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Ahora sí, Ezequiel, ahora sí que el mar no nos dice nada, por mucho que aventamos nuestros más vehementes recuerdos sólo encontramos el insomnio de las olas, el silencio locuaz de una “psique sin cuerpo”. Nos has dejado solos, y la soledad, como tú escribiste, es un arma de doble filo, que te puede conducir a la lucidez o a la locura.

Has dejado inconclusa una novela que caminaba con paso firme hacia tu “sueño realizado”, ahí dejabas cada brizna de tu ser cada noche, arañando horas al orden del día. Decías que habías metido a mi Orfeo entre tus páginas, a ese cronopio, con el que los dos nos sentíamos identificados, cuya música desafiaba, como nuestro admirado perseguidor de Cortázar, las leyes de la razón y del mundo, a ese “cabrón” capaz de eyacular en las puertas del cielo; y yo no podía sino sentir la imposibilidad de corresponder a tan tamaña gratitud. Tú eras y eres así, tremenda y humildemente generoso, siempre dando mucho sin que te acuciara la necesidad que abruma a tantos “juntaletras, líderes de opinión, politicastros, letraheridos” de la actualidad, siempre reclamando su eternamente renovado derecho de “pernada” en este mundo  agitado “por las añagazas del todopoderoso dios-mercado”.

La primera vez que nos vimos, Ezequiel, el que suscribe estas líneas andaba recién empapado de La decena de un cronopio. Y como muestra de mi admiración por tan pequeño gran libro, galardonado con el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo, publiqué el capítulo “Viernes” en mi blog Insólitos. Caminando por el “lado salvaje de la literatura”; y tú, que tuviste, a pesar de tu limitada movilidad, la gentileza de ir a esperarme al instituto donde trabajo siempre llegaste más temprano de lo habitual a las citas, incluso a la última, lo hiciste cargado de libros; pero, sobre todo, de palabras, inteligentes y exquisitas “palabras” para celebrar el milagro de esa literatura que, preservando su autenticidad, no está “domesticada por el stablishment de las letras” cómo te gustaba esa expresión. Dos horas que pasaron con una velocidad endiablada para dejar una estela tan indeleble que todavía ahora, frente a este mar sin respuesta, se exhiben como voluminosas estrellas que ganan en intensidad cada vez que son revividas. Vida y Literatura. Cuántos nombres sobre el tapete: desde Bernhard hasta Idea Vilariño, desde Onetti, Chejóv o Roth hasta los más recónditos y malditos escritores canarios y cubanos, todo enriquecido con múltiples anécdotas y referencias. Tampoco faltaron las excrecencias del actual panorama literario, la mafia de los premios, el eterno candidato al Nobel que ya dejó de serlo, los errores editoriales, la izquierda, la derecha, Internet, toxicomanías varias, Albert Camus…, para volver sobre tu propio material y su posible difusión digital. Después vino un contacto continuado a través de muchos emails y de varias citas para intercambio de libros y experiencias entre ellas, dos inolvidables comidas literarias en el Mesón Andaluz con José Bonaque y con Tino Fernández, para volver a enzarzarnos de nuevo en un renovado capítulo de supervivencia a través y por la Literatura, consolidando en cada comunicación nuestra amistad.

En horas de insomnio como estas me llegaban tus correos meticulosamente escritos te enfadabas si se colaba alguna errata ortográfica: algunos embadurnados por el desaliento e incluso la desesperación de un ser vencido por las circunstancias; otros, en cambio, rezumaban esperanza y cargamentos de fe por tu trabajo; pero ninguno quedaba exento de tu sentido del humor; es más, muchos de ellos concluían con el colofón de una punzada verbal llena de agudeza, en la que era difícil adivinar tras su manto de ironía tu verdadero estado de ánimo, quedando en el mío entonces inoculado el virus de la preocupación. Mas quién me iba a decir que el único email aparentemente inocuo, esterilizado para el desasosiego, que recibí hace dos semanas iba a ser el último. Mi efusiva respuesta  por una buena noticia jamás halló correspondencia, sólo el mutismo. Un mutismo tan inquietante, si cabe, como el de este maldito mar que nada dice.

Releo tus artículos, Ezequiel, tus relatos, tu novela, con la avidez del discípulo que disfruta aprendiendo de un gran maestro. Y me digo que, efectivamente, “la vida es un camino minado”, que dan igual bien lo sabía Abel Cainus los destinos que uno elija, cuando sólo uno ha de elegirte a ti, consumándose el azaroso fatum de la miserable existencia humana. Un accidente absurdo convertido en “hacha homicida” nos ha arrebatado para siempre tu presencia, dejando en suspenso una brillante carrera literaria. Ahora que habías dejado atrás tantos escollos y sorteado peligrosas minas en el camino, ha venido la muerte, “tan jodiendo”, a desordenarlo todo. El mar ya no dice nada este es uno de los títulos que barajabas para tu novela, pero seguiremos observándolo, escudriñando en su silencio nuestro propio reflejo, o más bien la reverberación de nuestro profundo deseo de regresarte. Mientras tanto, tu magnífica obra hablará por él.

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Joaquín Piqueras (Murcia, 1967) ha publicado: Antología del desconcierto (Nausícaa, Murcia, 2004), Premio Autor Revelación de la Región de Murcia; Concierto non grato (Fecit, Pamplona, 2008), ganador del XXIV Certamen de Poesía Ángel Martínez Baigorri 2007; Tomas falsas (Ed. Diego Marín, Murcia, 2009), III Premio María Guirado de Creación Literaria; Tomas falsas V. O. (Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, 2010), accésit del XVII Premio Ciudad de Las Palmas, y Los infiernos de Orfeo (Colección Provincia, León , 2010) . Sus poemas han sido recogidos en diversas antologías, revistas y fanzines, y han inspirado a pintores como Fulgencio Saura Mira o José Molina y a músicos como Luis Arasanz, con quien ha recitado en múltiples ocasiones. Es redactor de la revista Ágora. Papeles de Arte Gramático, profesor de Enseñanza Secundaria y dirige un Taller de Creación Literaria en la UNED. Mantiene los blogs Insólitos. Caminando por el lado «salvaje» de la literatura y La página del desconcierto.

I. EL ÚLTIMO VIAJE DE EZEQUIEL PÉREZ PLASENCIA

Acompañé a Ezequiel hasta el último momento, hasta la esquina justa del cristal tras el que su caja mortuoria se adentró en el horno crematorio para convertirse en cenizas. Fue en ese momento en el que le dije en voz muy baja: “Ya no te puedo acompañar más, Ezequiel, ahora tienes que hacer tú solo el viaje”. Pues sí, con la autoridad que me da su amistad infinita, con la autoridad que me da haberlo conocido y la de haberlo oído hablar sobre libros, es con la que me dirijo a ustedes para narrarles el lujo de haber tenido un amigo y un maestro literario tan grande.

Quizás ustedes, los canarios, conozcan una versión más amplia en el tiempo del escritor Ezequiel Pérez Plasencia, pero yo conocí la última, su etapa cartagenera, que es la que viví y de la que les voy a hablar, si me lo permiten.

Para empezar diré que no quiero equívocos, la vida de Ezequi –como lo conocíamos los íntimos, léase el pintor cartagenero Juan Heredia Gil y yo mismo–, no fue fácil. Lo entenderán enseguida: la primera vez que llegué a la UCI del hospital Santa María del Rosell para verle tras su parada cardiorrespiratoria, las únicas batas que estaban colgadas en la antesala eran las que les correspondían a los visitantes del box número dos, el suyo. Él eligió la soledad, vivir en el exilio de Cartagena. Que ahora nadie me venga con las tertulias que frecuentaba, los intelectuales que cenaban con él y otras monsergas producto del desconocimiento de su vida.

Él simplemente era un tipo que solía leer en la cama y no conocía horario, pues igual lo llamabas a las ocho de la tarde y se acaba de despertar, o te llamaba de madrugada porque no podía dormir. Ezequiel gustaba del fútbol, de la literatura, de las mujeres atractivas y de sus amigos, y dado que desde hacía años su salud se había visto mermada por una cierta parálisis en una pierna que lo hacía caminar despacio, redujo su actividad al barrio tan céntrico en el que vivía, donde era toda una institución, y donde dejaba muestras de su sapiencia futbolística entre amigos, de su maestría literaria en las librerías o en largos paseos hasta el puerto con quienes él elegía, y de su buen gusto con un rastro de piropos a las mujeres de buen ver.

A la reunión semanal que tenía por agrado y no por compromiso con el maestro Heredia y conmigo en la cafetería Nova, él la bautizó como la secta. Una reunión que se sigue celebrando hoy en día, con una vela en su honor, y donde Ezequiel nos regalaba el don tan preciado de su opinión, siempre polémica, incorrecta, pero sabia, endulzada, eso sí, de memoria canaria, del gofio que añoraba, de registros de su lengua guanche, de bellas palabras hacia su madre, de una camiseta blanca con el siete de Juanito que le regalaron cuando era niño, de la amistad que le unió a Valdano y a Cappa en el ciclo glorioso del Tenerife.

Jamás podré olvidar las conversaciones sobre libros que teníamos en su apartamento, auténtica biblioteca de Alejandría, plagado de tesoros de la Literatura, sí, Literatura con mayúscula: Camus, Borges, Onetti. Era un apartamento austero, con una minicadena para escuchar música clásica, recortes de grandes obras de arte contemporáneo pegados en las paredes, un cenicero con el cigarrillo siempre humeante, el portátil encendido para ver si llegaba la inspiración magistral que le ayudara a terminar su última novela, la que se ha quedado encerrada en ese mismo portátil.

Y es que a pesar de haber escrito El orden del día, lo que no estaba precisamente previsto entre los puntos a tratar era su muerte. Porque Ezequi nos ha dejado demasiado pronto. Desde mi egoísmo podría decir que me ha dejado huérfano de recomendaciones literarias, jamás se me olvidará que días antes de su fallecimiento me dijo: Nacho, lee a Thomas Bernhard. Y así cuántas veces, cuántos libros, cuántas discusiones sobre autores, cuántas perlas literarias como ésa de: “un solo cuento de Borges vale más que toda la obra de Pérez-Reverte”, que no sé si lo decía por convicción, por joderme como cartagenero, o por ambas. Ezequi siempre fue un cachondo mental.

Yo lo imaginaba en Tenerife como un tipo a la izquierda de la izquierda, y ya aquí en Cartagena puedo asegurarles que era un tipo muy grande pese a su pequeña estatura, un tipo siempre dispuesto a hacerte reír con sus comentarios, con esa sonrisa a medias que anticipaba lo que te iba a decir. Me encantaba acusarle de ser un comunista pensionista y decirle que él no había leído a Javier Marías, para incomodarle y que saliera veloz a por un ejemplar de Marías en su biblioteca. Qué estupendo, Ezequiel.

Sin duda era un animal literario. En su entierro hubo lectura de Stefan Zweig, él hubiera preferido Borges. Recuerdo que hablaba muy bien de El maestro de Petersburgo, de Coetzee, también de Joseph Roth, Tolstói, Dostoievski, Clarice Lispector, Goytisolo, Edward Said o Amos Oz. Y admiraba tanto a Onetti que guardaba el dinero que había sacado del cajero para pasar la semana entre las páginas de sus cuentos.

Pero si hay algo que me molestara de él, era esa mala suerte que tuvo como escritor, pues sus méritos fueron demasiado grandes para una industria editorial de miras tan cortas, sólo preocupada por el rédito del Top Ten de ventas en El Corte Inglés, y no por la calidad literaria.

Digamos entonces con toda convicción que él estaba ya fuera de tiempo, el reconocimiento tan merecido que ahora le hacemos debió llegar mucho antes en forma de publicación con una gran editorial. Podría haber sido un tipo a lo Vila-Matas, un escritor metaliterario reconocido y con el privilegio por delante de poder vivir de la literatura. El regreso de Calvert Casey, Los caminadelado y, sobre todo, El orden del día son una pequeña muestra de su altura intelectual. Qué gran escritor hubiera sido si hubiese tenido un buen editor. Ahora que purguen sus pecados quienes no le ayudaron a editar cuando estaba en su mano, o quienes lo editaron mal, pues Ezequiel, pese a quien le pese, ya está en el Olimpo de los escritores malditos, ese Olimpo al que sólo están invitados los que saben de literatura, no los que dicen que saben. Buen viaje, amigo, el último que harás, pero será el viaje que te vengará, el que ya te ha convertido en leyenda. Serás objeto de estudio, ya lo verás, y por aquí abajo, entre los que te admiramos, nunca dejaremos de pronunciar tu nombre. De eso ya me encargo yo.

II. INTERVENCIÓN EN EL HOMENAJE A EZEQUIEL PÉREZ PLASENCIA EN CARTAGENA

Sobre Ezequiel diré en unas breves pinceladas: lo primero, que él procedía de un gran conocimiento del mundo de la Literatura con L mayúscula, sólo el de autores de primera categoría, para nada productos editoriales, bombazos y puro entretenimiento. Esto le generó enemigos, y sería criticado en alguna ocasión, pero su defensa era la de la cultura frente a la ignorancia, que es una muy buena defensa.

Su obra, principalmente compuesta por libros de cuentos, compendios de artículos y una novela, está plagada de un tono personal donde Pérez Plasencia se convierte en protagonista de su propia literatura como sucede con Umbral o con Vila-Matas, una literatura donde comparten protagonismo la vida y la propia literatura, que en Ezequiel eran inseparables la una de la otra.

Da igual que hablemos de cuentos, de artículos o de su novela, porque en todo el conjunto de su obra hay una bajada a los infiernos, ya sean los del alcohol, los del periodismo, o los de los desheredados; hay una presencia constante de sus autores fetiche: Juan Goytisolo, Joseph Roth, Albert Camus; hay cierto humor, ironía, hay deleite en la belleza, respeto por la vida y respeto por las letras.

Tocó el articulismo como un maestro en Los caminadelado, con la medida justa, tocando las pelotas a quien se las tenía que tocar, ensalzando por otra parte los aspectos por los que merece la pena vivir. Artículos cultos, muy pensados, él decía que eran una golosina. Sus pequeñas crónicas podían estar dedicadas a una prostituta o ser artículos sesudos sobre Ernesto Sabato o Muñoz Molina, que curiosamente podían convivir en sus páginas de una manera pacífica, nada estridente.

Tocó el cuento con su Decena de un cronopio y con otros muchos más recogidos en compilaciones como El teléfono y otros cuentos o La ilusión de los vencidos, donde salía su genialidad, quería hacer algo distinto, quería la eternidad de Cortázar, de Monterroso, de Onetti. Distancia corta difícil y magistral. Cuentos para pensar, de poca historia y mucho tinte personal, como una novela en pequeño.

Tocó el libro de viaje, como en el caso de El regreso de Calvert Casey, memoria de su viaje a Cuba, volviendo a ese estilo de referencias al mundo intelectual pero también “barriobajero” canario, que trasladó al otro lado del Atlántico, para contar lo de Cuba, su compromiso con el intelectualismo, con la resistencia, con quienes vivieron en pobreza y también con quienes escribían en el Caribe soñando con la libertad.

Tocó la poesía, gustaba de leerla, la escribía pero no la enseñaba más que a las mujeres que compartieron su vida, seguramente para seducirlas.

Y tocó la novela, donde llegamos a El orden del día, bajo mi punto de vista su obra capital. Ahí el dolor, el sufrimiento del ser humano, se entremezclan con una gran humanidad y un apego de por siempre y para siempre a la literatura, con un innumerable reguero de autores que nombra su protagonista, su alter ego. Visita a los sanatorios, ajuste de cuentas con el periodismo del que hizo bien en salir por estar encabezado por jefes corruptos, ignorantes y dirigidos, dolor sobrellevado entre el calor humano que siempre buscó, las mujeres de las que se enamoró y los libros que descubrió.

De esta forma, la obra de Pérez Plasencia quedaría definida como obra culta, comprometida políticamente, comprometida con los desheredados de la tierra, literatura reflexiva producto de un escritor de los de antes, de un escritor al que los escritores de ahora le darían pena. Su literatura está llena de literatura, de ansia por conseguir la justicia, de solidaridad.

Sólo puedo terminar este pequeño análisis como empecé un artículo dedicado a él, que me encargaron cuando Ezequiel vivía y que me pudo leer con agrado: Creí que sabía de Literatura hasta que conocí a Ezequiel Pérez Plasencia. Pues eso, que él sí sabía.

III. LOS CAMINADELADO

Bajo el título de Los caminadelado, que son, según un tipo del barrio de Ezequiel llamado El Farola, algo así como todos aquellos habitantes de la clase política que nos prometen ir de frente, pero siempre se tuercen para defender lo suyo, se recoge en este volumen un nutrido grupo de artículos periodísticos publicados en La Gaceta, allá en Canarias, donde el escritor da la justa medida del columnismo, es decir, da con la tecla de los secretos para ser un buen articulista de opinión.

Por las páginas de Los caminadelado pasa toda una galería de personajes de barrio, de prostitutas, de retazos de vida pertenecientes a quien conoce bien los recorridos entre la multitud de día y el asfalto de la noche. Se trata de un libro poliédrico en su temática, pues destila vida y desencanto, pero también belleza y amor por la literatura, igual habla de antros que de periodismo y política internacional, de Cuba que de Onetti; pero precisamente ahí está su grandeza, en la de un articulista que ha pateado los bajos fondos de la vida, pero que también se esconde de sus ocupaciones para atesorar unos conocimientos sobre autores leídos, que sorprenden por su lucidez y manejo en un natural discurrir para nada usual, ni tan siquiera en los cenáculos literarios.

Aquí encontrará el lector una crónica de la marginación social, pero también del éxtasis literario, párrafos trabajados y arte de escribir, hasta elevar el artículo periodístico a la categoría de golosina. Gusta Los caminadelado, porque da la impresión de que su autor le hablaría de tú a tú desde al más tirado del barrio hasta a Muñoz Molina. Difícil empresa para los demás mortales, ¿no creen? En resumidas cuentas, verdades como puños para el que se quiera enterar, claro está.

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Ignacio Borgoñós (Cartagena, 1975) es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Murcia y Máster en Periodismo por El Correo y la Universidad del País Vasco. En la actualidad trabaja en el mundo de la comunicación empresarial. También es colaborador de varios medios de comunicación como Cadena SER y el diario La Verdad.  Ha escrito varias novelas, entre las que destaca Recitando a Petrarca (Alfaqueque Ediciones, 2009), con la que quedó finalista del Premio Mario Vargas Llosa de Novela 2008 y, recientemente, ha publicado todos sus cuentos bajo el título de La enfermedad de las niñas rubias (Alfaqueque Ediciones, 2011). También ha conseguido más de una docena de premios literarios en el campo de la narrativa breve, como el XXVI Concurso de Cuentos Villa de Mazarrón Antonio Segado del Olmo 2010, en este caso por su obra “Los bárbaros”.

Rescatamos, con alguna pequeña modificación, el siguiente apunte crítico que Jonathan Allen publicó el 14 de enero de 1990 en el periódico Canarias 7. Se trata de una reseña de El teléfono y otros cuentos (1989), primer libro de relatos de Ezequiel Pérez Plasencia (Santa Cruz de Tenerife, 1957 – Cartagena, 2011), a quien en este portal recordamos con una entrevista al que fue uno de sus mejores amigos y lectores, Eduardo García Rojas. Intentamos, de este modo, seguir manteniendo vivas la memoria y la presencia de uno de los mejores narradores canarios de las últimas décadas. Agradecemos a Jonathan Allen su generosidad al enviarnos este texto.

En los seis cuentos que se publicaron con el título de El teléfono, Ezequel Pérez Plasencia nos revela todo un poderío de narrador breve, una maestral y libre técnica del contar y un verbo que espía las rendijas de la expresión inédita. Sus frases se agolpan en pequeñas y fugaces cápsulas que anteceden al complemento y al objeto, creando una descripción que se devora para procrearse. Tiene el raro poder de meterse en lo que dice y de hacer de sus monólogos banales unos soliloquios elegantes, que tornean un idioma fresco, en parte calcado de la calle y en parte cosechado interiormente.

En «Ciudad nueva», segundo cuento incluido en esta colección, Ezequiel Pérez Plasencia despliega su poder narrativo, tal como es, de una manera amplia y más sosegada. Otros cuentos como «El teléfono», «Tal vez mañana» o «La erección» son pequeños tours de force que saltan al vacío para brillar, pero que dependen en gran medida de un potente trazo o brochazo narrativo. «Ciudad nueva» construye una parábola amarga sobre el destino de dos hombres, muy venidos a menos. Dos personajes trágicos se encuentran, los dos desahuciados y con el futuro roto, ya mayores. A través de Rosendo Sicilia vemos la patética figura de Felipo Lanao, un ex-cambullonero que hizo dinero en una ocasión, pero que ahora malvive en la pensión municipal y se busca la vida vendiendo las pocas prendas que le quedan o lo que caiga entres sus manos. Rosendo practica una medio esforzada caridad con Felipo, se debate entre la incomodidad del encuentro con su amigo y la rabia pundonorosa que le produce ver a un hombre digno reducido a tal miseria circunstancial.

Pero Rosendo, a la vez, es objeto de caridad, de unas dos mil pesetas que  le brinda Arturo Estévez, que a la vez, aunque en ese momento le toca ser el rumboso, no cuenta con una situación futura muy alentadora. Dentro de las generosidades se encubre la miseria del dador, y el recurso es acumulativo y auténticamente trágico, sin ningún aspaviento por medio. Asistimos a la triste escena de amor entre Rosendo y la chica de la librería, viviendo con él sus sudores y su completa decepción, esas miradas supersignificativas por una parte y otra que ciñen el patetismo de un viejo que quiere conquistar a una joven y se entera de que no le va a salir bien, y que luego vive esa experiencia.

Rosendo Sicilia se adentra lentamente en el mar, para confiarse a las olas, al igual que ocurre con la excepcional novelita de Gabriel Miró El libro de mi amigo, cuando el protagonista, sin fuerzas para la existencia, se confía al mar. El manejo del recurso del suicidio en los dos autores tiene sorprendentes parecidos.

“No me vengas con cuentos” es una gema lingüística, donde se lleva al escenario literario el idioma pasota y matado, con auténtica precisión. El cuento se desliza por los raíles léxicos del argot callejero, y es el mismo idioma que impele el cuento que va saliendo, una sorprendente disquisición filosófica, que crece y crece, con el mismo brío que algunos pasajes vitales de La lozana andaluza,  esa obra «de vanguardia lingüística» de Francisco Delicado. Este cuento es un hito dentro de la narrativa corta canaria y merece mucho más estudio del que yo pueda brindarle en este espacio.

En total, el efecto que causa esta primera colección de cuentos es de lo más prometedor, y asienta firmemente el talento de este narrador cuya narrativa tiene el ímpetu y el optimismo del mejor naturalismo.

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Jonathan Allen (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es licenciado en Filología Francesa en Cambridge (St. Catherine’s Collage, 1985) y posgrado en Queen Mary College, Universidad de Londres. Desde 1995 es profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, donde desarrolla su labor académica y dirige el Diploma de Estudios Canarios. Ha sido adjunto al Departamento de Debate y Pensamiento del Centro Atlántico de Arte Moderno y editor inglés de la revista Atlántica. También fue coordinador de Programación de la Filmoteca Canaria entre 1992 y 1995. Actualmente es el director de Moralia. Revista de Estudios Modernistas (Cabildo de Gran Canaria). Ha sido colaborador de La Provincia (1990-1998) y de Canarias 7 desde 1998. Ha publicado tres novelas y una trilogía, Arturo Rey de Erbania (Huerga & Fierro Editores, Madrid). Su cuarta novela es El sueño de Praga (Idea, Santa Cruz de Tenerife).

El jueves 24 de febrero de este año moría en Cartagena el escritor y periodista Ezequiel Pérez Plasencia (Santa Cruz de Tenerife, 1957). Autor de una obra no excesivamente amplia pero considerada como una de las más intensas y sugerentes de su generación, Pérez Plasencia trabajaba en el momento de su muerte en la que hubiera sido su segunda novela. (más…)