Archivos de la categoría ‘Dossier 2 – José Zamora Reboso’

Si mi memoria no me engaña, lo que más me gustaba de las matemáticas que estudié en mis años del Colegio Hispano Inglés de Santa Cruz de Tenerife eran las tangentes de la geometría, esas líneas rectas que “tocaban” en un punto concreto otra línea curva, esos sutiles rozamientos de líneas, esas amorosas aproximaciones geométricas envueltas en el más profundo de los silencios. A partir de ese punto en que se encuentran, pensaba (o pienso ahora), las dos líneas seguirán sus respectivos caminos, uno de ida y otro de vuelta, tal vez, en cualquier caso siempre divergentes y, sin embargo, comunes, coincidentes en ese único instante de convergencia, de encuentro, de empatía y fusión. Bastantes años después de aquellas clases en las que no supe, sin duda, sacarles demasiado partido a las matemáticas que me enseñaban, coincidí dos o tres veces con José Zamora Reboso. Tangencialmente: es decir, de un modo casi imprevisto y apenas sin consecuencias para nuestras respectivas vidas y, sin embargo, para mí, que era el más joven de los dos, con el efecto de resonancias posteriores que no se han apagado nunca. Nuestros encuentros fueron azarosos y tuvieron lugar en la librería El Escribidor de Santa Cruz de Tenerife hacia 1991 y 1992. Yo estudiaba en aquella época Filología Hispánica en la Universidad de La Laguna y vivía con mis padres no lejos de la calle Pérez de Rozas, en que se encontraba aquel lugar casi mágico que fue para mí El Escribidor: libros bien escogidos, mesas con novedades de poesía, un fondo de literatura canaria y el permanente calor de un lugar en el que había escritores, en el que se hablaba de literatura y se organizaban lecturas de poesía. Quizá fue mi pasión de entonces por José Lezama Lima (se gestaba en aquellos primeros años noventa la revista de título lezamiano que publicaríamos varios compañeros igualmente estudiantes universitarios: Paradiso) lo que hizo que me fijara en José Zamora Reboso: yo había soñado con Lezama y su figura era idéntica, asombrosamente idéntica, a la de Zamora, o, más bien, la de este a la de aquel, una misma corpulencia, los habanos que colgaban de sus labios, la voz ronca, el gesto parsimonioso, la candidez unida a la ironía. Incluso sus nombres eran simétricos. En aquel tiempo Zamora Reboso acababa de publicar su libro Relatos de inquietud y oscuridad y lo recuerdo hablándome de él junto a la cristalera de la librería (a través de la cual transcurría la calle, una calle en pendiente por la que uno podía echarse a rodar salvo que no quisiera verse tragado por la ciudad vomitiva, castradora y castrense que era Santa Cruz de Tenerife en aquella época). En alguna ocasión me preguntó por lo que yo escribía: no supe contestarle. Es posible que José Zamora Reboso asistiera al recital que dimos los responsables de Paradiso y otros jóvenes poetas una de aquellas tardes, y que para muchos sería la primera lectura pública de poemas; a mí, al menos, me gusta imaginármelo sentado en el fondo de la librería, escuchando con cierta sorna no exenta de compasión las poses inquietantes, los desvelos lumínicos, las profesiones de fe y los dogmas solemnes de la mayoría de nosotros. Poco o nada, en aquellos tiempos, leí yo de lo que había escrito Zamora Reboso, poco o nada sabía de él, de su juventud en Madrid, de su regreso a las islas, de sus periplos como médico rural, de sus insomnios, sus inquietudes, sus pesadillas, sus soledades. Alguna vez lo vi caminando por la Rambla: su figura no acababa de fundirse con el espacio que la rodeaba, había siempre una fricción, un desapego extraño. Unos años más tarde (yo ya no vivía en Tenerife) me enteré de su muerte. No recuerdo si por entonces había cerrado ya también la librería El Escribidor. Para mí fue como si se clausurara una época. Las calles, como los decorados de un inmenso escenario, se replegaron y las figuras que las habitaban fueron desapareciendo en un mutis al que sería yo igualmente llamado alguna vez. Y lo único que me quedaba era seguir mezclando mis palabras con sus ecos.

*

Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (1989-1994). Fue lector de español en la Universidad de Jena (1995-1998) y en la Universidad de Leipzig (1998-2000). Dirigió entre 1993 y 1994 la revista Paradiso. Como poeta ha publicado seis libros: El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Premio Tomás Morales de poesía 2002, Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007) y Detrás de tu nombre (2009), Premio Pedro García Cabrera de poesía 2007. Un volumen titulado Le Crépitement, con prefacio de Philippe Jaccottet, recoge una selección de sus poemas traducidos al francés. También ha publicado entregas de su diario, entre las que cabe destacar La nieve, los sepulcros (2005). Ha publicado traducciones de los siguientes autores: Arthur Schopenhauer, Hermann Broch, Philippe Jaccottet, Gustave Roud, Pierre Klossowski, Jacques Ancet, Fabio Pusterla, Ramón Xirau y William Cliff. Como ensayista, ha publicado recientemente Rutas y rituales, una selección de sus ensayos escritos entre 1993 y 2003. Y, como narrador, su primer libro de relatos, Algunas de mis tumbas y un libro de prosas titulado Insolaciones, nubes. Mantiene desde hace un año el blog ‘Travesías’ (www.rafaeljosediaz.blogspot.com), en el que va publicando apuntes, relatos y textos misceláneos. En mayo de 2011 ha comenzado a publicar su novela fragmentaria Las llaves del amanecer en forma de blog: www.rafaeljosediaz.wordpress.com. Actualmente es profesor en el I.E.S. Pintor Antonio López (Tres Cantos, Madrid).

Anuncio publicitario

A, B, C, D. El segundo banco del graderío, contando de arriba para abajo, empezaba en Díaz y terminaba en Domínguez. Como desde una atalaya contemplaba todas las cabezas desde la E, que empezaba por Espejo, hasta la Z, que terminaba en Zamora. Escalonadas cabezas rubias, castañas y morenas, todas con cabellos tiesos, fuertes y espesos de quienes teníamos quince años.

La redacción propuesta era muy sencilla. La clase. La clase tenía dos ventanas desde las que se divisaba el mar, los barcos, un buen número de azoteas de casas de la ciudad, azoteas verdes, azoteas rojas, azoteas blancas, ¿qué más? Paredes grisáceas, lámparas sucias, la mesa del profesor, la puerta del pasillo con su vidrio central, ojo inspirador de vigilancias y castigos, ¿qué más? La mirada perdida en el techo, las lámparas fluorescentes, ¿de ochenta centímetros de longitud?, ¿de un metro, tal vez?, ¿de una distancia similar a la de las dos rayas finísimas trazadas en un bloque de platino iridiado que se encuentra en el Museo de Pesas y Medidas del Louvre?

Cuando Zamora leyó su cuento, de pie en su banco, tal y como le había ordenado el profesor, “El profesor, con ojos cansados, explicaba la lección de Historia. Hacía calor; la atmósfera hedía a sudor. Los alumnos, con la mirada vacía, yacían tumbados en los pupitres contemplando las moscas que revoloteaban pesadamente”. Risitas incipientes. Yo no. “Las moscas hacían unas piruetas endiabladas, subían describiendo líneas en espiral y después bajaban vertiginosamente en picado. Alfonso X el Sabio no fue afortunado en la guerra… Otra vez las moscas; ahora se oían con claridad; su zumbido era especial, se parecía al de las sirenas, pero chillón”, la clase empezó a reír por lo bajo, risitas contenidas, risitas antipáticas. Yo no reía. Zamora, impertérrito, continuó con la lectura de su redacción sin inmutarse. “El largo de la clase en ladrillos es de uno, dos, tres, cuatro… Se llamó el Rey Sabio, ¡malditas moscas!, siete, ocho, nueve, diez… ¡qué calor!, ¡cómo se suda!… se llamó el Rey Sabio…” La risa se había convertido en carcajada. Yo no, porque estaba sintiendo algo parecido a la admiración, a una admiración envidiosa que no sabría explicar. Él, sin inmutarse, prosiguió con su lectura, levantando la voz, “las moscas no se cansan… No fue afortunado en empresas guerreras… Veintiocho, veintinueve, treinta… Alfonso X… se llamó el Rey Sabio… ¡asqueroso calor!… El Rey Sabio, el Rey Sabio, El Rey Sabio…” La clase prorrumpió en una risotada incontenible, rota solo por la voz gangosa del profesor. Tiene usted un diez, dijo. La clase, toda, al unísono, quedó en silencio, en ese silencio hondo del que lamenta no haber entendido nada, ese vacío de la incomprensión que solo puede llenarse con la vergüenza propia.

Después de que el silencio se hubo comido a la risa, llegó el momento del descanso y todos salieron de la clase. Zamora y yo nos quedamos sentados en nuestro sitio. Sin hablarnos. Desde la D observé que la Z tenía un rictus risueño en su boca.

*

Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944) es aparejador de profesión y una de las voces más certeras de la narrativa canaria de las últimas décadas. Su primera novela, La tregua, fue Premio Nacional de Novela Corta Ciudad de Salamanca en 1966. Con Crónica de una angustia gana el Premio Ciudad de La Laguna en 1981. Su siguiente novela, Los juegos del tiempo, queda finalista del Premio Benito Pérez Armas en 1992. Los sueños imposibles se publica en 1999 y Los caminos de Creta, de 2006, constituye un paso adelante en una trayectoria narrativa sólida y singular. Colabora asiduamente con revistas y suplementos literarios. Pertenece al equipo editorial de la revista de literatura y pensamiento La Página. Desde este portal queremos agradecer a Sinesio Domínguez Suria su gentileza al enviarnos este texto, escrito expresamente para el dossier sobre José Zamora Reboso.

A Pepe Zamora, en el recuerdo

Fuimos compañeros de curso de Pepe Zamora Reboso en el Colegio de las Escuelas Pías de Santa Cruz. Éramos muy jóvenes entonces, apenas quince o dieciséis años. A veces lo acompañaba hasta su casa, andando la Rambla frente a la Plaza de Toros, hablando de las cosas que nos preocupaban del mundo. Pepe estaba siempre muy interesado por todo y todos, pero no sé yo si dormía poco o mal en aquel entonces, o bromeaba conmigo porque me vería muy cándido, pues me decía que en el recreo aprovechaba para echarse una sobadita. Quizá porque se había pasado la noche escribiendo, porque teníamos un profesor de literatura que nos implicó muy pronto en la creación. Lo llamábamos don Chano, pero años después me enteré de que su nombre completo era Sebastián Sosa y, además, resultaba ser un prolífico poeta. El escritor Sinesio Domínguez Suria me recordaba hace unos días que también para él, como para José Évora y Luis Gómez Santacreu, actuó como acicate creativo. Indudablemente, para mí y para Pepe fue vital en las primerísimas letras, pues conservo los grandes recuerdos de su insistencia de que escribiéramos a diario: «¡A ver, Omar, la redacción! ¡A ver, Zamora, la redacción!” Y ahí estábamos, invariablemente, Pepe y Alberto leyendo en alta voz nuestras redacciones respectivas. No es que andáramos en competición con Pepe u otro, sólo que sabíamos que nos la iba a exigir en clase. Yo escribía con una Parker de carga azul, y tenía ya un totufo en la primera falange del dedo medio de tanto escribir, pero nos impulsó a tener la mano ágil cada día en un nueva obligación de llevarle la redacción hecha. También es verdad que si no hubiésemos tenido vocación alguna, nada habría salido de su insistencia. Pepe siempre fue un amigo noble y bondadoso. Supe más adelante que se hizo un buen médico y, aunque con una mente muy dolorida por la vida, sobre todo logró hacerse un gran escritor.

*

Alberto Omar Walls (Santa Cruz de Tenerife, 1943) ha cultivado varias especialidades artísticas: las escénicas, las audiovisuales y las literarias, ejerciendo de profesor, director y actor de teatro y cine. También lleva años trabajando como gestor cultural, especialidad que estudió en la Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad de Barcelona. Ha sido guionista, productor y codirector del largometraje en 35 milímetros Piel de cactus (1999). Ha destacado, entre otras facetas, por su producción novelística: La canción del morrocoyo, El tiempo lento de Cecilia e Hipólito (Premio Benito Pérez Armas de 1986), El unicornio dorado (Premio Pérez Galdós, 1989), Como dos lunas llenas, Arrégleme el alma, Soledad Amores; pero también ha publicado numerosos libros de relatos, como Papiroplexia, Suaves cuentos de destrucción y Contados al atardecer. Asimismo, en la amplia obra de Alberto Omar destaca la especial atención prestada a la literatura infantil, dos de cuyos ejemplos son los volúmenes El pequeño Carlos contra el almirante y El corazón del bosque. Agradecemos a Alberto Omar el envío de este texto inédito en recuerdo de José Zamora Reboso.

Toda escritura es una búsqueda, bien de nosotros mismos o de los otros, que son, al fin y al cabo, esa parte de nuestro yo que nos falta o nos sobra. También es una indagación sobre el lenguaje, sobre cómo expresar lo que sentimos y vivimos, lo que nos cuentan y lo que nos inventamos. Y esto no acaba hasta que el escritor ha llegado a El fin, ese final del que nos habla José Zamora Reboso: la desaparición total en la Verdad de Todo.

Y al releer Abako, me doy cuenta de que ese fue el propósito constante de este escritor que, cuando se lo permitían sus obligaciones como médico, se buscaba en lo que leía y en lo que escribía, al mismo tiempo que se preguntaba por la razón o no de nuestra existencia.

El cuento fue para Zamora Reboso su mejor manera de expresión, dadas sus circunstancias vitales, y a él dedicó su empeño, con una mirada a veces pesimista, irónica otras, de denuncia social y, también, llevado por esos recuerdos que a todos nos asaltan en los momentos de soledad y silencio: el relato de lo que somos y de lo que pudimos haber sido.

Parece como si sus cuentos fuesen una especie de ensayos para esa obra futura en la que siempre creyó y que, como muchos de los protagonistas de sus relatos, no llegó a realizar porque le llegó antes esa otra realidad, la de su muerte, que acabó, inesperadamente, con sus proyectos.

En los cuentos de José Zamora Reboso pasamos de la ficción y la leyenda, como «Abako» o «El ajedrez mágico», a un acercamiento, la mayoría de las veces doloroso, a la realidad.

Conocedor, por su profesión, no solo del cuerpo sino de las vicisitudes del alma humana, de sus grandezas y sus miserias, no duda ante la denuncia social ni en poner su mirada y la nuestra en la insensibilidad de una sociedad cada vez más alejada del “otro”. Así ocurre en relatos como «Los dos barrios y María» y, sobre todo, en «La primera autopsia».

Cuando leí este último, me vino a la memoria otro cuento que, desde otro punto de vista, trata el mismo tema. Me refiero a «La noticia», de Luis Alemany.

Los dos tienen como protagonista a un albañil, cuyo escaso sueldo sólo le da para mantener precariamente a su familia. En los dos casos, el albañil muere de forma súbita. En «La primera autopsia», de un ataque al corazón motivado por un sobreesfuerzo en el trabajo; en «La noticia», al caerse de un andamio.

Cambian los testigos y, por tanto, la visión del relato. En el relato de José Zamora, el testigo es un médico que asiste a su primera autopsia y, como tal, describe minuciosamente el aspecto que presenta el cadáver, de tal manera que al lector no le cuesta nada imaginar lo terrible de la escena.

En el de Luis Alemany, es un periodista de sucesos, al que sólo le interesa el qué, el cómo y el cuando y algunos datos familiares, que le son proporcionados fríamente.

En ambos, la denuncia de una sociedad insensible a la tragedia ajena.

Ante la premura, los médicos de «La primera autopsia» deciden coserlo rápido. Un estudiante se da cuenta de que le falta el corazón, que se han llevado para analizarlo. «Meted un trozo de sábana y cosedlo de una vez»… «Sí, hombre. Aquí se han metido hasta ladrillos y la pierna de otro muerto para rellenar», dice uno de los médicos.

En «La noticia», el redactor del periódico que ya ha terminado de cerrar la página la tira a la papelera porque, según él, «esto no tiene ningún interés».

Es la deshumanización que da la costumbre.

Plagiando a Rafael Arozarena, que, junto a Isaac de Vega, fue uno de los grandes amigos de José Zamora, diría: “Así la cosa / un albañil ha muerto”.

Si me he detenido en este relato es no solo por la coincidencia que ya he expuesto, sino porque me sorprendió su realismo, que llega a la crudeza y casi roza lo esperpéntico.

Nuestro escritor siempre iba en busca de la originalidad. No obstante, también acude a la memoria, a veces con una gran ironía, como es el caso de «Dedicatoria», donde nos presenta una galería de personajes de El Hierro, su isla natal, entre lo trágico y lo grotesco, para, al final, dedicarles la canción «¡Qué bello es vivir!».

En cuanto al tratamiento del lenguaje, aparte de su precisión descriptiva, hay un intento de acercamiento a las vanguardias en los relatos «Nélida» y «El accidente», que están escrito en un solo párrafo, en los que los únicos signos de puntuación son las comas y el punto final, lo que, en el caso de «El accidente», a pesar de ser un cuento de poco más de una página, consigue producirnos una sensación de agobio.

El escritor se va reafirmando cada vez más en sus ideas y en su manera de ver el mundo. Por eso, en sus relatos, incluso en aquellos que rozan lo fantástico o lo legendario, sus personajes se encaminan a su propia aniquilación, a pesar de que comienzan su camino llenos de esperanza. Son personajes vencidos, casi de antemano, y, a pesar de que algunos consiguen la meta que se han propuesto, su empeño llega a costarles la vida, como es el caso del protagonista de «La Gran Montaña», un cuento que, junto al de Abako, el que siembra «la duda sobre la credibilidad del dios», me recordó algunas leyendas de Galeano.

El mundo onírico y el de las alucinaciones, producto de sus conocimientos y sus vivencias, aparecen en relatos como «El fin», «Lázaro», «Alicia» o «Pesadillas en la 5ª dimensión». Y, como siempre admiró a sus amigos Isaac de Vega y Rafael Arozarena, escribe un cuento, «Gabriel Zulueta» (primer premio de cuentos de CajaCanarias en 1990), muy cercano a lo autobiográfico y en el que aprovecha para rendir homenaje a esos dos escritores. Un relato, por otro lado, en el que no admite concesiones, en el que vuelve a aparecer el desencanto ante la realidad y la imposibilidad del autoengaño.

Por eso, los cuentos de José Zamora Reboso son, en cierta forma, inquietantes, porque en ellos se nos dan a conocer las luces y las sombras, desde unos recuerdos o unas fantasías que se cargan de emotividad, que nos hieren a veces, pero que nos hablan del profundo amor y dolor que fue para este escritor la vida.

*

Cecilia Domínguez Luis nace en La Orotava (Tenerife) en 1948. Es licenciada en Filología Hispánica. Ha publicado poemas, artículos y cuentos en periódicos y revistas de las Islas y de la Península. Además: dieciséis libros de poemas, una novela, cuatro libros de cuentos, dos de ellos para niños y otro para adolescentes y un relato corto juvenil. Pertenece al comité de redacción de la revista Cuadernos del Ateneo, editada por el Ateneo de La Laguna, sociedad de la que fue presidenta. Ha sido traducida al francés y al rumano y, a lo largo de todos estos años, ha participado como ponente en diversos Congresos nacionales e internacionales de lengua y literatura, así como en encuentros de poesía, dentro y fuera de Canarias. Entre sus libros de poemas más destacados se cuentan Un cierto sabor ácido para los días venideros (1987), Solo el mar (2000), Doce lunas de Eros (2000). Y, entre sus obras narrativas, el libro de relatos Futuro imperfecto (1994) y la novela El viento en contra (2002). Agradecemos a Cecilia Domínguez Luis este texto sobre José Zamora Reboso escrito expresamente para el presente dossier.

Posiblemente fuera el pionero de la primera generación literaria tinerfeña nacida con posterioridad a la guerra fratricida que concluyó en 1939: al menos el primero de sus miembros que proyectó su incipiente literatura a través de la letra impresa con el suficiente rigor.

Allá por los comienzos de la década de los años sesenta. Pepe Zamora (siempre se llamó Pepe para sus compañeros de avatares literarios) terminaba sus estudios de enseñanza media en el colegio de las Escuelas Pías de Santa Cruz de Tenerife, y publicaba —desde una cierta precocidad— sus primeras narraciones breves en «Gaceta Semanal de las Artes», la página literaria del diario La Tarde de Santa Cruz de Tenerife, que dirigía Julio Tovar: cuya lúcida generosidad se la abrió entonces a este alevín de escritor, como —muy poco tiempo después— la siguió manteniendo acuciantemente abierta a los escasos (porque no éramos muchos) jóvenes que, como Pepe Zamora, intentábamos iniciarnos en la literatura: una generosidad que buscaba desesperadamente (lo supimos muchos años después) que el testigo de la creación literaria tinerfeña pasara a manos más jóvenes que prosiguieran una trayectoria creativa que amenazaba con permanecer amordazada por la angustiosa dictadura que todavía asolaba duramente al país. Desde esta comunicación intergeneracional, celebró este escritor —por aquellos jóvenes tiempos— su primer recital de cuentos, en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife, auspiciado por el estímulo de José Arozena y Domingo Pérez Minik: unos cuentos aquéllos que se inscribían en la estética del realismo social, que se ofrecía —en aquel entonces— como obligado modelo de resistencia literaria a la ditirámbica literatura oficial, y que los jóvenes aprendices de escritores canarios de la época teníamos como única referencia ante la enorme desinformación que sufríamos a causa del asfixiante panorama que nos envolvía, aislándonos de la mayor parte de la literatura en libertad que se escribía en el extranjero: un modelo literario que tardó alrededor de diez años en abandonarse, para buscar nuevas orientaciones expresivas que pudieran enriquecernos.

Desde esta perspectiva estética, Pepe Zamora se situó en la avanzadilla de una incipiente generación que trataba de adquirir conciencia de tal a través de efímeras, pretenciosas e ingenuas tertulias literarias sabatinas celebradas durante las primeras vacaciones universitarias veraniegas en el Café Imperial de la plaza de La Paz, a la que asistíamos también —entre algunos otros— Julián Ayala, Sinesio Domínguez y quien esto firma: una generación cronológica que sólo comenzó a consolidarse a principios de los años setenta con el surgimiento del tan traído y llevado boom de la narrativa canaria, al que se incorporaron luego otros escritores más jóvenes, y en el que no llegó a integrarse este autor que aquí nos ocupa, porque (cuando eso ocurrió) había marginado la creación literaria, a partir de los diversos avatares de una vida irregular, dispersa y contradictoria que había comenzado con su nacimiento en la isla de El Hierro en el año 1944.

Desde entonces, hasta su temprana muerte, en los últimos años del siglo pasado, permaneció largamente en Madrid, estudiando Medicina, sin abandonar totalmente su vocación literaria; de tal manera que, en los años 1962 y 1963, gana consecutivamente el premio de narrativa del Distrito Universitario de Madrid. Sin embargo, la tardía conclusión de su carrera médica atraviesa tortuosos problemas políticos, producidos por su participación en la contestación universitaria en contra de la dictadura, lo que le ocasionó violentas detenciones policiales que marcaron para siempre su personalidad, debilitando gravemente su salud mental, en un largo proceso que no lo abandonó en toda su vida, sometiéndolo a agobiantes tratamientos médicos, que afectaban fuertemente su debilitada personalidad.

En el ejercicio profesional de la medicina, recorrió diversas islas del Archipiélago, hasta obtener una plaza en propiedad en Santa Cruz de Tenerife, acompañándose complementariamente de la literatura, como voraz lector compulsivo, y sus muy esporádicas apariciones en la práctica totalidad de las páginas literarias de los periódicos insulares; hasta que en 1990 (unos pocos años antes de su temprana muerte) obtiene el premio del concurso de cuentos de Caja Canarias, con una narración titulada Gabriel Zulueta, lo que parece iniciar su reincorporación a la creación narrativa: galardón literario que reitera en 1992 con el relato Pesadillas de la 5ª dimensión. En el año 1988 publica el libro narrativo Relatos de la oscuridad, en el que integra trece narraciones, que alternan obras pertenecientes al comienzo de su carrera literaria y piezas de reciente factura. Cuatro años después, convierte este mismo libro en sus obras completas, titulándolo ahora Relatos de inquietud y oscuridad, y añadiéndole once cuentos más que (al igual que ocurría en la versión anterior) recuperan relatos de su primera época juvenil, y añaden creaciones contemporáneas, constituyendo una especie de testamento espiritual del autor, corroborado por el añadido de dos breves ensayos, significativamente titulados “Dios, la muerte, el descanso” y “El Fin”: un testamento que pudiera dar noticia del breve (en producción) y largo (en años) trayecto literario de un autor que se inicia en el premioso ritmo descriptivo de aquel realismo social de sus orígenes, y que —a medida que avanza en el tiempo— profundiza más y más en la preocupación obsesiva por los lúgubres universos de la angustia, la locura y la muerte. Tal vez ese trayecto literario se corresponda con el trayecto vital de un escritor que abrió la puerta de una generación diferente, pero que nos abandonó demasiado apresuradamente, sin que le diera tiempo de atravesar por completo el umbral y acomodarse dentro.

(Publicado en La Opinión de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, suplemento “2.C” 10 de enero de 2002, pág 11, y reproducido —sin autorización del autor— en el libro colectivo Perfiles de Canarias – 7, Editorial Idea, Santa Cruz de Tenerife, 2005, págs. 46 a 50. Reproducimos este texto en ‘Narradores canarios actuales’ con expresa autorización de Luis Alemany, a quien agradecemos no solo su generosidad, sino también valiosos datos sobre José Zamora Reboso que nos han servido para confeccionar el presente dossier.)

*

Luis Alemany Colomé (Barcelona, 1944). Reside habitualmente en Santa Cruz de Tenerife. Licenciado en Filología Románica por la Universidad de La Laguna, ha sido profesor de Literatura Francesa y Literatura Española, durante diecinueve años, en las Universidades de La Laguna, Sevilla y Rouen (Francia). Ha obtenido los premios literarios Santo Tomás de Aquino, Jauja, Aula de Cultura del Cabildo de Tenerife, Leoncio Rodríguez, Ciudad de La Laguna y Mencey de las Artes, y es miembro del Instituto de Estudios Canarios. Ha publicado libros de narrativa: El indulto, Los puercos de Circe, Oscura relación, Beneficio de inventario, Conjugación irregular, Mínima lista; teatro: Tiempo muerto, El eterno anfitrión; y ensayo: Una aproximación a la moderna literatura hispano-americana, Guía secreta de Canarias (en colaboración con J. J. Armas Marcelo), Lanzarote (en colaboración con el fotógrafo Ildefonso Aguilar), Agustín Espinosa: historia de una contradicción, El Teatro en Canarias y Notas para una Historia.

Iniciamos un nuevo dossier, en esta ocasión dedicado a José Zamora Reboso (El Hierro, 1944 – Tenerife, 1996), escritor de obra breve pero intensa, insuficientemente conocida tanto dentro como fuera de las islas. Acaban de cumplirse quince años de su muerte y hemos querido recordarlo reuniendo un conjunto de textos escritos por personas que lo conocieron, algunas, incluso, ya en sus años de infancia y adolescencia, escritores que fueron sus amigos y que, muy generosamente, se han sumado al homenaje que desde este portal de narradores hemos querido ofrecer a la memoria de José Zamora Reboso. Iniciamos el dossier, que se irá completando en los próximos días, con el que Isaac de Vega, el gran narrador canario y gran amigo de Zamora Reboso, considera su mejor relato, «Dedicatoria», un texto singular en el que, en cierto modo, se ofrece toda una radiografía de la isla sin dejar de atender a toda la miseria, el ostracismo, las desgracias y los extravíos sufridos por sus habitantes en su historia reciente. Una isla, El Hierro, que podría ser cualquier isla, pero que es nombrada con amor, con nostalgia y con minuciosidad por Zamora Reboso. Ofrecemos este texto con el generoso permiso de Tito Expósito y Ángeles Alonso, los editores de Baile del Sol, la editorial que en 1999 reunió en un volumen titulado Abako la obra completa del escritor herreño. Las dos fotos del autor con que completamos esta primera entrada del dossier son inéditas y fueron tomadas en la antigua (y ya mítica) librería El Escribidor, de Santa Cruz de Tenerife, a comienzos de los años 90. Agradecemos a quienes fueron sus dueños, Maruchy Suárez y Antonio Vizcaya, el privilegio de poder disponer aquí de ellas.Comité Editor

DEDICATORIA | José Zamora Reboso

Al paisaje humano de la isla de El Hierro, triste y sombrío, que por mi imaginación pasa, como un torbellino de colores grises.

A Pepita, la niña de mi edad, que murió como un pajarito, por haberle administrado el médico anestesista una dosis excesiva de cloroformo, por lo que continuaron como autopsia lo que empezaron como apendicitis, rajando su cuerpecito, pequeñín y delicado, haciendo pedazos sus vísceras.

Al rey Don Alfonso XIII, el rey simpático, jovial y Borbón, que, cuando visitaba Canarias, y llegó a El Hierro en su barco real —al puerto de La Estaca—, no hizo más que saltar a tierra en su lanchón, y regresar inmediatamente, sin llegar a Valverde. A su leal acompañante, el Conde de Romanones, le había parecido El Hierro feo e inhóspito, y el camino escarpado, que había que subir en caballerizas, peligroso. A pesar de la insistencia del alcalde, y la disposición favorable de Don Alfonso, el Conde de Romanones no cedió, entre otras cosas porque una ola había mojado su uniforme, y se imaginaría que salpicó la cara de Su Majestad.

A Dacio Santana, homero popular de la isla, que cantó al mar, al sol y las  estrellas, los árboles (el Garoé), y los paisajes, y la belleza de sus mujeres; como su colega, el griego, era ciego de nacimiento. Sus versos se oyen, aún, en las folías que cantan las muchachas, al son de las guitarras, timples y bandurrias, por los casinos de la isla.

Al “Mulo Irlandés”, mató a su mujer y a su suegra, con un cuchillo de carnicero, porque estaba cansado de discutir con dos mujeres juntas, y además feas. Cuando lo metieron en la cárcel, pudo escaparse. Estuvo escondido de la guardia civil, por todos los montes y barrancos de la isla, hasta que lo encontraron, y ya olía a podrido, de muchos días de hambre, en una cueva.

A Enriqueta “La Maganza”, prostituta en sus años jóvenes, queridonga de los ricachos y caciques de El Hierro, morena y cimbreante, bromista y sonriente, que tuvo un hijo, fruto de su mala vida, consuelo de sus años maduros, muerto en la Guerra Civil en Teruel, desesperada e idiotizada después de conocer la noticia. Ya muy vieja y sucia, fue mi vecina, y de niño, cuando estaba solo, porque mi familia había salido al campo, venía a nuestra casa a pedirme un plato de papas fritas con mucho aceite.

A mi tío Pancho Galán, que montaba una yegua parda, con elegancia y hombría —por el que suspiraban todas las mozas de Azofa—, muerto en Cuba, destrozado por la máquina de un ingenio azucarero en la provincia de Camagüey.

A todos los sedientos de la sequía del cuarenta y tantos, y a los de la otra, la del veintitantos, y a los casi seguros, también sedientos, que pasarán la venidera, que se lavaban con orines y recorrían por los riscos del malpaís, a pie, muertos los animales de sed, más de veinte kilómetros —agotadas las fuentes de las que no manaba ni una gota—, desde el pueblo a la costa, bajando desde los letimes de los acantilados por incómodas y tortuosas veredas, a recoger un garrafón de agua salobre, de los pozos excavados por nuestros antepasados, batidos por la mar cercana.

A Lorenzo “El Sobadera”, solterón y muerto de hambre, perezoso y fantástico, que salía todas las mañanas sin salir el sol a cavar la huerta que tenía fuera del pueblo. Allí, tras duro soliloquio con su conciencia, se quedaba dormido y despatarrado —la guataca tirada a un lado, la cachimba caída del belfo inferior—, apoyado en la pared de piedras del huerto, bien arrebujado en la manta, soñando que tanto el día siguiente como los demás se repetiría la escena, lo cual no dejaba de remorderle algo. El gallo lejano cantaba mañanero, y la cabra del pedazo de al lado balaba alegremente, pero él, al fin, ni caso, roncaba.

A todos los muertos enterrados en los cementerios de San Andrés, Isora, El Mocanal, Guarazoca, Erese, Tenesedra, Taibique, Tigaday y Sabinosa, cementerios blancos y pequeños, de tierra negra y volcánica, sin un ciprés que les dé sombra.

A mi tío Liborio García, enterrado en uno de esos cementerios, que tenía unos ojos azules y una barba blanca que nunca olvidaré, y que, como mi abuelo, Atilio García, a quien no conocí, era el hombre que mejor sabía hacer un injerto, levantar una pared de piedra, poner techos de colmos a las casas, y además de esto, tenía una rara habilidad para poner inyecciones intramusculares e incluso intravenosas, y sabía curar el mal de ojo con rezados piadosos. Cuando murió mi abuelo, mi tío Liborio, y todos los hermanos varones, siete en total, incluido el menor, mi padre, Don Romualdo García Medina, un verdadero autodidacta que de niño estudiaba solo, cuidando cabras, y en su día, junto con Don Isaatus, me enseño a leer a Cervantes y a Shakespeare, emigraron a Cuba. Allá en Cuba, mi padre, a los dieciséis años, cortó caña de azúcar como un negro, fue pinche de cocina de los guajiros, que le agradecían el buen sabor que le daba al arroz con frijoles, vendedor ambulante de tabaco de pueblo en pueblo, a lomos de un jamelgo, por la provincia de Oriente, durmiendo en las noches caribeñas, estrelladas y azulnegras, en una hamaca pendiente de dos palmeras, al remanso de la cercanía de alguna cabaña, donde le dejaban compasivamente quedar; también fue maestro de escuela, y escribió fervientes cartas de amor a las jóvenes de la Perla de Las Antillas, sin distinción del color de su piel. Cuando se enfermó de malaria, mi tío Liborio vino desde La Habana, donde trabajaba en un puesto del mercado, hasta donde se encontraba postrado, y le salvó la vida, cuidándole como un padre. Ya de vuelta a las islas, Liborio García, con aquellos ojos azules y barba blanca que siempre recordaré, fue apaleado varias veces por los falangistas, por rojo, y a pesar de ello, todavía caliente la guerra civil, no dejaba de ir a pie, por la noche, desde Isora de Azofa a la Villa, a casa de un amigo y camarada, a oír Radio Moscú con las últimas noticias sobre la segunda guerra mundial. Don Liborio García, enterrado en uno de esos cementerios, murió de pulmonía, porque la penicilina, con la que traficaba desde Madrid Federico Chico, nunca llegó a El Hierro, en aquellos tiempos, inaccesible, por supuesto, a los bolsillos de mis gentes.

A Chucha “La Pejiguera”, tiburón de los caminos, hombruna y de malas ideas, a la que los caminantes nocturnos tenían pánico de encontrársela. Salía con luna o sin luna, con un revólver en la mano, desgreñada, con el pelo blanco y largo, un bigotillo sobre los labios y el diablo de compañero habitual; se entretenía en dar sustos a los caminantes con alaridos que parecían de otro mundo. Un día se la encontró entullada de piedras en uno de esos caminos de Dios, lapidada por sus enemigos, que eran tantos como caminantes.

Al “Zancudo”, cuyo verdadero nombre fue Miguel Parrondo, viejo loco enamoradizo, que se meaba sin querer, de puro viejo, y tenía un lacito rojo en el pelo, largo como el de una mujer. Los mozos le hacían recorrer quince kilómetros a pie, desde Erese a Tenesedra, contándole que Juanita, la muchacha más guapa de Tenesedra, le mandaba una cita de amor, a la una de la noche.

A Ofelia Torres, joven de fama inocentona, hasta que las malas lenguas que siguieron a algunos buenos ojos la pusieron en entredicho por los encuentros nocturnos con su novio, quedando deshonrada, sin provecho, despreciada por la gente y con un hijo en la barriga, que no llegó a tener porque abortó, yéndose, entonces, a Venezuela, para encauzar su vida, con una decisión que no parecía estar de acuerdo con su carácter, bonachona, algo parada, y empezando una carrera que la llevó, posteriormente, a Santa Cruz de Tenerife, donde en una taberna de la calle de La Curva, al lado del puerto, es honrada por marineros de todo el mundo, con provecho y negocio de su cuerpo, y el aprecio de sus colegas.

A Pedro Machín, el mejor hombre que había para la lucha canaria en los años diez; pulseaba un barril de mosto de cuarenta litros con una mano, como si fuera un juguete. En La Laguna de Tenerife tumbó, en una tarde triunfal, a treinta hombres, uno tras otro.

A Eusebio Quintillo, alias “Luzbel”, preso en la cárcel de El Dorado, Venezuela, por estafador, asalto a mano armada y trata de blancas, que consiguió salir a primera plana, a tres columnas, en El Nacional de Caracas, al lado del presidente Pérez Jiménez, a una columna, por habérsele descubierto a Eusebio Quintillo, y no al presidente, un cabaret de menores.

A don Eustaquio Rodríguez, gran maestro autodidacta, solitario y fracasado, que se quejaba del atraso de nuestros paisanos. Decía que sólo le mandaban a sus hijos para aprender a leer, escribir y hacer cuentas y así tendrían el camino abierto a Venezuela, cuando él, sin embargo, se empeñaba, además, con el desprecio de nuestros susodichos paisanos, en educarles en el conocimiento de quiénes eran Galileo, los esposos Curie, Don Miguel de Unamuno, Ortega, Marañón y, por supuesto, Don Santiago Ramón y Cajal, entre otros muchos, todos ellos grandes hombres de pro, en los que se reflejaba la Madre Naturaleza.

A las buenas señoras que en la meseta de Nisdafe, por la parte de Azofa, se reunían en el llano “El Bailadero de las Brujas”, y bailaban unas con otras en orgías lesbiánicas, adoraban al cabrón y cantaban el estribillo “de viga en viga hasta Sevilla”.

A Isabelita, la idiota más pacífica que jamás tuvo Tenesedra, cuyo instinto maternal sobre sus tres hijos sólo era rebasado por el amor que tenía a Fernando, su otra media naranja.

A Fernando, mozo fuerte y alegre, pobre como una rata y vivales como un cernícalo, que se casó con Isabelita pensando en la dote que llevaría y, como después de haberse casado no llegó, se dio cuenta de que Isabelita era idiota y se fue a vivir con otra mujer, más apetitosa que su esposa, mientras Isabelita, loca de amor, se seccionó la yugular.

A los propios progenitores de Isabelita, que no soltaron la dote, porque alegaban que Fernando la gastaría en vino y malas mujeres. Ahora cuidan de los tres huérfanos, a los que Fernando, de vez en cuando y a escondidas, visita y les regala caramelos.

A Pedro, el “Barrica”, borrachín de Guarazoca, esponja siempre deshidratada, a quien le gustaban los pajaritos, no para oírlos cantar, sino para comérselos fritos con un buen trago de vino; para eso les ponía trampas debajo de las higueras, hasta que un día amaneció tieso bajo una de ellas; unos dicen que de frío, otros que de hambre, otros por un ataque fuerte de delirium tremens, y otros, más científicos, aseguran que fue debido a las emanaciones venenosas y mortíferas que desprenden los humores nocturnos de las higueras. En la trampa había caído un mirlo, que cuando lo encontraron tieso estaba cantando.

Al niño Juanito Rodríguez, que murió despeñado en una fuga al querer coger un nido de cuervos, al cual, su padre lo cargó sobre sus hombros, él solo, y desde el fondo del barranco, sin permitir ayuda de nadie, le llevó a casa, antes de ponerse loco y mandarle el alcalde, con subvención del Ayuntamiento y suscripción popular, al manicomio provincial.

A todos los viejos arrugados, serios y tristes, que toman el sol en las plazas de San Andrés de Azofa, Isora, El Mocanal, Guarazoca, Erese, Tenesedra, Taibique del Pinar, Tigaday, Los Llanillos y Sabinosa, viejos baldados y cansados, que caminan a tres y cuatro patas, a los que el subsidio de la vejez, que se les ha concedido, les permite, de vez en cuando, comprar alguna onza de chocolate y algún paquete de galletas.

En fin, la dedicatoria a todos los herreños, muertos y vivos, los de las islas y los de Venezuela, Cuba, Argentina, Brasil, Uruguay, Nicaragua…, buenos aficionados a escuchar, los primeros, los de la isla, por encargo de los segundos, los de América, desde la piadosa emisora de Ginebra, de la Suiza neutral, que a fulanito —¡pero si soy yo!—, menganito —¡y yo!— y zutanita  —¡y también yo!, ¿has oído?, ¡qué inventos los de este siglo!—, de parte de fulanito —¡mi padre!—, menganito —¡mi tío!—, zutanito —¡mi novio!—, residentes en Venezuela, Cuba, Argentina, Brasil, Uruguay, Nicaragua…, les dedican la canción titulada:

“¡Qué bello es vivir!”

*

José Zamora Reboso (El Hierro, 1944 – Tenerife, 1996) estudió Medicina en Madrid, donde, además, ganaría varios concursos de relato convocados por la Universidad Complutense. A partir de su regreso a Canarias, desempeña su profesión en varias islas, hasta que se establece definitivamente en Santa Cruz de Tenerife. Publica relatos en distintas revistas y suplementos de las islas. En 1988 ve la luz su primer libro, Relatos de oscuridad, con prólogo de Isaac de Vega. Posteriormente publicaría otras colecciones de relatos, siempre breves. Algunos de sus cuentos fueron traducidos al italiano en la antología de Danilo Manera L’oceano, la chitarra e i vulcani. Narratori delle Isole Canarie (1995). Tras su repentina muerte en 1996, la editorial Baile del Sol reúne su obra completa en el volumen Abako.