A propósito de «Una clase», cuento de José Zamora | Sinesio Domínguez Suria

Publicado: 30 octubre, 2011 en Dossier, Dossier 2 - José Zamora Reboso

A, B, C, D. El segundo banco del graderío, contando de arriba para abajo, empezaba en Díaz y terminaba en Domínguez. Como desde una atalaya contemplaba todas las cabezas desde la E, que empezaba por Espejo, hasta la Z, que terminaba en Zamora. Escalonadas cabezas rubias, castañas y morenas, todas con cabellos tiesos, fuertes y espesos de quienes teníamos quince años.

La redacción propuesta era muy sencilla. La clase. La clase tenía dos ventanas desde las que se divisaba el mar, los barcos, un buen número de azoteas de casas de la ciudad, azoteas verdes, azoteas rojas, azoteas blancas, ¿qué más? Paredes grisáceas, lámparas sucias, la mesa del profesor, la puerta del pasillo con su vidrio central, ojo inspirador de vigilancias y castigos, ¿qué más? La mirada perdida en el techo, las lámparas fluorescentes, ¿de ochenta centímetros de longitud?, ¿de un metro, tal vez?, ¿de una distancia similar a la de las dos rayas finísimas trazadas en un bloque de platino iridiado que se encuentra en el Museo de Pesas y Medidas del Louvre?

Cuando Zamora leyó su cuento, de pie en su banco, tal y como le había ordenado el profesor, “El profesor, con ojos cansados, explicaba la lección de Historia. Hacía calor; la atmósfera hedía a sudor. Los alumnos, con la mirada vacía, yacían tumbados en los pupitres contemplando las moscas que revoloteaban pesadamente”. Risitas incipientes. Yo no. “Las moscas hacían unas piruetas endiabladas, subían describiendo líneas en espiral y después bajaban vertiginosamente en picado. Alfonso X el Sabio no fue afortunado en la guerra… Otra vez las moscas; ahora se oían con claridad; su zumbido era especial, se parecía al de las sirenas, pero chillón”, la clase empezó a reír por lo bajo, risitas contenidas, risitas antipáticas. Yo no reía. Zamora, impertérrito, continuó con la lectura de su redacción sin inmutarse. “El largo de la clase en ladrillos es de uno, dos, tres, cuatro… Se llamó el Rey Sabio, ¡malditas moscas!, siete, ocho, nueve, diez… ¡qué calor!, ¡cómo se suda!… se llamó el Rey Sabio…” La risa se había convertido en carcajada. Yo no, porque estaba sintiendo algo parecido a la admiración, a una admiración envidiosa que no sabría explicar. Él, sin inmutarse, prosiguió con su lectura, levantando la voz, “las moscas no se cansan… No fue afortunado en empresas guerreras… Veintiocho, veintinueve, treinta… Alfonso X… se llamó el Rey Sabio… ¡asqueroso calor!… El Rey Sabio, el Rey Sabio, El Rey Sabio…” La clase prorrumpió en una risotada incontenible, rota solo por la voz gangosa del profesor. Tiene usted un diez, dijo. La clase, toda, al unísono, quedó en silencio, en ese silencio hondo del que lamenta no haber entendido nada, ese vacío de la incomprensión que solo puede llenarse con la vergüenza propia.

Después de que el silencio se hubo comido a la risa, llegó el momento del descanso y todos salieron de la clase. Zamora y yo nos quedamos sentados en nuestro sitio. Sin hablarnos. Desde la D observé que la Z tenía un rictus risueño en su boca.

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Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944) es aparejador de profesión y una de las voces más certeras de la narrativa canaria de las últimas décadas. Su primera novela, La tregua, fue Premio Nacional de Novela Corta Ciudad de Salamanca en 1966. Con Crónica de una angustia gana el Premio Ciudad de La Laguna en 1981. Su siguiente novela, Los juegos del tiempo, queda finalista del Premio Benito Pérez Armas en 1992. Los sueños imposibles se publica en 1999 y Los caminos de Creta, de 2006, constituye un paso adelante en una trayectoria narrativa sólida y singular. Colabora asiduamente con revistas y suplementos literarios. Pertenece al equipo editorial de la revista de literatura y pensamiento La Página. Desde este portal queremos agradecer a Sinesio Domínguez Suria su gentileza al enviarnos este texto, escrito expresamente para el dossier sobre José Zamora Reboso.

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