablan de entrada. Me estudian. Les acerco las sillas al otro lado de la mesa que domina la estancia, pero no las quieren. Me siento. Las miro largamente. A veces parecen rezar en silencio. Sé que esta habitación está dispuesta para achicar a los que entran, pero tras unos minutos soy yo el que se ahoga adentro. Me repugna el aire espeso que remueve el ventilador del rincón, ese aire gastado que se mezcla con sus perfumes dulces, con ese olor a cera quemada y betún de Judea que las envuelve. No me hablan. Les ofrezco un café, pero miran con asco los vasos apilados sobre el lavabo, para decir seguido que no, que no quieren nada, que no me preocupe por ellas, que no vienen por ellas. “¿Qué se les ofrece esta vez?” Una de ellas se adelantará para salir del silencio. Luego hablarán todas a la vez, se pisarán la palabra con los detalles más despreciables. Hechos probados. “La verdad tal cual es”. Siempre las veo como en la distancia, como un invitado a una fiesta en la que no se conoce a nadie. No me extraño al descubrir tanta vitalidad tras los crucifijos de oro y las tres vueltas de sus collares de perlas. Aceptan sentarse. Por un momento, siento que yo soy el sospechoso.Van a hurgar,van a removerme adentro. Me van a sacar el asco. Tengo que ser paciente, forzarme a fingir que escucho. Sé que prefieren a otro hombre en mi lugar, alguien que no sonría tanto mientras hablan, alguien que baje la cabeza para lamentar. “No entiendes”, repiten. Me dicen:

—Sabemos quién eres tú, Ventura. Aunque pobre, siempre fuiste un buen muchacho. No nos dejes así. Ese hombre es la manzana que pudre el cesto.

Sé que nunca me dejarán cerrar el expediente del cabrero. El mismo Nicomedes me hizo comprender. “Se teme demasiado lo que no se conoce”, eso me dijo en una de tantas absurdas comparecencias, en las que terminé ganándome su complicidad, como dos que se hacen un guiño en la distancia.

—No le puedo pedir que no baje a Puerto Santo, Nicomedes, pero deje de espantarme a las viejas. Hágame ese favor. Vaya al matadero con sus piezas, o a la recova, emborráchese en lo del Chato, vaya a donde carajo tenga que ir, pero déjelas en paz, no atice las brasas. Su ficha va por el tercer cajón del archivador. Ni viviendo siete vidas voy a poder investigar todos los “actos del maligno” que se le imputan —y reímos. Reímos por las semejanzas, por las pequeñas cosas que nos sujetan a esto de ser hombres.

NICOMEDES

Lo encontré bajo el aguacero, Úrsula. No muy lejos del barranco de Tahodio. El muchacho estaba calado, y un poco azul. Con el flequillo negro pegado aplastado contra la frente como una brocha de barniz. Me conoció. Sé por su mirada que me conoció, pero no dijo palabra. No estaba asustado. Sé bien lo que es un hombre asustado en el corazón del monte. He visto a muchos cagarse en los pantalones al verme después de llevar días perdidos. El joven Bosco, no. Me miró y no dijo palabra. Sabía quién era yo, pero eligió callar. Le quedaba orgullo para tragarse el miedo. Tomé con él un trago de aguardiente. Lo necesitaba más que cualquier palabra. Rara vez las palabras dan calor. Le puse una frazada a la espalda, y dejé que se subiera a la mula. Le dije que el animal conocía el camino, que lo conduciría a mi cabaña. Lo mandé a encender un fuego al llegar, y a ponerse ropa seca que encontraría en la cómoda. “Necesito las horas de luz que me quedan”, le dije, y lo vi perderse en la loma, borrado por la cortina espesa de agua.

Cuando regresé al anochecer, estaba descansando junto al fuego, con la mirada perdida en las llamas. Dejé la caza en el fregadero, y me senté junto a él. Las ramas restallaban, llenaban el silencio de la estancia, impregnándola con el olor dulce del brezo. José Bosco estaba perdido, lejos de aquel lugar, magnetizado por la danza lenta del fuego.

—Aguardaremos a mañana —le dije—. Los senderos son ahora lodazales. No tiene ningún sentido jugarnos la vida esta noche. Nos esperan tres horas de camino a buen paso hasta Puerto Santo. Eso si no se ha desbordado la presa. No quisiera tener que subir para luego bajar por La Vega, y perder todo un día inútilmente. Mejor dejar que el agua se amanse. En cuanto escampe mañana, saldremos. Ahora prepararé algo de cenar. Los problemas menguan con el estómago lleno.

—No quiero sentirme en deuda con nadie —tiritó entre dientes.

—Hijo, no voy a amamantarte. Sólo te daré un poco de hospitalidad. La misma que ofrecería a cualquier extraño que se hubiera perdido.

—Yo no he dicho que lo estuviera —dijo con aspereza.

Me fui a la cocina. La ventana golpeteaba por el viento. Tenía ganas de abrir la puerta y encerrarlo con las cabras, pero pensé que mis cabras no se merecían eso. Tomé los conejos que se desangraban en el fregadero, y empecé a despellejarlos. “Tengo que arreglar ese quicio”, dije en alta voz, no para él, lo sé. La sangre corría al fregadero como un arroyo manso. Miré a los ojos del animal, conservaban esa expresión de miedo primitivo. El joven Bosco seguía vuelto hacia el fuego. Trabé la ventana con una cuña, y sentí el silencio del muchacho soplándome en la nuca. Las ramas parecían hablarle al fuego. Del hocico del conejo resbalaban gotas de sangre que golpeteaban rítmicamente en el fregadero.

Al final me habló, pero sin cortesía, sin atreverse a mirar. Se subió la frazada que lo cubría, como si ésta lo protegiera, como un niño pequeño que se aferra a su vieja manta.

—No se moleste en hacer de comer por mí. No tiene por qué fingir. Puede pensar lo que quiera. No tiene que hacer nada, quizás me vaya ahora mismo.

—Puede que piense que sólo eres un mocoso que aún moja los pantalones —le dije, tratando de serenarme, sujetándome las ganas de largarlo—. Puede que piense que sólo se trata de un niño que cree saber algo de la vida y se adentra en ella, pero que a la menor dificultad corre a esconderse bajo la falda de su madre. Puede que piense que es sólo eso: un niño que no ha hecho nada en su vida.

—Le voy a pagar de sobra por todas sus molestias.

—Guárdate ese dinero. Aquí no vale nada. Aquí sólo tiene valor lo que tú te hayas ganado.

—Nunca he tenido que agradecerle favores a nadie.

—Eso no lo dudo. Basta un vistazo para saber que eres de los que han salido del útero de su madre sin que medie la comadrona. Ahora escúchame, lombriz de la charca, afuera sólo llegarías a tu entierro. Empezarías por no sentir los dedos de los pies, luego, poco a poco, se iría enfriando tu cuerpo. Los que han vuelto a tiempo de ese viaje dicen que se siente algo semejante al resplandor mágico del último poso de vino alcanzando los labios. Suena hermoso. Alguna vez me ha tentado la idea. Antes de lo que crees tendrías los pulmones encharcados, y acabarías ahogado en tu propia sangre. Así que puedes marcharte ahora con buen pie. Te dejo un día de camino, antes de salir a darles el pésame a tus padres. No va a resultar algo agradable de hacer. Desde luego, no va a resultar algo agradable de hacer.

VENTURA

Nicomedes sabía que, a su modo, aquellas mujeres de Puerto Santo habían luchado, infatigables, hasta enfrentarse a él con el coraje que daba saber que no había batalla lo bastante dura, lo bastante larga, si peleaban por los suyos. Querían que las niñas del Pureza de María y La Asunción pudieran celebrar sus excursiones semestrales en el monte, sin sentirse amenazadas por ese salvaje que al menor descuido, decían, podía manchar cualquier buen nombre. Pero Nicomedes entendió que ya no había batalla, que todo acabó desde el día en que aquellas mujeres se presentaron en el Gobierno Civil, una vez que decidieron que yo no había dedicado “todo el amor” que el problema requería. Pidieron audiencia con el gobernador, Arsenio Bosco, y lograron ser recibidas. Arsenio Bosco escuchó sus ruegos y consoló el llanto de algunas mujeres. Sugirieron con dulzura elevar su petición al Obispo, y lo obsequiaron con milhojas, y mostraron las fotos de sus nietas como si fueran víctimas de crímenes futuros, y pidieron por lo más sagrado que encontrara a alguien que subiera a convencerlo, seguras como estaban de que Nicomedes precisaba ayuda, «por su bien». Eso quisieron dejarlo muy claro: «sólo por su bien». Incluso se ofrecieron a pagar las costas del internado en el psiquiátrico de San Francisco. Arsenio Bosco besó sus manos huesudas y perfumadas, aceptó los obsequios, hizo promesas, y olvidó todo aquella misma mañana.

Pero ellas fueron perseverantes. Redactaron escritos, recogieron firmas en las ferias, en los circos, en el rastro, a la salida de misa. Reunieron cientos de testimonios ciertos y probados. El viejo gobernador no salía de su asombro. Las hizo llamar y les expuso que no estaba en sus manos. Que buscaran otros lugares donde llevar a las muchachas. Sugirió alguno de esos sitios. Las ancianas lo dejaron hablar. Tenían la piel casi transparente y los ojos apagados. Arsenio no sabía sus nombres, así que las llamaba “madrecitas”. Ellas no lo escuchaban.

BOSCO

Yo estaba ciego de rabia hacia mi padre, y la pagué con el cabrero. Lo sé. Le debo la vida. Lo odié por eso. Cuando él me encontró, te juro que prefería morir. Nicomedes no buscaba que yo le estuviera agradeciendo. No lo necesitaba. Le pagué con silencio. Quería morir. Al principio hice por luchar. Tomé el último gajo de una mandarina que guardaba en el bolsillo, y lo mastiqué sin sentirlo en la boca. Debió caer al estómago como una gota de lluvia a un aljibe tras meses de sequía. Me dolió el vientre.  Hasta más tarde no supe que aquello era el hambre. Caminé tratando de encontrar el sendero, pero la lluvia había borrado mis huellas. Así que me senté bajo los árboles. El viento silbaba entre los brezos y el rumor de la lluvia se amortiguaba en las hojas altas. La mala sangre de los Bosco me mantuvo vivo. Somos fríos, como lagartos en mitad del invierno. No podía mover los labios, pero creí que podría articular lo suficiente para maldecir a mi padre. Pensé en las once generaciones de los Bosco, desde el primer pirata que, cansado de atacar a los pueblos de las costas, terminó estableciéndose en ellas para hacer fortuna comerciando con lo robado. Nadie en mi familia está lo bastante limpio para besar el barro de las botas de este cabrero. Y ahora, los Bosco le deben dos vidas. Es algo estúpido, pero saqué el mechero como si aquel pedazo de metal grabado con mi nombre fuera a salvarme la vida. En la otra mano temblaban los papeles que debía entregar a Nicomedes para que firmara su ingreso en el sanatorio de San Francisco. Fui quemándolos uno a uno. ¿Quién estaba loco? Apenas daban calor a los dedos. Las hojas se curvaban deshaciéndose en jirones. La última ardió hermosamente. Pude ver cómo la firma de mi padre se ennegrecía, hasta que la llama lamió la tinta, y la hoja crujió para deshacerse en un golpe de viento. Me estaba quedando frío, y te juro que me sentía eufórico, con alegría de morir. Hubiera reído con ganas, si no fuera porque era incapaz de mover un solo músculo de la cara. Estaba empezando a entrar al sueño cuando llegó ese viejo que dice que escucha cómo el monte le habla. Y te diré una cosa, Úrsula: de alguna forma le habla. Me bastaron unos pocos días para entenderlo. He venido porque me han enterrado el pasado. Tú lo sabes. ¿Quién está más loco? El agua caía espesa y la bruma lo borraba todo. Ningún hombre podría ver lo que tenía a dos metros de su nariz, y sin embargo Nicomedes supo dar conmigo. Yo estaba acurrucado bajo los brezos, cuando sentí un golpe en el hombro. No me moví. No tenía fuerzas para moverme. 

Está comprobando si estoy vivo, pero estoy muerto. Quisiera poder reír. Ver la cara sin expresión de mi padre. Ahora que bajan mi caja. Ya no siento frío. Ha vuelto a tocarme el hombro. Debe pensar que estoy vivo. Eso piensa. Una caja cálida para un cuerpo frío. Miles y miles de árboles. Toda la taiga y la selva amazónica para hacer pastilleros de gusanos. La cara del viejo Bosco. Su disfraz de luto. Un bosque frío para un cuerpo que lucha por conservar su calor, que tiembla para buscar un último latido del calor. Ya no siento frío. Estoy muerto. Me zarandea.  Soy un saco de harina. Mañana estaré en cada horno de Puerto Santo. Me servirán en cada mesa. Ya no siento frío. Algo me quema en el vientre. No te escucho, cabrero. Te conozco. He visto cómo te posabas en las faldas de Úrsula. Un mirlo diminuto en el regazo oscuro y generoso de Úrsula. Ahora no te escucho. Me hablas y sólo veo el movimiento de tus labios.  Seré pan caliente en cada mesa. Tu mano está en mi hombro, maldito cabrero. No siento frío. Debo estar muerto. Ya no siento frío.

VENTURA

Todo estaba demasiado sereno en Puerto Santo. Sanabria lo presentía. No tardé en recibir una nota de Arsenio Bosco. En ella, hacía mención de mis virtudes como servidor de su tierra y de sus gentes. Era una epístola serena que, bien leída, invitaba a realizar una acción discreta. Ya había archivado cartas semejantes. No era la primera vez que solicitaba una acción “lo bastante limpia”. Debió ser por entonces cuando me llamó. Habíamos hablado en otras ocasiones, pero sentí su urgencia, su manera de ocultarme lo importante. Sugirió que nos citáramos en los jardines del Olivera aquella misma tarde.

Cuando llegué, vi su coche junto a la reja de la entrada. Los muchachos me habían pasado fotos de aquel viejo Volvo aparcado frente a los lujosos prostíbulos de El Rincón y Los Bellos. “No te acostarás sin saber algo nuevo”, dijo Sanabria el primer día con una mueca calculada, maliciosa, mientras yo ojeaba las copias que él me pasaba con un gesto mecánico,  sin darles importancia. Yo les decía: “No busco ascensos, muchachos. Yo quiero un retiro tranquilo.  Tráiganme delincuentes comunes, no pecadores”, y ellos se reían. “Guárdelas, tal vez las necesite para ese retiro tranquilo”. Antes de entrar, miré la matrícula. Era el mismo coche en el que habían detenido al hijo por conducir ebrio en la carretera de El Bailadero. Sanabria dijo que no necesitaron hacerle soplar para el control de alcoholemia, pues él mismo los sermoneó sobre la honorabilidad del estado etílico. Ya lo habíamos detenido meses atrás en el parque. Los muchachos lo vieron con otros jóvenes, bañándose en la fuente de la Maternidad. No sabían quién era él. El muchacho, por desplante, se había negado a salir, y continuó chapoteando en el agua. Fue un milagro que no cobrara. Quizás los hizo reír antes de que lo arrestaran. Los recibí en mi despacho. Venían escurriendo, con los pelos tiesos. Pedí unas mantas. Los dejé en pie para que no me estropearan el tapizado de los sillones. No quisieron decir quiénes eran. No hice nada. Ni siquiera amonestarlos. Aquello le llegaría a Arsenio Bosco a su tiempo. Les busqué algo de ropa. Entonces pensé que el de arriba dispone el libre albedrío para entretener sus tardes. Que me enviaba a este muchacho por diversión, igual que me hacía llegar la delegación de ancianas respetables a mi despacho, o me citaba con el padre del muchacho para nada: sólo por pasar el rato viendo cómo fingían cordialidad dos que con gusto se hubieran despedazado en cualquier otro siglo menos dado a la hipocresía.

Arsenio Bosco esperaba sentado en los sillones coloniales de la terraza, bajo la pérgola que se abría a un hermoso palmeral. Era un hombre alto y huesudo, de un rostro duro, sin un rastro de humor. Las canas habían dibujado en él un aire de patriarca, de senador romano. Se le había quedado ese aire de busto tallado en mármol. El gobernador leía un periódico inglés, y no se dio cuenta de mi llegada. Cuando me vio, no se levantó. Dobló su periódico y señaló el sillón más cercano.

—Le agradezco que haya podido venir, Ventura —dijo con voz ronca, susurrando—. Entenderá que si lo he llamado de esta forma, es porque se trata de un asunto delicado.

—Lo imagino —asentí.

—Yo amo esta tierra, Ventura. Mis padres cedieron parte de sus terrenos para levantar estos jardines. Recuerdo que mi madre se reunía con expertos en botánica para elegir las mejores variedades de plantas. Algunas las hizo traer desde tierras lejanas. Recuerdo que un día me llevó a su cuarto y abrió una caja diminuta de madera, como si sacara un tesoro, y me dijo: “Esta semilla pertenece a un viejo baobab de las llanuras del Serengeti. Esta tarde la plantaremos juntos”. Hoy es ese hermoso árbol que usted puede ver ahí. Ella sabía que no le quedaba tiempo para verlo crecer, que trabajaba para que otros disfrutaran de aquel legado. Le gustaba imaginar que todo sería hermoso en cien o doscientos años. Pensaba que cualquier persona, modestamente, podía contribuir a dejar algo para los que llegan. Tenía un sentido de la historia y del tiempo que muy pocos poseen. No quisiera aburrirlo. Sé que está ocupado. Sé que no tiene suficientes efectivos, tengo sus peticiones y sus informes muy presentes. Estoy a punto de enviar una propuesta al gobierno central solicitando más plazas para el cuerpo de policía. Eso no me preocupa. A veces unos pocos como usted y como yo somos capaces de beneficiar a muchos. Son pequeños gestos, sencillos como plantar la semilla de un árbol o arrancar un poco de mala hierba.

Se detuvo al ver cómo el camarero se acercaba a nuestra mesa. Estaba oscureciendo. Puerto Santo nos devolvía a las sombras bajo un cielo terroso, turbio bajo la calima, mientras la brisa subía endulzada por los arrayanes que bordeaban los paseos del jardín. El camarero dejó una botella de whisky de malta y dos vasos. No los sirvió. Le preguntó a Arsenio Bosco si deseaba algo más, y se volvió por el sendero. Oíamos cómo crujían sus pasos en la grava según se alejaba. El silencio parecía incomodarlo. Seguramente, deseaba que yo hablara, que diera muestras de que entendía los motivos del encuentro, sin que éstos fueran formulados. Me entregó una carta. Tenía el sello del obispado. Me hizo un gesto de confianza, para que yo la abriera. Mientras la leía, sirvió el whisky. No constaba ningún nombre en aquella relación de acusaciones, pero pensé que describían a Nicomedes tal y como lo habían hecho las venerables señoras en el cuarto de interrogatorios. El gobernador paladeó el primer sorbo, aprobándolo. No sé si puedo decir que sonrió, pero aquélla fue una de las pocas expresiones felices que le recuerdo, como la propina de felicidad que deja el dolor cuando los corredores de maratón llegan rotos a la meta. Esas ganas de desatar la alegría cuando ya no quedan fuerzas para celebrar.

—Siempre es más fácil combatir un tumor al comienzo de la enfermedad. Usted y yo nos entendemos, Ventura. Sé que no tengo que andar con rodeos.

—Mi madre —lo interrumpí—. Creo que voy a hablarle de mi madre, don Arsenio. Espero no aburrirle. Mi madre provenía de una familia de agricultores portugueses. Debieron llegar a Puerto Santo a finales del diecinueve huyendo de las hambrunas. Me puso por nombre “Ventura”, porque deseaba que los malos tiempos hubieran quedado atrás. Ella nunca pudo pensar qué sería del hombre dentro de cien o doscientos años. No tuvo un acre de tierra donde plantar. Nunca tuvo nada. Toda su preocupación giraba en saber si ese día reuniría lo bastante para poner un plato de potaje en la mesa. Trabajó toda su vida: como costurera o fregando suelos. No creo que hubiera un solo empleo digno, y mal pagado, que ella rechazara. Esto hizo toda su vida. Crió a sus dos hijos sin ayuda. Hace unos años empezó a padecer unos terribles dolores debido a problemas de circulación. El invierno pasado, se le gangrenaron las piernas. Los doctores dijeron eso mismo: cortar o morir, y la intervinieron. Murió a la semana de operada. Dijeron que se fue por insuficiencia respiratoria, pero mi hermano y yo sabíamos que no pudo soportar ese sentimiento de verse inútil ante nosotros.

—No sabía nada.

—No tenía por qué. Fue hace tiempo.

—Ya me advirtieron que usted se pondría de parte del cabrero.

—Honestamente, no encuentro motivos para internarlo. No lo considero una amenaza para nadie. Nicomedes es una de las personas más honestas que conozco. Ha colaborado con nosotros cuando se lo hemos pedido. Hace sólo dos años quedaron atrapados dos mineros en una galería de agua en el Sur. Los dos cabuqueros habían calculado mal los taladros donde iban a encajar la carga, y al dinamitarla, una pared se desplomó tras ellos. Sus mismos compañeros intentaron entrar a sacarlos, pero el gas hacía irrespirable aquel agujero pasados los mil metros. No salió en prensa, o sencillamente no interesó que aquello trascendiera. El dinero mueve al silencio. Fue algo extraño. Usted sí se acordará, porque la galería de agua pertenece en gran parte a su familia —Arsenio Bosco pasaba la mano sobre la mesa de mármol, como si alisara un mantel imaginario. Su frente se arrugó, y apretó los dientes. Interiormente, debía estar luchando por amansar la ira que sentía—. Por entonces, Nicomedes pastoreaba en aquel valle. Es sorprendente ver todavía a ese viejo saltando con su asta para descender los barrancos. No sé si debieron decirle algo al cabrero en el pueblo. De alguna forma se enteró. Cuando llegó a la galería, habían ordenado detener la bomba que extraía los gases. Los daban por muertos. Los bomberos estaban sentados en las atarjeas que bordeaban el sendero, fumando o mascando hinojo, aburridos, esperando el desenlace. Nicomedes preguntó cuántos eran y a qué profundidad estaban. Se fue desvistiendo hasta quedarse en calzoncillos. Lanzó un cubo de agua sobre su cabeza. Pidió una linterna, y se adentró en la galería.

—Eso prueba que es un loco.

—Salvó la vida a esos dos hombres. Es más de lo que usted o yo hubiéramos podido hacer. Usted sabe que ningún juez se ensuciaría las manos con esto.

—A quien no le importa su vida, no le importa perderla. Usted, ocúpese de encontrarlo, que yo ya pondré los jueces.

—Abajo cuentan que hace tiempo, quizás demasiados años para que usted recuerde, ese cabrero lo salvó de una muerte segura.

—El pasado se ensucia con demasiadas mentiras. Usted debería dedicar más tiempo a esclarecer los hechos, y menos a prestar atención a los comadreos.

—Tiene una extraña forma de mostrar agradecimiento.

—Gracias por venir —dijo, queriendo medirse, estudiando las posibilidades de empequeñecerme, de reducirme con su soberbia. Le aguanté la mirada unos instantes, luego me levanté sin urgencia de la mesa y caminé hasta la salida.

ÚRSULA

Llevas algo dentro, cabrero. Un dolor que has debido enterrar hace mucho. Pero hay heridas que no cicatrizan. Has elegido el retiro para olvidar. ¡Dios mío! Más de cincuenta años enterrado en ese monte. ¡Dios mío! Cincuenta años.

NICOMEDES

Úrsula llevaba las cuentas con un lápiz. De vez en cuando humedecía la punta de la mina con los labios, antes de volver a garabatear en la libreta. Era tarde y el silencio era hermoso. Podía escucharse el roce del lápiz sobre el papel y el tabaco quemándose en mi pipa.

—Entonces, el muchacho ya lo sabía, antes de entrar en tu cabaña —dijo Úrsula.

—¿Y qué más da todo eso? Tampoco se arriesgó a buscarme en el monte porque se lo hubiera ordenado Arsenio Bosco. La idea de convencerme para que accediera a ingresar en el hospital de San Francisco le parecía pensada por alguien más necesitado que yo de aquellos cuidados. No me enseñó el documento en el tiempo que estuvo conmigo. Subió porque quería saber algo más de ese otro hombre que dejaba en la falda del barranco. Buscaba de alguna manera a su padre.

—¿Qué le contaste, entonces? —Úrsula no me miraba, me escuchaba mientras iba haciendo anotaciones en una libreta roja. Contaba con los dedos. Se llevó el lápiz a la sien. Borró algo y volvió a garabatear encima.

—Seguramente, nada que no supiera ya. Le dije que la vida no es de nadie. Cualquier vida, incluso la propia, hay que cuidarla como algo que no nos pertenece del todo. No me entendió.

VENTURA

Envió lo mejor que tenía. Envió a su hijo, José Bosco, un joven que debía estudiar los últimos cinco años de leyes en la universidad. Los tengo muy vistos. Son niños abandonados, criados a golpe de talonario. Creen que su apellido les da impunidad.  Que basta con una llamada del viejo. Lo saben. Se meten en el cuerpo lo que sea, lo último, el viaje más rápido. Es cosa de la revoltura de las hormonas. Hay una edad en la que no se sabe cómo llamar la atención. Un par de discretas detenciones, una noche en el calabozo. Alguno se orina. Llama a su madre llorando. Son críos, carajo. Los soltamos de mañana, en la puerta de sus casas. Doy orden de ir con la sirena encendida. Nada de recogerlos discretamente en la comisaría. Me han llamado muchas veces de arriba presionando. Pero algunos padres agradecen. Ven a sus hijos entrar en casa, mansos. No los han visto así ni cuando gastaban pañales. Algunos se tuercen. Lo sé. Se han metido demasiado. No saben que están vivos. Esos acaban en San Francisco o en alguna clínica de desintoxicación del extranjero para acallar los rumores. Los que escapan de toda esa mierda son otra cosa un par de años después. Los ves con sus “blaziers”, sus corbatas de seda, sus maletines de marca, acerándose en despachos con vistas panorámicas al puerto. Puro aprendiz de filisteo. Son lo que han querido sus padres que fueran. Alguna vez me cruzo con ellos. Los más inútiles han hecho carrera como abogados. Los encuentro a menudo en el juzgado. Les digo: “Dios, qué tiempos aquellos. Las veces que hemos oído las campanas desde el calabozo”. Me sonríen desganados, con una expresión hueca, sin alma. La mayoría hacen como que no me conocen, y apresuran el paso.

A José Bosco lo acompañaron aquella tarde hasta el sendero que nacía en la boca del barranco de Tahodio. Llevaba una carta para el cabrero y víveres para tres días. No vieron el parte meteorológico. Cualquiera que mirase a la cordillera, hubiera podido ver que una tormenta se desplazaba hacia Anaga. La pequeña comitiva lo vio partir sin ceremonia, adentrándose en la montaña hasta que lo perdieron entre las primeras tabaibas y tuneras que crecían junto al sendero.

NICOMEDES

Afuera caía la lluvia mansamente. José Bosco terminó aceptando el plato de comida que le ofrecí, sin escrúpulos. Comió callado, escuchándome. Miré su rostro, y era como si un tiempo remoto me aplastara igual que la tierra sedimenta con los siglos. Pensé en la pobre cosa de la sangre, en las repeticiones, ahora que Arsenio Bosco regresaba, de alguna forma,  encarnado en este muchacho. Entonces me visitaron todas aquellas imágenes centelleantes de la juventud, como se desploma un saliente de nieve en la cañada y nos aturde un rato. “Cincuenta años”, pensé. Hace cincuenta años, yo regresaba a Puerto Santo para ver por última vez a mi padre. Entonces él vivía con una de mis tías. Digo vivía por convención, porque hay formas de perseverar, de llenar los pulmones de aire que están por decir. Hacía dos meses que mi madre había muerto. El viejo estaba una tarde con su periódico cuando la escuchó gritar adentro, en el patio. Acudió sin prisas, buscando aquel quejido, y la encontró apretujándose el palo de la escoba al pecho, mientras resbalaba por él hasta el suelo. Mi padre se quedó sujetando el palo. Debió sentir como frío adentro. Mi madre muerta y él agarrando la caña con fuerza para que no cayera a las macetas. No miró abajo. Desde entonces se quedó en una poca cosa. Sentado, como si todavía agarrara aquel palo. Era cómico ver cómo buscaba igualarse a ella. Arrastrando la voz,  mirando con una tristeza que parecía de nacimiento, mientras copiaba aquella forma morosa de acariciarse con la que mi madre acostumbraba a abrazarse los hombros. “Vas a estar tan solo”, decía, y eran las palabras de mi madre, su voz robada. Él hablaba como si me traspasara. Yo me había acostumbrado a la soledad arriba, pero él no sabía ni cómo descalzarse sin su ayuda. Alguna noche, el viejo alargaba la mano al lado vacío del jergón, y no hablaba en semanas. Todavía vivía largos despertares. Momentos de lucidez en los que su mirada cobraba vida, y bromeaba recordando travesuras de la infancia. Lástima que no tardara en regresar adonde carajo estuviera metida su cabeza. No quería hablar. Él sabía que se marchaba lentamente. Más de una vez, alzó sus dos manos temblorosas, como diciéndome: “¿Qué hacer con esto?” Sus ojos lo delataban. Se apagaban. Babeaba. Se olvidaba de mi nombre. Gradualmente, su infancia empezó a ocupar su presente. Me  llamaba a gritos en la noche, hasta que entendí que hablaba con el hermano, que murió mientras jugaban de niños con la escopeta del abuelo. ¡Cómo se entierran las cosas que duelen! La vejez las saca a flote. Mi padre era ahora el retal de un hombre, un hombre que apenas recordaba su pasado. Para mí que, muerta la mirada, muerto el hombre. “Los muladares de la vejez”, lo llamaba. A veces, la vida vira con el viento, y te ves en un puerto extraño sin saber cómo has llegado. Se dejó ir en pequeñas cosas. Fuimos a ver al doctor Chávez. Le puso un nombre a lo del viejo, para luego decir que no tenía cura. Dijo que iría a peor. Yo no tenía ni quince años. Sugirió que si no podía con aquello, siempre podría encontrar plaza en San Francisco. “¿Mi padre es un loco, doctor?”, le pregunté. Dijo que no. “Entonces se viene a casa”. Le di de comer, lo bañé, recogí su mierda. Un día y otro día, hasta que dejó de hablar. Entonces empecé yo. Allí lo tenía frente a mí, chupado, tembloroso. “Él le escucha”, había dicho Chávez. “El rostro carece de movilidad, ha perdido capacidad de expresión, pero puede estar seguro de que él escucha. Háblele. Le hará bien, quizás a ambos”. Yo me reí, Chávez no entendió: “Él no va a querer oír lo que tengo que decirle, doctor”. Cincuenta años. Y ahora es este muchacho el que viene a buscar a su padre. No se habla con él, lo ha dejado atrás, y ha puesto un día de camino entre los dos, bajo la lluvia. Se ha alejado de él, para encontrarlo aquí arriba.

Miré al pequeño Bosco mientras comía.

No lo vas a entender. Todo nos habla. Levantas la vista y dices: “el bosque”, como si lo abarcaras con esa pobre palabra, y no sabrías nombrar uno solo de sus árboles. Miras, pero no ves nada. Oyes, pero no escuchas nada. Te ríes. Es fácil hacer burla de lo que no se entiende. Escuchas cantar a los pájaros, pero no sabes por qué cantan.

Él sintió que lo estudiaba. Le dije:

—Eres peligrosamente parecido a tu padre cuando tenía tu edad. Si cerrara los ojos un momento, ¡carajo! Si los cerrara. Cincuenta años. Madre del cordero.

—¿Entonces, fuiste tú? —me pregunta, y sigue comiendo.

—¿Y qué importancia tiene después de todos estos años? Esas cosas no se meditan. Debería bastar con saber que si uno, alguna vez, vira hacia la mierda, no se va a poder cruzar una mirada limpia en el espejo. Abajo importan cosas pequeñas. En Puerto Santo, los hombres piensan que una idea merece seguirse hasta hacer que pague su tributo en sangre.  La idea más absurda del hombre puede cargar miles de muertos a la espalda sin que se doble por el peso, sin que nadie se levante contra ella. Hay una complicidad con la sangre. Un silencio a muerto, a miles de muertos, y yo he tenido que vivirlo. No pude escapar a otro lugar. Tomé partido. La jodí. Me metí en más problemas de los que entonces necesitaba. Pude entregarlos. Pude hacerlo. ¿Qué mérito tuvo entonces esconderlos? ¿Cuál fue mi ganancia? Te lo diré: me cruzo ante el espejo y me aguanto la mirada por lo poco que pude hacer por ellos y por otros que los siguieron. Merezco el pan que me como por lo poco que hice. ¡Me cago en…! No preguntes más. Duerme esta noche. Mañana veremos. Si el tiempo mejora, bajaremos por Tahodio. Si la presa se ha desbordado, esperaremos a que se amansen las aguas. No se puede hacer nada más.

El muchacho ha dejado el plato en el fregadero. Tenía mejor cara. El vino le había devuelto al color de los vivos. Se sienta en el banco junto a la chimenea. Sujeta el vaso de vino con las dos manos, como si éste desprendiera calor. Apoya la cabeza en la pared de piedra, y me estudia con agrado.

—No tengo sueño —paladeó el vino aprobándolo y acomodó la cabeza en una manta doblada—. No contarás nada. Nadie va a hablar. Se van amorir todos con eso adentro.  Es como si en aquellos años, aquellos jóvenes hubieran muerto. Quizás sea mejor así. Úrsula me dijo: “El cabrero debe saber. El cabrero le salvó la vida hace mil años”.

—¡Oh, deja ya de graznar!

Me quité las botas para sentarme junto al fuego. Alargué mis manos hacia el hogar, y pude ver cómo se enrojecían, dibujando las venas al contraluz. La sangre corre todavía, carajo. ¿Qué quiere este muchacho? Cincuenta años después. Madre del cordero. Cincuenta años.

—Duerme ahora —le dije y apagué el carburo—. Hay tiempo. Mañana hablamos.

BOSCO

No tengo sueño, Úrsula. Esta noche, no. También me desvelaba arriba, con Nicomedes. A menudo le pedía que siguiera aquella historia un poco más. Le costaba sacarla afuera. Tuve que rogarle. Tenías que ver sólo sus manos gruesas, agrietadas y encallecidas como las raíces de un árbol centenario. Se movían como buscándole una música a las palabras. Encendió su pipa con una rama delgada. La chupó sin prisa, saboreando el humo. Luego se sentó en la banqueta de ordeño, junto a la chimenea, y comenzó a hablar. A veces, cuando recordaba algo doloroso, era como si su boca se llenara de hojas secas. Para cuando volvía a dar una calada, hacía tiempo que las últimas hebras del tabaco habían ardido. Pero aquello no entorpecía su relato: él seguía hablando con la pipa en la boca hasta quedarse dormido. La luz de la chimenea daba a su cara una textura de terrosa. Había una cierta dureza en ese rostro anguloso, de pómulos marcados y ojos hundidos, algo achinados. De pronto, se calló. No recuerdo si yo le pregunté algo, o él llegó por su pie a un lugar de la historia que hubiera deseado guardarse. Se le rayaron los ojos. Le quitó hierro soltando una blasfemia y se volvió al fregadero, mientras decía que me durmiera, que ya estaba bien por esa noche, que si a la mañana escampaba teníamos un largo camino.

Afuera, el viento hacía restallar las ramas violentamente. “¿Duermes, Nicomedes?” Sentía como si aún pesara mi ropa bajo el aguacero. Nunca había sentido la soledad de esa forma. “¿Duermes, Nicomedes? Aguarda todavía. No me dejes así. ¿Me estás escuchando, cabrero? ¿Me estás escuchando?”

ÚRSULA

Aquellos dos muchachos solos en el monte. Dos buenos muchachos. Hace mil años. Mil años. Dios mío. Solos en aquel monte. Pudiendo comer caliente.

—¿Estás hablando sola, Úrsula? —preguntó. No paraba de hacer girar con sus manos el tazón. De vez en cuando, sacudía la cabeza como lamentando.

Todos pensaban que sería por unos días. Se lanzaron al monte convencidos de que el golpe militar no iba a durar. “Es sólo un poco de ruido. La soldadesca disfruta entrando con la cacharrería y la fanfarria”, decía Lorenzo Vega, y remedaba el toque de los turutas. Sería por unos días, y luego Puerto Santo volvería a su vida monótona. Sólo eso: cuatro tiros frente a la sede del Gobierno Civil, un muerto de cada bando, casi por accidente. “Se cruzaron en el camino de las balas”, decía tu padre. Ésa fue toda la gesta.

Dos buenos muchachos.  En lo mejor de sus vidas. Comiendo hinojo y raíces. Hace mil años. Los que se quedaron fueron cayendo en las sacas de Acción Civil, denunciados por vecinos, familiares o compañeros torturados. No hubo muchos juicios. Entonces bastaba un paseo hasta el barranco. Los hacían cavar la fosa, y en cuanto dejaban las palas a un lado,  los tiroteaban como conejos. Una noche, Lorenzo Vega se coló en mi casa por la azotea. Me sobresalté al verlo a los pies de mi cama. Él me tranquilizó, para luego avisarme: “Alguien ha hablado. Nos vamos esta noche”. Los acompañé hasta que alcanzaron El Pasaje. No tardamos en escuchar los primeros disparos. Los vi correr barranco abajo por la cerrajería. Llegando al salto de agua, ganaron la otra vertiente camino de los montes de Anaga. Cuando estuvieron a salvo, se detuvieron, apenas eran sombras contra la negrura. Alzaron la mano, gritaron palabras gruesas a los que disparaban, antes de perderse tras la Curva del Viento.

VENTURA

La lluvia nos acompañó aquella larga semana. Pasaron dos días, y seguíamos sin noticias del joven Bosco. Su padre se negaba a llamar para darme la orden de peinar el monte, no quería apresurar una decisión que lo podía dejar en una posición que él luego quiso llamar “delicada”. Prefirió adormecer todo sentimiento, aguantar bajo la fachada del hombre público. Al tercer día, el viejo Bosco se presentó sin avisar en mi despacho. Venía solo, sin escolta. Estaba como diez años más viejo. Dobló la gabardina sin prisas, como parte de un ritual aprendido. Aún le escurría agua. “¿Le importa?”, me preguntó señalando el asiento junto a él. Yo alargué la mano, sonriendo. No tuvo que rogar. Al menos le concedí eso: no dejar que se bajara a pedir. No le hice promesas. Le dije que él podría dar la orden para que efectivos de Protección Civil colaborasen en la búsqueda. Él negó con la cabeza. Le hablé de los escasos medios con los que contaba.

—Busco discreción, Ventura. No quiero que se haga un circo de todo esto —me dijo.

—Por qué viene a mí? —miré sus manos amarillas, deslizándose por el borde, como masajeando la mesa. Arsenio desprendía un olor a madera recién barnizada. Se inclinó hacia mí, como si quisiera hacerme más comprensible algo que ni él mismo parecía entender.

—Quizás porque crea que usted, a pesar de nuestras diferencias, es el único a quien, si yo le pidiera que esto no saliera de aquí…

—Entiendo.

Hablábamos muy quedo, como en una confesión, pero ninguno bajaba la cabeza para hacer creíble el teatro de la comprensión. Le dije que yo también tenía un hijo. Eso a veces basta.  Él no venía buscando que nadie se rebajara al consuelo, aunque Arsenio Bosco, a pesar de la distancia, de la voz pausada y la mirada serena, necesitaba con urgencia algo semejante a una respuesta con la que regresar a su casa.

—Haré lo que esté en mi mano —sé que le di una frase para aliviar compromisos. No tenía otra cosa.

—Esta semana se hará pública la convocatoria para cubrir las nuevas plazas que ha solicitado. Lo leerá en el próximo boletín —lo anunció como si le pesara la vida. Se puso la gabardina sin prisas, tocado por el cansancio, y abandonó el despacho sin un apretón de manos o algo cercano a un saludo.

Sanabria me dijo que su mujer ni siquiera levantó la vista del libro cuando Arsenio Bosco entró en el salón. Él le explicó algo, como si estuviera de paso, como quien deja sobre la mesa el mandado por el que ha salido. Aguardó en pie. Ella no dejaba de leer, invisible, mientras Bosco le explicaba brevemente, igual que se habla ante la tumba de un difunto: “Ya está hecho. Removerán cielo y tierra”. El tiempo de dar el recado sin cruzarse una mirada. Quizás esperó respuesta, pero la mujer siguió leyendo. Sanabria me dijo: “Parecía que sólo uno de los dos se encontraba en aquella habitación. Luego entró a su despacho para beber en soledad. Creo que es allí donde duerme desde hace algunas noches”.

NICOMEDES

El viento sigue silbando afuera. Pongo la cafetera en el hornillo, y encendí mi pipa con una rama delgada de laurel. Me gusta ese momento del día. Escuchar el gorgoteo de la cafetera. Sentir cómo la estancia se va impregnando con ese olor a fruto amargo. El tabaco dulzón va pesando en el aire. El muchacho duerme todavía. No sabe nada. Lo sé. Viene a rebuscar. La cafetera suspira en su último estertor. El joven Bosco se despereza, se estira morosamente, como haría un gato. Le alcanzo la taza. Agradece. Sigue ocultándose. Me mira. Hay que joderse. Lleva apenas los labios al borde de la taza, y da un sorbo de pajarillo desconfiado, antes de perder su mirada afuera. El viento no va a descansar. Este día, no. Este día va peinando Anaga. Desde Roque Bermejo a Puerto Santo.

—Yo nunca paraba en el café. No me gustaban las cartas y tampoco entendía las bromas fáciles de los hombres. Bajaba a Puerto Santo para comprar provisiones y cambiar los libros leídos donde el judío. Luego, volvía con mis cabras. Así era mi vida, antes de que aquellos muchachos entraran en ella. Mi vida era otra. Me la jodieron. He visto tantos horrores. Tantos. En verano siempre había más trabajo. No abundaban los pastos, y tenía que cruzar media isla con el ganado. Camino de Chamorga los encontré vagando perdidos. Dos muchachos. Leí su miedo en los ojos. Me vieron con la escopeta a la espalda, y pensaron que iba a prenderlos. No hicieron por luchar. Se les debió cruzar la idea de echar a correr, pero estaban demasiado débiles. Nunca había conocido tanta hambre junta. Pronto los serené hablándoles. Les ofrecí un cigarro. No dijeron mucho al principio. Se veían buenos chicos. Agradecían lo poco que uno les daba. Parecían bien leídos, pero analfabetos en las pequeñas cosas de la vida. No sabían ni caminar el monte. Puro pie izquierdo y trompicones donde la tierra caliza anda suelta y resbaladiza. Compartimos mi leche y mi gofio aquel tiempo. En la cueva, hicieron escrutinio de los pocos libros que guardaba. De mi talega saqué un pequeño ejemplar de tapas gastadas, y lo mostré como se enseña un tesoro. Me dijeron que Machado era un buen republicano, un hombre honesto y lleno de verdad,  pero que era verso viejo. Los mandé al carajo. Uno de ellos, Lorenzo Vega, era poeta. A la noche se sentaba junto al carburo, y en una libreta de anotar cuentas que le dejé, escribía extraños versos que nos leía antes de dormir.

—Qué piensan? —nos preguntaba después de recitarlos pausadamente, con los ojos cerrados, como si los estuviera ordenando en ese momento.

—¿Y tú dices que dejas la mente en blanco para escribirlos? —pregunté.

—Algo así.

—Yo no me preocuparía —dije—. Nadie va a poner en duda que no has usado la cabeza para escribirlos —y reímos la broma, pero sus caras no tardaban en ensombrecerse.

Yo les hubiera ayudado fueran quienes fueran. Para mí un hombre perdido es un hombre perdido. No me entendían estas cosas. No los entendía. Yo ya estaba hecho a aquella vida, pero para estos muchachos sin experiencia, la vida en el monte era un malvivir. En invierno, la nieve se hundía bajo nuestros pies como arena húmeda. No se aguanta bien el silencio. Hay un silencio ahí arriba, algo mayor que uno. A lo peor, la vanidad me hacía creer que sólo yo podía mantenerlos vivos. Pero, a veces, el peso de la nieve vencía alguna rama alta, y entonces se escuchaba un golpe seco, y crujía la madera muerta. Hay sonidos que entumecen más que el aguanieve dentro de las botas. Sonidos que te sacan del cansancio, que te obligan a reparar en el silencio que rodea nuestras vidas. Tu aliento se hiela, y apenas se escucha el silbo del viento entre los pinos. Entonces le coges gusto a tus miedos. Se te escama la piel, y no es por el frío. No pude evitar pensar estas cosas mientras caminábamos. Un paso, otro paso. Avanzamos siempre hacia el mismo puerto, siempre hacia la muerte. Muchas veces, nos sorprendía la noche a medio camino del refugio. El sol del invierno se precipitaba, había urgencia en su forma de buscar el mar. Caía a plomo, como fruta madura. Mil noches limpias. No estas noches de ahora, borradas por la luz de las ciudades. Son cosas que no se pueden enseñar. Se irán conmigo. Nos mirábamos en el fuego. Yo lo sabía. Lo veía en sus ojos. No aguantarían. Una mañana faltó tu padre. Se fue de mañana, antes de que clareara para no tener que despedirse. A la tarde, Lorenzo me dijo que se marchaba. Lo acompañé hasta La Curva del Viento. Bajamos callados. En Las Cruces nos detuvimos.

—No merece la pena que sigas —me dijo, y nos abrazamos. Tomé su rostro. La barba y su piel quemada lo hacían parecer mas viejo.

—Ahora, medio eres un hombre —bromeé, y Lorenzo sonrió. Sacó del bolsillo una hoja doblada y la apretó en mi mano. Todavía conservo aquel poema.

Regresé al mes. Todo seguía revuelto. Había un silencio como si tocaran a muerto, y el aire cruzara rancio las calles. Te pedían papeles hasta los que te conocían de muchacho, jóvenes del barrio con los que compartíamos amores y guerras de piedras, pero ahora te pedían papeles, y lo hacían como si no te hubieran visto nunca. La mirada del miedo. El silencio. En Los Bajos me dijeron que habían matado a Lorenzo. “Lo vendieron, cabrero. Lo estaban esperando donde Úrsula. Luego, lo sacaron como a tantos, en bote por el muelle, para margullarlo en el mar metido en un saco”.

Entonces sentí cosas que no conocía: una rabia hacia no sé qué, hacia esto de ser hombre, hacia su facilidad para bajar al matadero, para reducir a mierda todo lo que toca. No era bueno vivir con ese odio. No fue fácil luchar y librarse de lo peor que guardaba adentro. A menudo pienso en lo cerca que pude estar de convertirme en uno de ellos. Lo sencillo que hubiera sido esperar a los sicarios en la noche. En la punta del muelle, agazapado entre las piedras de la escollera, aguardando a que el bote doblara, y pum-pam. Sin verles el rostro. Un gesto tan cobarde como el de esos hombres que metían a sus paisanos en los sacos para no tener que mirar a los ojos. ¡Qué fácil!

Esperé el regreso de Arsenio Bosco aquella noche en el zaguán de su casa. Lo sorprendí por atrás. Él no se movió. Sintió mi cuchillo presionando su nuez, y permaneció quieto.  No presté atención a lo que decía. Yo sólo quería callar a ese canario. ¡Qué fácil!

Ese día subí al monte decidido a no pisar nunca Puerto Santo.

VENTURA

Una madrugada, Arsenio Bosco escuchó cómo llamaban a la puerta. Apenas dos golpes, el tiempo de correr al zaguán para encontrar a su esposa ya abrazada al joven Bosco. Yo, sonriente, sin dejar que se notara la alegría, apoyado en la barandilla, en mitad de la escalera, sabiendo que mi lugar era ahora la sombra y la revancha silenciosa. La mujer se retiró un poco para contemplar al hijo. Entonces se volvieron. Lo miraron a un tiempo, como si él, Arsenio Bosco, fuera el hallado, como obligándolo a vencer esa extrañeza de hombre público. Arsenio Bosco me buscó antes que a su hijo. Se guardó todo, por los días de soledad, por cobardía, o por no querer compartir lo único que realmente le quedaba. Se mantuvo a distancia, observándolos como un extraño, casi desde el momento de hallarlos. Tal vez, al principio, quiso estrecharlos entre sus brazos, pero se detuvo a mitad del zaguán, a mi lado. Entonces pude oírlo. Fue apenas susurrado. El padre y el hijo cruzándose. Pude sentir cómo se enfriaba la noche con aquella pregunta: «¿Firmó el documento?», preguntó, lejano, sintiendo la violencia, acaso el desprecio en la mirada de la mujer que ya  acompañaba al joven adentro. Arsenio Bosco se sentó en los escalones, abatido por un cansancio que no era del cuerpo.

—Les dejo. Ahora querrán estar a solas —dije. El hombre solo, pensé, más solo de lo que pueda sentirse un hombre que vive para contarse que toda una ciudad depende de un gesto suyo.

—No, quédese… le estoy agradecido, Ventura.

Agité el brazo, como restándole valor a aquellas palabras, mientras él sacaba la pipa de un bolsillo de su bata. Le dejé el tiempo de cebarla con calma, y entonces le dije:

—En verdad, debería agradecerle al cabrero.

—No le entiendo, Ventura.

—Yo sólo lo alcancé desde la comisaría. Fue el viejo Nicomedes quien lo bajó a Puerto Santo. Parece que lo encontró hace unos días, perdido, con síntomas de hipotermia. Ha habido suerte esta vez. Ese diablo, como ustedes lo llaman, se conoce cada brizna de pinocha del monte —apoyé mi mano en el hombro de Arsenio, y la retiré para bajar los escalones hasta entrar en el coche donde ya me esperaban con el motor en marcha.

—¿Y ese hombre? —me preguntó antes de partir.

—¿Nicomedes?

—Querrá algo. ¿No dijo nada?

—No, que yo sepa. No es hombre de muchas palabras. Comentó que había dejado al rebaño sin hierba. “Camino ruin hay que andarlo pronto”, eso me dijo.

*

Álvaro Marcos Arvelo (Santa Cruz de Tenerife, 1965) es autor de las novelas El Pasaje (1995) Al sueño polar de golondrinas (2010)Sus relatos han sido recogidos en los libros El jardín de los durmientes (1996) y A veces comprendemos algo (2004). Ha sido premio Ciudad de La Laguna de Teatro por su obra El círculo de tiza (1999)Ha coordinado desde 2005 el Servicio de Publicaciones de CajaCanarias, que edita, entre otra colecciones: La Caja Literaria, Voz y papel, la Colección aIslados y la Biblioteca Pérez Minik. Como responsable de la Obra Social ha puesto en marcha foros como Enciende África, Nueva Ilustración, Fetasianos, Ideas para cien años o Enciende La Tierra. 

JULIO 1990. Los últimos rayos solares del día lamían las piedras de los castillos que se asomaban a los meandros del Rin. El cielo crepuscular estaba cargado de esperanzas. El mundo era un cajón de sorpresas a cual más deliciosa. Pronto caería la noche, sorprendiéndome en el interior de aquel tren lleno de desconocidos de imposible recuerdo. Y los bosques se fundirían con el negro (más…)

En ese caso… ¿No sería bueno avisar a la familia?

—No tiene familia, es un escritor.

Julio Cortázar, Rayuela.

I

Yo estaba enamorado de un hombre más joven. Se llamaba Salvador Finarés, alguien sin mayor relación conmigo que la de dar clases de música a mi sobrino Óscar. Mi nombre en esta historia carece de interés: es un nombre difícil, ilegible y casi impronunciable. Podéis llamarme nadie o el desconocido, el extraño, el otro. Cercano a mí, y casi a un tiempo, pude darme cuenta de cómo (más…)

Prunus Persica | Roberto A. Cabrera

Publicado: 15 mayo, 2011 en Relatos

El profesor deslizó sus ojos sin estorbo por la ladera de la isla hasta detenerse en el mar. Desde allí no le era posible divisar la costa. Sólo se veía un brazo rocoso, muy negro, rodeado de espuma, que se adentraba en el mar. El profesor conocía bien esa costa. Dos o tres veces por semana empleaba las últimas horas de la tarde en dar paseos solitarios junto al mar. Tomaba una taza de té verde, (más…)

In memoriam Óscar Manesi y Mario Merlino

Aquella noche, perdida ya para siempre como cualquier otra excepto, aún, esta en que escribo, había salido con dos amigos. Después de recorrer casi religiosamente nuestros tugurios preferidos, y sin que ninguno de los parroquianos resultara afín a nuestros gustos no siempre previsibles, uno de mis amigos propuso continuar la noche en una discoteca de moda. Salimos del (más…)

Té rojo | Bruno Mesa

Publicado: 12 mayo, 2011 en Relatos

 Puedes llamarlo azar o destino, pero en verdad es un largo viaje cuyo billete compramos al nacer.

      Erika Norling

El cinco de septiembre de 2008 se encontraba el señor Berglund tomando su habitual té rojo sobre las seis de la tarde en la terraza del único café con terraza que hay en la Rue Ducasse, en Lyon, cuando una bala perdida y de origen incierto atravesó el ventanal del café y detuvo para siempre al señor Berglund, que solo alcanzó a derramar su taza de té rojo. (más…)

Me resulta muy difícil abordar el tema que me propongo, querido y estimado doctor Roque, pero ya han pasado bastantes años y debo transmitir lo sucedido a alguien, y más a alguien de confianza y tan próximo a dichos tiempos como usted. No quiera ver en estas líneas torpes la búsqueda de complicidad o el exorcismo de mis demonios, sino la necesidad de dejar cada cosa en su sitio. (más…)

El entierro | Francisco León

Publicado: 11 mayo, 2011 en Relatos

Entre Las Vargas y Los Menores, dos puebluchos casi deshabitados, se extiende una planicie reseca que aparece en los mapas del Sur de la isla con el nombre de Los Desiertos. Una carretera polvorienta atraviesa ese paraje cuajado de cactus, de costas desoladas y pistas de tierra que, en realidad, no conducen a parte alguna. (más…)

En uno de los cuadernos de Ricardo María Cardoso aparece este texto. En letras rojas, como un tachón, dice: “Relato”. Y luego, en letras azules: “Poema”. Forma parte del modo de ser de Cardoso el asignarle dos nombres a un mismo objeto, porque según dice en uno de sus fragmentos, “un objeto debe recibir siempre, y como mínimo, al menos dos conceptos: uno que representa lo que (más…)