La planta baja de una gran superficie. Cuatro carritos que se cruzan y se detienen.
-¡Veinte euros! ¡Veinte, tía! lo que tú oyes, y te lo dije. Te lo dije, Paca, madruga, levántate más luego, porque si no el ofertón se lo maman.
Habla una mujer de unos treinta años, enferma e hinchada, que apenas conserva unos restos de belleza. Subraya lo que dice acariciando los restallantes paquetes de pañales que atiborran su carro. El hermoso bebé que es su reclamo, sonríe regodeándose, como si estuviese particularmente contento de haber sido elegido por esta clienta.
Su interlocutora, más joven, no sabe qué decir, pues al constatar la increíble oportunidad perdida, apenas puede retener las lágrimas. A ella, cada paquete le costará casi el doble.
Ambas vienen con los chiquillos, sus madres, la suegra. Dos grupos que forman sendos “convoyes”. Los niños del carrito lleno, se sienten fuertes, vencedores, y les sacan la lengua a los otros, que contraatacan con la palabra.
-¡Ca… ¡Hijos de…!
Un grito bien dado acalla los improperios. Los mayores no han terminado de hablar.
-Anda, Guacimara, no seas mala. Dame unos cuantos, ya te los pagaré como pueda, hoy no me va a dar el dinero.
-Lo siento, Paca, las cosas están muy mal. No puedo…
-A ver si un día alguien te tiene que ir a buscar el pan, guapita, porque las piernas se te van a reventar, y entonces ya veremos quién es más lista-, le suelta la madre de Paca.
La agredida no responde. Le da un tremendo empellón al carrito y tira hacia la rampa mecánica que desciende al parking. En el segundo que pasan, la niñita de Paca le da una patada a la niñita de Maruca. Ésta, le arrea un bofetón que la deja turulata y todo se lía. Los securitas tardan en separar a las señoras que han llegado a las manos.
El incidente apenas interrumpe el inmenso flujo. Algunos convoyes se paran a mirar y ríen, otros ralentizan para ver mejor lo ocurrido, pero la mayoría pasa de largo, indiferente. Es víspera de Nochebuena y el tiempo apremia.
Saulo lo ha visto y oído todo, y se ha quedado inmóvil. La escena ha calado un poco más en su desánimo, una tristeza que le persigue hace meses y que ha obrado misteriosos cambios. ¿Qué me estará pasando?-se pregunta constantemente-¿qué sucede dentro de mí, desde que ese rayo de luz me traspasó?
Tras las enormes cristaleras de la fachada, que permiten apreciar la gran playa de la ciudad, apenas se percibe la borrasca, un remolino azul negro que rabia en el cielo. En cualquier momento pueden caer grandes lluvias y soplar vientos huracanados. El invierno y el Atlántico, hartos de que nadie les haga caso, exigen atención.
Nadie se la prestará. Solo él, reconoce su terrible enfado. Su espíritu, sin haberlo deseado, se ha liberado, y oye el alma de la tierra.
Cuando empezó estaba atemorizado ¿Será esto la alucinación? ¿El principio de la esquizofrenia, la bipolaridad?
No era locura. Se equivocaba. No había visiones, ni voces, ni sobreexcitación nerviosa.
Ni era depresión, como le sugirió su mejor amigo, sinceramente afectado y preocupado, aunque lo pareciese.
Ni tampoco “un periodo de confusión” como aseveró Enriqueta, su mujer.
-Ya se te pasará-, dijo disimulando su malestar -se te tiene que pasar, Saulo. Ahora no podemos perder el rumbo. Hay demasiado en juego.
No, este pertinaz desánimo es algo más complejo, y lo que no le ha confesado a nadie, es que ya no quiere que se vaya. Está aprendiendo a convivir con él, pues cuando la angustia remite, pasa algo verdaderamente extraordinario. Tiene…le da vergüenza decirlo…revelaciones.
Y necesita contarlo, ¿pero a quién? ¿A quién le puede explicar que él, un agente inmobiliario, está penetrando esa nebulosa que se llama “realidad”?
Sobrevienen en cualquier momento, por ejemplo, en medio de esta humanidad que se apresura y afana. Antes, -siempre le gustó observar-, se fijaba en todos los aspectos de las cosas, concentrándose en ellos uno a uno, y sumándolos al final. Así aprehendía el fenómeno. Ahora los ve juntos, una procesión de virtudes y defectos, dones y limitaciones, que conjuga el éxito y el fracaso, la atracción y el rechazo. Pero quizás lo más importante, el secreto de su dinámica, es que la gran corriente a todos nos arrastra. Efímera democracia, temible igualdad.
En este río de ejes, cestas metálicas y seres que las empujan, despuntan los veloces, los apresurados, los voluntariosos, los metódicos, los perseverantes, los impulsivos. Después siguen los relajados, los rutinarios, los tranquilos, los graduales, los constantes, los esforzados. Finalmente, a la zaga, los lentos, los torpones, los lerdos, los desganados, los obligados, los despistados. Siempre pudo discernirlos, más no veía, completamente, su personalidad. No se atreve a decir que ya comprende la nueva experiencia. Resulta muy difícil de explicar, son patrones de ritmo y color que marcan a cada ser.
¿Y todo esto, para qué?-pondera-¿De qué me sirve? ¿Por qué veo estas dimensiones?
Cierra los ojos y escucha. Un ruido difuso que se desplaza sobre las cabezas, nube sonora de voces y anuncios, de pasos y rueditas. Es la música del centro, su cálido rebumbio. Al menos una vez por semana, el numen que rige este lugar, ejerce su irresistible influencia. Roba horas a un ocio escaso, de cuatro a seis, de cinco a siete, de ocho a diez. Cada familia, pareja, soltero, viuda o novio, tiene ya su franja horaria. Ahora, éste es su punto de encuentro y referencia. Lo es, no solo a causa de la novedad, la comodidad de tantas tiendas y ofertas, sino también porque palia un vacío. No hay museos, bibliotecas, teatros, galerías de arte, casas de la cultura, iglesias, librerías. Las nuevas periferias son el fruto de la especulación, que una débil cultura municipal, ha tolerado.
La caravana avanza por aéreos pasillos, circuye una vasta y cristalina esfera, ligeramente inclinada, rotando con gravedad cósmica. Irradia una energía que transforma los cuerpos en luz, brillante ilusión que se esparce por todas las grandes superficies del planeta, partículas del vórtice que ha engullido a Dios.
El ingenio del hombre la hizo girar hace siglos, cuando los primeros objetos se produjeron en serie, se vendieron por doquier y se exportaron al extranjero. Era, en sus inicios, mucho más modesta, una bola pequeña, que ocupaba poco sitio. A todos sorprendió, cuán rápido creció y cómo se independizó. En menos de cincuenta años no había instrumento o palanca que la detuviera.
Si amenazaba con ralentizarse, las naciones temblaban. De hecho, lo hacía, y sus efectos eran tan devastadores, que mantenerla a flote, en sana y razonable rotación, obsesionó a los más sabios gobernadores. Hicieron de esta preocupación el quid de todo progreso, la balanza de las relaciones, el estandarte de la libertad. La vida, los calendarios, la alegría, hasta la salud, se le rindió, pues el precio de todo le pertenecía, y como el Ángel de la Muerte, gustaba de atemorizar, y a veces, aniquilaba.
A los que luchaban y morían por ella, a esos que mejor giraban a su alrededor, recompensó con sencillos presentes: tiempo y tranquilidad. Los agraciados, algo sorprendidos al principio, no tardaron en comprender el mágico alcance de estos dones. Mientras sus semejantes se desgastaban buscando el sustento, ellos vivían tranquilos y tenían tiempo.
Hubo, no obstante, una gran potencia que se rebeló y lanzó un vasto ataque contra sus principios. La embestida fue terrible, y sus armas, poderosas. Lucharon con ideales: redistribuir la riqueza, suprimir la pobreza, rebasar las injusticias sociales. Los guardianes de la bola, amedrentados, se prepararon para lo peor. El miedo les impedía percibir que la luz de la esfera no mermaba y que rotaba tan rápida y segura como siempre. Al final, el gran enemigo se pudrió, atrapado en las redes de su yerma tiranía, y sus pueblos se unieron, vergonzosamente, quizás, a la sumisa rueda planetaria.
El sonido hiperalto de su móvil rompe el ensueño y las tremendas imágenes se desvanecen.
-¿Saulo… Saulo? ¿Dónde estás? ¡Que gentío! No me digas que acabas de llegar al centro…
-Pues sí, cariño, mejor dicho, hace unos minutos, entro ya en el pabellón de Papa Noel.
-¡Por lo que más quieras, date prisa! Todo esto no pasaría si me hicieses caso y dejaras de pensar que se va a ahorrar algo estas navidades ¿Recuerdas exactamente dónde estaba el reno?
-Sí… en el estante más alto, al fondo, a la izquierda.
-Es imprescindible que lo encuentres. Sin el tercer reno de cristal…
-¡Que vale cincuenta euros!…
-¡No me interrumpas! Sin el tercer reno de cristal la mesa se nos queda descompensada, rara, de paletos, con un reno, a cada extremo. Mañana a más tardar quiero hacer las fotos para ver qué imagen da… con los t-r-e-s renos ¿vale?
-Sí, no te preocupes, mi amor- le va a decir, pero Enriqueta ya ha colgado. Esta vez no siente hastío, su peculiar desánimo. Esta vez ha sido pánico. Mientras él se aleja del mundo, su mujer lo abraza, y se muestra irritable, extraña. Me habla con desprecio, explicando las cosas banales que no hago bien, silabeando y deletreando las palabras, subrayándolas con crueldad, y entreveo, intuyo, odio, rencor.
Más que el paro o la falta absoluta de dinero, lo que más le aterra es perderla, a ella y a Saulito, su hijo de cinco años. Su abogada alegará trastorno y depresión, y el juez no vacilará en concederle la custodia.
Arranca a toda prisa hacia el Pabellón de Papa Noel, suerte de inmenso bazar navideño, instalado al lado de la entrada norte. Cuál es su desesperación al encontrar el acceso cortado. Un grupo de clientes discuten acaloradamente con uno de los directivos y el Jefe de Seguridad. Un gracioso se ha hecho pasar por el Papa Noel verdadero que tenía que sentarse a entretener y agasajar a los niños, y les ha incitado al hurto de juguetes. Las alarmas se han disparado y los inocentes críos han sido detenidos, mientras el chorizo se escapaba con un saco lleno. No le queda más remedio que esperar y tragar saliva. La posibilidad de que se hayan llevado los restantes renos de cristal le asusta tanto que se marea y se tiene que apoyar contra la pared. Los llantos, las quejas y las explicaciones, por fin acaban, y se les franquea el paso.
¡Qué increíble gruta es el pabellón! Maleza de reflejos plateados, dorados, y broncíneos, pues el oro y la plata no son ya suficientes, el uso continuo los ha devaluado, y hay que encontrar nuevos tonos, sorpresas, siempre sorpresas. En el centro, dos largas mesas, forradas de terciopelo rubí, ofertan la más rica variedad imaginable de ángeles musicantes. Graciosos putti trompeteros, angelotes que tocan el pandero, lánguidos arcángeles que tañen el laúd. Los más baratos son de pasta blanca, eso sí, esmaltada. Los más caros, visten sedas doradas o deslumbrantes brocados empedrados, y portan oníricos turbantes que ondulan.
Algún que otro ángel se ha perdido en el jardín de setos y árboles irreales, que es el medio ambiente de este paraíso ornamental. Pinos engalanados, cipreses enjoyados, arbustos cargados de frutas que se apiñan sensuales, y también, invernales árboles desnudos, propios de la estación, de cuyas ramas penden regalos de todos los tamaños y colores.
Enfrente se extiende un páramo helado, un país frío y transparente. Son los portavelas, candeleros, candelabros, cuencos y platos de cristal, tallados neo-clásica o barrocamente en una lejana urbe china, que existe solamente para modelar y tallar el cristal. Linda el maravilloso despliegue con una muestra de misterios, nacimientos que disfrazan de príncipes renacentistas a San José y la Virgen, fabricados en otra villa asiática de similar especialización, y que comienzan a suplantar en muchos hogares la tediosa tarea del belén. Colma esta mesa el más amplio muestrario de velas y velones. No se trata de las humildes velas de cera que, hasta fechas no muy lejanas, remediaron los apagones, no. Es la magia de la parafina en los más vivos colores: obeliscos, columnas, pilares, bolas, triángulos, cubos.
Agrupados en el suelo, un entarimado enmoquetado, renos enormes, Papa Noel tentetiesos, pinos sintéticos, fanales descomunales, y cestones repletos de adornos para el árbol, cajitas, pergaminos, estrellas, cerezas, manzanas, botas, calcetines. Rodea este palacio, un perímetro de hondas estanterías, que nutren y varían la exposición.
Saulo se dirige a la zona donde encontraron los renos de cristal, una bella creación finlandesa, que destaca por su elegancia. De repente está seguro, segurísimo, de que los dos o tres renos que quedaban antes de ayer, aguardan pacientemente en la penumbra de su estante, y sin mirar, levanta el brazo y abre la mano para coger uno. Nada. Deben estar más atrás, claro. No, tampoco. Nada. No hay renos. Bueno-se dice para calmarse, mientras un sudor frío le empapa la camisa-la señorita solo tiene que telefonear al otro centro, al almacén, y pedirlo.
En ese instante no hay nadie en el mostrador y la señorita ha aprovechado el receso para verificar precios. Esta disponibilidad, argumenta, es un buen augurio.
-Buenos días, guapa-le dice, porque esta Papa Noel, de larga cabellera azabache, piel morena y hermoso escote, es realmente atractiva-necesito, desesperadamente, un reno de cristal, como los dos que me llevé hace un par de días.
-No quedan, cielo-responde sonriendo y sosteniendo su mirada-los renos han volado.
-¿Está segura…señorita…vo…vo…volado?-balbucea, de nuevo presa del pánico.
-Volado, cielo. Es que es un producto de calidad, y la gente lo ha notado. Voy a llamar, por si acaso, al centro del sur, a ver si queda alguno, o si ha habido una devolución. Espera…
Saludos, risas, medias frases, otra conversación retomada de hace días sobre un distribuidor latoso, una carcajada y…la respuesta. No, no quedan, ni vienen más. Un piropo, una zalamería, hasta luego, listo y adiós.
-Lo siento, cielo, ¡qué pena! El último… ¿sabes quién se lo llevo? Pues el golfante que se hizo pasar por Papa Noel y se puso las botas robando.
Náuseas. Un sabor a ácido en la boca. Tambaleándose se aleja de la caja. No ve bien, todo da vueltas. De repente, unos cilindros rojos, largos. Las barras de la salida de emergencia. Se abalanza sobre ellas, presiona, sale impulsado, y cae rodando. Grava húmeda, viento, mucho frío y gotas.
Le tarda unos minutos levantarse. Se ha manchado de barro aceitoso el pantalón nuevo de pana y la chaqueta. ¿Dónde…dónde estoy? ¿Qué lugar es éste? Hace un esfuerzo por situarse. Sí, ya se orienta. La gran mole oscura del auditorio, el perfil blanco del puente, el viejo hangar en ruinas. Ha ido a parar al descampado, medio parking ilegal, medio terreno ferial. A unos doscientos metros, surgen unas deformes casetas, y detrás, una noria destartalada y una machacada pista de cochecitos. La noche devora los destellos coloridos y las voces se trenzan en un murmullo lejano.
Saulo no sabe qué hacer. Tiene ganas de llorar y para escapar del mal trance, de la ansiedad que ya galopa, se dirige hacia el barullo. Vaga boquiabierto por la feria, no para de mirar, aunque nadie lo mira, como si no fuese él, sino su sombra que acabase de llegar. En un puesto diminuto, una anciana se refugia entre ristras de tollos y jareas, tarros de almendras garapiñadas y castañas, garrafas de mistela y guarapo. En otro, una gitana esbelta, de grandes ojos verdes, vende manzanas de caramelo y pan de azúcar. Los puestos, habrá cuatro o cinco, ofrecen tiro al pato, lotería de peluches, tómbola de pelucas, y un viejo forzudo que iza a los críos sobre sus brazos. El maestro de espectáculos, pregona, megáfono en mano, las maravillosas atracciones. Es un hombre alto, pálido, de larga pelambrera rizada, que viste gabán y sombrero de copa, un personaje,- o eso piensa Saulo-, de otra época, al igual que su feriante compañía.
-¡Un aplauso! ¡Un aplauso para el señor, que nos distingue con su presencia! ¡Bienvenido a nuestro humilde universo…!-grita, mientras se acerca haciendo aspavientos.
-¡A celebrarlo!-replica una voz ronca detrás de él.
¿Me están esperando? – se pregunta Saulo, asustado por esta efusiva acogida que le parece preparada.
-Yo…yo solo paseaba por aquí, me mareé y busqué aire…me voy ya…gracias…no se molesten.
-¡Molestia ninguna, joven amigo!-dice un enorme Papa Noel, con acento alemán-además, tenemos para vos un presente especial, un precioso adorno de mesa, ¡jawohl! ¡un reno…ein reindeer, un reno de cristal!
-¡Dunkel Peter, bringen sie den reindeer, schnell!
La orden truena por la feria y un hombre, un hombrecillo que cojea, sale de una chabola adosada al muro del hangar y corretea hacia ellos, aferrándose a un objeto de cristal. Saulo apenas nota sus orejas picudas, su pelo, duro como una crin, el frío amarillo de su mirada. Contempla atónito el reno y le tiembla el labio, es uno de los que precisamente andaba buscando-El solícito sirviente se complace en mostrárselo. No le gusta cómo lo hace. Hay en ello, al margen de su obsequiosa manera, algo falso, una burla.
El reno es suyo! ¡Glückliches Herr! Afortunado joven que habita en las Afortunadas Islas. Antes de darle el regalo vamos a beber y a bailar un poco, a celebrar la Navidad. Venga, nos esperan en el bar, hay música, alcohol y bellas mujeres…
-Quién… quién es usted?
-¿Quién soy yo? Soy un espíritu de la Navidad, un bribón que encarna el final y el principio del tiempo, y el elegido de un Dios, que por estas fechas, y desde los albores, premia a los pequeños para que no muera en ellos la ilusión.
-¿No habrá sido usted quién…quién… protagonizó el…el incidente…en el pabellón?
-¡El mismo! ¡Qué bien lo pasé llenando el saco. Esta noche haré reír a muchos niños que tienen poco…o casi nada.
-Pero, dar robando, no resuelve nada, es compartir un delito…yo…
-¡Oh infeliz mortal! No debatamos los enigmas de la propiedad, la justicia de la posesión. Jamás somos dueños de nada material, solo nos pertenece lo que sucede en nuestro corazón. Ese es el gran cómputo. Mire lo bello que es su reno de cristal. No sea huraño, acompáñenos un rato. Le prometo que se lo daré…
Saulo vacila. Debería, -normalmente es lo que haría-, denunciar al ladrón. Y si no, si tuviese muy mal día, daría media vuelta y se marcharía. En ningún caso, lo que va a hacer, ceder a la proposición, consentir el chantaje. En ningún caso…claudicar al brillo, al traslúcido miedo, del reno de cristal, que había perdido, y que, increíblemente, podrá recuperar.
-Bueno, me tomo una copa con ustedes.
-¡Wunderschön! ¡Un beso de Navidad!-grita Papa Noel, levantándolo como una pluma y llevándoselo al bochinche.
Una especie de almacén que ahora es un bar, si así se le puede denominar. El dueño seca la barra, una serie de poyos ensamblados, mientras una niña lava una pila de vasos y platos. De la cocina emerge un olor picante a callos y de un opaco expositor, el tufo del queso curado. En la mesa del fondo, un grupo de ancianos juega al cinquillo; en la próxima (hay cinco en total y están colocadas en zigzag), una pareja come en silencio; y en la más cercana, reconoce al trío de músicos rumanos que deambula por las calles del puerto.
Pedro, siempre aferrado al reno, se adelanta, descorre una cortina y hace una socarrona reverencia invitando a pasar.
-Querido Saulo, tenemos la mejor mesa reservada. Usted primero, por favor.
-¿Cómo, cómo sabe mi nombre? Es imposible que…
-Sé tantas cosas…sígame. Brindemos con champán.
-¿Champán…-pregunta, sorprendido y casi dice lo que piensa-¿champán en un tugurio como éste?
El comedor privado ostenta una mesa redonda con mantel de tela y una tarima lateral. Cubren sus paredes, toscamente encaladas, unas traperas andinas, que Saulo se alegra de ver, pues aportan una nota de color a la lóbrega atmósfera. Tiene la sensación de haber retornado el pasado, a una escena congelada en esta mustia estampa. Pedro sirve el líquido rubio, un Mumm, en copas de bohemia bañadas en oro.
-No te asombres, amigo, de esta mínima concesión al lujo. Después de todo, soy un visitante ilustre, me merezco esto y mucho más. Y tú también te lo mereces, pues ya no eres quien fuiste. Saulo empieza a ver, a percibir… ¿la gran bola que gira arrastrándonos, verdad?…las falsas ilusiones…
-¿La gran bola…cómo…a qué exactamente se refiere?
-¡Lo sabes, chico! No te hagas el listo.
-¿Puedo ser sincero, hablar con usted?
-Por eso estoy aquí, demorando mi ansiado retorno al bosque. Bueno, por eso, y porque antes de que descansemos esta noche, debo repartir juguetes en tu pueblo…adónde nos llevarás…en breve.
La pregunta que a nadie osa hacer, que nadie sabe responder, aflora a sus labios.
-¿Me…me quedaré solo? ¿Me dejará mi mujer, perderé a mi hijo?
-Te preocupas, amigo, en exceso de ti mismo. Te diré que ya estás solo. Nada más sé. Dejemos los vaticinios y brindemos, además, llega la preciosa Lola, que se une a la fiesta. ¡Lola, Lola, ven aquí!
La gitana que vio vendiendo chucherías, se sienta a su lado, y le hace una carantoña a Pedro, que gimotea de placer y le lame la mano. Está mojada, y es entonces, al ver la lluvia sobre su chal, que Saulo oye los truenos de la tormenta y el aguacero que golpea el techo de Uralita. Lola acaricia su barbilla, rompe a reír, y le da un beso largo en la boca, que los demás aplauden carcajeándose.
El violín, la trompeta y el acordeón, el trío, ataca un violento pasodoble que se alarga en hechizantes disonancias, anhelo de una armonía inalcanzable, de un fin que se insinúa pero no llega. La música, subversiva, lo posee. Saulo dice “sí”, “llévame”, y sin saber qué hace, sube a la tarima y se pone a bailar, girando lentamente como un derviche, hasta que el calor de otro cuerpo se acopla al suyo. El endiablado ritmo ralentiza y se remansa melancólicos compases.
Lola huele a hierba, a tierra recién húmeda, a pinocha, a musgo. Sus labios, rojo sangre, no están pintados, y tampoco sus grandes pestañas, ni el arco de sus cejas. La mira por primera vez, abarca su cara. La chica joven y guapa se ha ido, es una mujer madura, una máscara, un umbral. La música arranca y se precipita hacia su conclusión, pues los intérpretes no pueden más.
La fina piel, las perfectas facciones, verdean, enmohecen, una estatua cautiva en el bosque, triste belleza…
Santa Klaus y su fiel Pedro beben callados. Los músicos se han despedido y el bar está vacío. Adormecido, el patrón sintoniza una estación de radio. Afuera, el temporal ha remitido.
-La noche es nuestra-le susurra su pareja-salgamos a pasear, no temas nada, y sobre todo, no me temas a mí, soy una pobre criatura que apenas vive durante unos días y pasa el resto del año errando por cerros y barrancos.
-¿Y Papa Noel, y Pedro, qué harán?
-Alargan este momento. Dentro de poco desaparecerán también. Anda, camina, dame tu brazo. Yo me iré antes que ellos.
-¿Tú no eres una mujer, verdad? ¿No eres una persona concreta, con una identidad, como las demás? Eres…eres…
-Sigue, vas bien.
-Eres… estás en cada una de ellas, pero ya no estás, o apenas se te ve.
-Sí que estoy, en lo más profundo, aunque debo confesar que en estos tiempos me siento alejada.
-¿Cómo te puedo encontrar en mi mujer? Desde que veo cosas, desde que he empezado a apartarme, ella está tan distante.
-Saulo, ya me conoces, y debes procurar que me manifieste…
-¡La has impresionado! ¡Jawohl, mein Herr! Lola, ten cuidado con este mortal, te gusta…-interrumpe el vozarrón de Papa Noel, que ha salido a buscarlos.
-No te metas, Klaus. Sé lo que hago.
-Querido amigo. Es hora de partir ¿Dónde has guardado tu auto?
-Pues, cerca. En el terreno frente a éste, ¿por qué lo pregunta?
-Nos llevarás a tu pueblo y así el reno será tuyo.
-¿Lo promete?
-¿Desconfías del rey de los ladrones? Santa Klaus siempre honra sus tratos.
-Vale. Vayámonos, ¿dónde está Pedro?
-Viene ahora. Esperadnos.
Un viaje lentísimo. En la autovía del Norte, una plancha desplomada sobre la vía ha inutilizado uno de los carriles, dificultando aún más el abarrotado tráfico de la hora punta. Pedro y Santa entonan villancicos germanos, mientras Lola dormita y suspira. Le ha pedido, aunque no hace frío alguno en el vehículo, que ponga la calefacción.
El tan custodiado reno, ya no está a la vista, estará en el saco, conjetura Saulo preocupado. Le inquieta que se pueda romper en el bolso gigante, revuelto de baratijas y juguetes que entrechocan y se traban. Qué dirá Enriqueta si se lo trae con sus astas melladas, o la cola rota. Y le inquieta aún más, la posibilidad de que no esté, de que le hayan engañado, de estar haciéndole un favor gratis a estos dos espíritus rufianes. Pero aún más, le turba perder a Lola, pues todo su ser gravita hacia ella, y no es simple deseo. Es…entrega, sumisión.
La embotellada masa por fin se fluidifica, y es con alegría que pisa el acelerador. En quince minutos han subido cuatrocientos metros y desembocan en la planicie de la ciudad.
-¿Dónde les dejo? ¿En qué punto?
-En el solar donde se reúnen las carrozas de la cabalgata. Esta noche hay una gran feria. A Lola, la llevarás al bosquecillo de pinos.
-¿Y ella qué va a hacer allí sola?
-Te lo dirá. Es su destino.
Se detiene a una distancia prudente del mogollón. Son las bandas, murgas, reyes magos y vehículos que toman posición para conformar la cabalgata. No quiere que sus pasajeros se apeen y los vean con él. Se despiden de Lola en el mismo alemán de las canciones; ella no baja del coche y solloza. Después, lo besan, y Pedro el Negro coloca el reno de cristal en sus manos. De repente, le da pena que se vayan. Le gustaría que se quedaran en este mundo, en el que ya no habita plenamente, y que aparecieran, como hoy, en los márgenes de la noche. Ellos, conscientes de su emoción, se vuelven para decirle adiós, y a modo de broma, Pedro se quita una bota y levanta el pie. En el mate fulgor de las farolas, Saulo ve la pata de un macho cabrío.
Lola duerme en la agradable atmósfera del BMW y no la molesta. Durante media hora vela su sueño, refugiado en el arcén, absorto, sus sentidos agudizados, y simultáneamente, ajeno al exterior, al gran barullo de procesional que por fin ha emprendido su marcha hacia el centro de la villa.
-Debemos irnos ya, Saulo. Llévame al bosque-, dice decaída.
-No, no quiero. No te volveré a ver…
-No me volverás a ver si no me llevas.
Apesadumbrado, enciende el motor, gira y regresa a la autovía. Pasa los campos sembrados y coge un maltrecho camino rural que conduce a lo alto de una loma. La borrasca revive y agita las ramas de los altos pinos.
Su pasajera tiembla a pesar del calor.
-Me muero de frío, pronto no podrás ni tocarme con la punta de los dedos.
-Subiré la calefacción al máximo
-Gracias, Saulo. ¿Podemos sentarnos atrás? Antes de desaparecer me gustaría que me abrazaras.
-Sí… claro. Te ayudo.
A Lola le cuesta muchísimo salir del coche, enderezarse, dar unos pasos. Su cuerpo, tan ágil hace una hora, se está paralizando, y al tocarla, se asusta.
-Estás… estás helada, ¿por qué…qué está pasando?
-Lo sabes, me marcho.
-Sí, pero tengo miedo, la mitad de mi ser duda a cada instante y…
-Sentémonos.
Una vez acomodados la arropa con una manta y la abraza.
-Bésame-le pide, muy bajo.
En sus labios perdura un poco de calor, el hálito de su brevísima vida. La besa hasta que la carne se torna gélida y el dolor le quema la boca.
-Me voy ya…dormirás un rato y después…estarás bien. Vuelve aquí, a este bosque, dentro de un año. Estaremos los tres, te esperaremos. Ya eres uno de nosotros. Sácame ahora y ponme debajo de un árbol…y vete, ve en paz, Saulo.
Llorando, amargamente, levanta a Lola en brazos y se adentra entre los pinos, hasta buscar uno más guarecido, pues ha comenzado a chispar. Se resiste a abandonarla, pero ella le hace un gesto firme y esboza una última sonrisa. Retrocede, mas cuando se halla a unos metros, mira hacia atrás. Ella se ha puesto en pie, se eleva, su cuerpo se difumina. Por sus venas corre savia y sus ojos son esmeraldas. Jadeando, se arrastra hacia su automóvil, está exhausto. Cae en un profundo sueño.
La persistente vibración de una llamada, su onda sobre el pecho. Se despierta sobresaltado. Su móvil estaba en modo silencio. Había olvidado que existía. Contesta…
-¡Saulo!¡Saulo! ¡Qué sucede, Dios mío, son casi las doce de la noche! ¿Estás bien? Te he llamado diez veces…cómo me haces sufrir.
-Estoy bien Enriqueta, fui al sur a buscar el reno-responde con una piadosa mentira que nadie investigará- y lo tengo.
-¡Ay, cariño! ¡Qué bueno eres cuando quieres! Ven ya…te estamos esperando.
Arucas. Martes 18 de octubre de 2011
*
Jonathan Allen (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es licenciado en Filología Francesa en Cambridge (St. Catherine’s Collage, 1985) y posgrado en Queen Mary College, Universidad de Londres. Desde 1995 es profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, donde desarrolla su labor académica y dirige el Diploma de Estudios Canarios. Ha sido adjunto al Departamento de Debate y Pensamiento del Centro Atlántico de Arte Moderno y editor inglés de la revista Atlántica. También fue coordinador de Programación de la Filmoteca Canaria entre 1992 y 1995. Actualmente es el director de Moralia. Revista de Estudios Modernistas (Cabildo de Gran Canaria). Ha sido colaborador de La Provincia (1990-1998) y de Canarias 7 desde 1998. Ha publicado tres novelas y una trilogía, Arturo Rey de Erbania (Huerga & Fierro Editores, Madrid). Su cuarta novela es El sueño de Praga (Idea, Santa Cruz de Tenerife).