Casa Elena con Borges,1920 | Carlos Meneses

Publicado: 1 diciembre, 2011 en Autor invitado

Gracias a la generosa mediación de Diego Trelles Paz nos cabe en esta ocasión disfrutar del honor de publicar un relato inédito de Carlos Meneses (Lima, 1930). Autor de novelas como Edén moderno o El héroe de Berlín y de libros de cuentos como Un café en la luna o El fracaso llega puntual, el singular escritor peruano, que ha residido en lugares tan diversos como Buenos Aires, Berlín, Roma, París, Barcelona, Madrid, además de en su Lima natal y en su Palma de Mallorca adoptiva, nos escribió hace casi veinte años una cariñosísima carta a quienes en aquella época empezábamos nuestra andadura literaria con la revista Paradiso. Nos resulta, así, especialmente entrañable que volvamos a cruzarnos veinte años después (los tangos siempre tienen razón) y tengamos la suerte de poder publicar en este portal un relato inédito de Carlos Meneses. El texto evoca o reelabora, con sabiduría y solvencia narrativas, algunos episodios de la juventud «mallorquina» de Jorge Luis Borges a comienzos de la década de los 20. Agradecemos a Carlos Meneses su generosidad al poner en nuestras manos este relato que aparecerá en su próximo libro. Por el aire y por las palabras llegan de una isla a otra isla, a veces, los aromas del mar y de sus gentes. – Comité Editor.

Casa Elena con Borges, 1920

 

Señores de diferentes edades y clases sociales, isleños o foráneos, solos o en grata compañía de amigos, indiferentes a miradas ajenas o con subrepticios pasos nocturnos  que alienta  la oscuridad, buscaban el costado del hermoso edificio del Teatro Principal, subían unas escalerillas y guiados por sus galantes bríos llegaban al Café, para unos, a Casa Elena para la mayoría, al más reputado y elegante prostíbulo del Mediterráneo, para los menos. No había horario inexorable, dentro de la nocturnidad todas las horas eran buenas, Todos los minutos resultaban elásticos alargadores de emociones. Inmersos en ese breve huerto ilusorio unos cremaban pesares otros potenciaban incipientes alegrías. El placer se ofrecía insistente a cada visitante dentro de la explosión orgiástica sostenida por una ovación pecuniaria.

Ellos, el grupo amical de poetas, solían llegar algo después de la medianoche. En cuanto los veían entrar todas las chicas que estaban sin pareja  se les acercaban sonrientes y decidoras y en algunas oportunidades hasta estallaban aplausos y alborozados gritos, llamando la atención del grueso de la concurrencia masculina. Luego las niñas de la Casa se alejaban de esos cuatro o cinco jóvenes, entre sonrisas y nerviosos chillidos para concentrarse en las actividades propias de su profesión. Los jóvenes se sentaban en una de las dos mesas que había en la primera habitación. Muchas veces se les servía sin necesidad de que ellos demandaran nada. Un camarero casi enano o una señora mayor que cumplía papel de jefa de todos los servicios, ambos uniformados, les traían los altos vasos de cerveza espumante. Sabían muy bien que los jóvenes no pedirían nada más en todo el resto la noche y que abandonarían el local hacia las cuatro o cinco de la mañana, muy poco antes de la hora de cierre.

En la otra habitación estaba el corazón del jolgorio, era mucho más amplia que la anterior y se hallaba envuelta en una atractiva y sugerente semipenumbra agujereada, de trecho en trecho, por  farolillos que desprendían una desmayada luz amarilla y estaban colocados sobre pedestales de madera. Cómodas butacas rodeaban las mesas cuadrangulares cubiertas por manteles bordados a mano como queriendo dar sensación de ambiente familiar. En alguna esquina o en rincón nada escondido se hallaba un hermoso florero tal vez de Sevres, quien  sabe si de Murano, rebosante de claveles, margaritas o azucenas que los caballeros cogían para obsequiar a sus damas tras la entrega de un generoso óbolo. A los costados de ese enorme ambiente pequeños taburetes unos con ceniceros, otros con bandejitas rebosantes de almendras y pasas, papel de carta para quienes quisieran iniciar comunicación epistolar y hasta pluma, tinta y papel secante.

Un cuarteto musical uniformado con chaquetas azul oscuro y pantalones amarillos animaba la fiesta a base de ritmos caribeños, marplatenses o de todas las regiones hispanas. A ellos se sumaba con regular frecuencia un hombre fuerte y alto vestido con un smocking muy usado, que desempeñaba actividad de defensor del personal femenino y que ampliaba sus tareas cantando algunas canciones tanto en catalán como en castellano. No faltaban las parejas que danzaban alegremente como preámbulo de lo que vendría después. O también las que parecían arrullarse con sus bisbiseos amorosos Al costado de donde se hallaba la orquesta se abría una pequeña entrada que daba acceso a un pasillo con muchas puertas que comunicaban con estrechas pero cómodas habitaciones. A ellas entraban en fugaz feliz compañía varonil las alegres chicas de Casa Elena.

De esa sala permanentemente envuelta en placentero delirio y repleta de variados tipos de concurrentes llegaba hasta donde estaban los jóvenes amigos, el vendaval de risas desacompasadas, brindis sobrios o ebrios, a veces un grito estentóreo de fingida sorpresa lanzado como un dardo por alguna de las chicas, haciendo pensar en unos dedos fuertes pellizcadores de asentaderas. Igualmente voces masculinas que se entreveraban con las carcajadas desafinadas de ellas dando la impresión de estar en un delicioso manicomio tachonado de desenfrenos, blasfemias y las más libidinosas caricias Como grato complemento a ese ambiente el orangután cantante y guardián de las señoritas hacía una exhibición de baile acompañado por la que él eligiera. Le pedía, por lo general a la orquesta, maestro, un tango o maestro, una rumba. Y se lanzaba al espacioso cuadrilátero en el centro de la habitación convencido de sus atractivos artísticos y como invitando a que lo imitaran otras parejas.

En el recibidor a veces quedaba como de guardia una de las chicas obligatoriamente alegres o alguien del personal de servicio para recoger abrigos, bufandas capas, sombreros, que iban colocando en los muebles destinados a contener esas vestimentas. En alguna oportunidad, si el salón principal no estaba lleno, dos o tres, las chicas que estuvieran libres hacían un breve y reverente desfile delante de los clientes que acaban de entrar. Unas con ropas de color y a la última moda, otras con vestidos blancos como si fueran delicadas novias esperadas en el altar por imaginarios novios. Se permitían jugar, según la confianza que tuvieran con el que llegaba, a la gallina ciega aunque sin vendarse los ojos. Todo terminaba en los sillones del salón, donde las risas eran serpentinas de vivos colores y las palabras derivaban en extremada lascivia táctil que casi siempre conducía a ese angosto pasillo lleno de puertas de pequeñas alcobas…

-Te gustará el ambiente– le había dicho Alomar a Jorge Luis, poco antes de llevarlo por primera vez a Casa Elena-, no es como los que describe Emile Zola en sus novelas, pero no está mal. Además, podemos hablar tranquilamente durante horas sin que nadie nos moleste-, fue la grata anticipación del lugar a conocer…

*

Para la dama líder de ese carnaval de juguete, que nacía y moría cada noche en este centro de alegría, los jóvenes artistas eran más que unos simpáticos visitantes sin blanca, eran los representantes del buen humor, el talento que ella entendía no debía estar ausente de su Café, la gracia y la elocuencia. Esos chicos podían hilvanar con facilidad frases chispeantes, leer poemas en alta voz o tararear estrofas selectas de muy conocidas zarzuelas. Tenían su venia para instalarse en la habitación de la entrada y conversar hasta el cansancio. Alguna vez esa dama con algo más de medio siglo encima, vestida como para una fiesta palaciega y mostrando algunos encantos que aun conservaba, les mandaba el obsequio de otra ronda cervecera al ver que en sus vasos sólo quedaba un lánguido poso espumante. ¿Esta noche no vendrá el barítono?-, preguntó utilizando un tono de voz buscadamente entristecido. No tendremos quien nos cante Marina ni la del Soto del Parral. Rió con moderada estridencia.

Le aseguraron que Fortunio no debía tardar, que se había quedado en una esquina cercana conversando con un amigo. Entrará cantando la Traviata, anunció Joan. Se sabe todo Verdi y parte de Wagner de memoria, dijo Vives. La dama vestía de azul oscuro y su largo escote dejaba asomar un blanco busto no muy abultado. Bajando el tono de voz cuando ella se alejaba en dirección a la habitación contigua, Colomar les cuchicheó a sus camaradas, dicen que era la chica más atractiva de la Casa hace un cuarto de siglo, que los  hombres de todas las edades se peleaban por ella. Alomar volvió a intervenir: aun puede levantar pasiones. Debe ser una enciclopedia sexual, acotó sin mirar a sus amigos, Jorge Luis.

En el momento en que Miguel Ángel le pedía, una vez más, a Borges que les contará cómo se desarrollaban, las fiestas ultraístas  en Madrid, apareció entre las cortinas que separaban la pequeña habitación de la entrada del gran salón en semipenumbra,  la más pequeña de las chicas, Moira, que vino directamente hacia la mesa de los amigos. Muy sonriente, con pasitos cortos pero acelerados, se situó entre Vives y Joan Alomar, y mirando a Jorge Luís le dijo ahuecando la voz pero sin dejar de sonreír. Tengo un mensaje para ti. Calló un momento causando inquietud.

Los cuatro amigos pusieron sus orejas en actitud receptiva. ¿Quién manda el mensaje? Preguntó Colomar adelantándose Borges. La chica colocando una mano sobre el hombro de  Joan y sin dejar de mirar a Jorge Luís, fue más explícita : la de siempre, dice que esta noche no podrás hablar con ella, ha llegado un señor muy importante  y no cree que la deje libre ni un minuto. Alomar le hizo indicaciones a la chica para que se sentara con ellos. Colomar le ofreció sus rodillas y todos hicieron un brindis porque la que había mandado el mensaje pasara una grata noche con el señor importante, al que llamaron, despectivamente, viejo banquero. Al terminar su comunicación Moira hizo un gesto mimoso y volvió casi corriendo al salón principal.

La conversación continuó como si no se hubiese producido ninguna interrupción. Jorge Luís no acusaba la menor decepción por la información recibida. Vives anunciaba que en el próximo número de su revista que tardaría un par de semanas en publicarse, aparecerían los versos de Borges. Me gusta “Poema”, dijo con firmeza, creo que va a llamar la atención. Contiene los toques ultraístas suficientes como para que determine polémica. Colomar participó inmediatamente: eso es lo que necesitamos, más nervio. Y Alomar corroboró: ya nos llaman los ultraístas, y en “L´ignorancia” sé que preparan unos artículos contra nosotros. Ni que se atrevan, dijo sonriente, como burlándose, Jorge Luis.

-¿Te resulta agradable ese lugar?– interrogó Jacob Sureda desde el sofá en el que estaba recostado-, yo no lo conozco, tal vez te dé motivo para escribir una crónica sobre el zafarrancho sexual– sonrió cerrándole un ojo a Borges.

*

Antes de ver su figura  escucharon su voz. Ya está aquí el zarzuelero, lo calificó Miguel Ángel. ¿Qué canta?, se preguntó a sí mismo Vives. Alomar fue quien le ganó la palabra a Jorge Luís, qué otra cosa va a ser, lo más apropiado para la noche y el sitio, Marina. Cuando Bonanova empujó la puerta que nunca estaba cerrada con pestillo y se abría sin hacer ruido, los cuatro amigos lo recibieron con palmas, y algún cliente que había salido del salón penumbroso ayudó con más sonoridad. “A beber, a beber, la copa del dolor”, se acercó a la mesa de la amistad cantando con cara de hombre feliz. ¿Reunión de hombres solos?–, inquirió con su tono de befa habitual, esto no es para mí y echó una mirada rijosa hacia el salón principal.

-¿De dónde eres, a qué te dedicas, cuál es tu nombre, tienes mujer?– le preguntó sin pausas Bonanova a Borges la mañana que lo conoció en una barbería del centro de Palma.

*

En ese preciso momento, salió la dama jefe.  Oí su voz, le dijo a Fortunio. Cuando la música del salón cese lo invitaré a que canté un trozo de esa zarzuela. La respuesta no se hizo esperar, lo haré encantado con una copa en la mano. La dama de azul oscuro, empinada en altos tacones y aproximándosele más al cantante. Si es necesario una copa en cada mano. Fortunio, sin arredrarse, quedó a un jeme de la gran señora, hizo una versallesca genuflexión delante de ella y le besó una mano. Soy un ciervo a sus pies, distinguida dama. El exagerado histrionismo hizo reír a los amigos, y del salón de las continuas risas salieron dos parejas, que no solamente aplaudieron la salutación de Bonanova sino que exigieron inmediata interpretación de la zarzuela prometida.

La gran dama dictó sus órdenes. Cantará luego, cuando los músicos hagan un intermedio en su programa. Las  parejas formadas por dos hombres jóvenes y dos chicas  agraciadas  aceptaron la decisión de doña Lilian. Hicieron algún comentario entre ellos y volvieron al salón. Los jóvenes abrían las cortinas y dejaban paso a las chicas para que entraran primero, las empujaban suavemente con las manos no tocándoles las espaldas sino bastante más abajo. Bonanova buscó sitio en la mesa de sus amigos. La dama erigida en jefa retornó al salón y un instante después, apareció como un duende, el viejo y casi enano camarero Nicasio, trayendo un hermoso vaso de cerveza que Jorge Luis bautizó  como un ritón, y lo colocó ante la barbilla del barítono.

Fortunio preguntó ya instalado junto a Borges: ¿de qué hablaban antes de que llegara el cantante?. Colomar no dio tiempo a la más mínima pausa, antes de que llegara el pallaso, dirás. Hubo risas aunque no de todos. Vives que parecía inquieto, volvió a manifestar lo que había dicho nada más llegar a Casa Elena, que estaría poco tiempo, al día siguiente tenía que levantarse temprano. Cómo te vas a marchar, no llevamos ni una hora aquí, protestó Alomar. ¿No vas a escuchar el recital del tenor?, inquirió Jorge Luis. Ba-rí-to-no, corrigió sílaba por sílaba el propio Bonanova.

El periodista que nunca abandonaba su bolsa ibicenca tuvo respuesta oportuna. Le he escuchado cantar varias veces y lo seguiré haciendo, pero no será esta noche. Como demostración de aprecio le dejaré mi aplauso, y aplaudió dos o tres veces antes de la despedida Vives ya de pie colocó unas monedas junto a su vaso vacío y Colomar le replicó, mucho, hombre, aquí nos hacen precio de amigos. Vives no retiró ninguna moneda y haciendo adiós con la mano se dirigió a la puerta de salida. Es de los que se levanta temprano, comentó con tono ligeramente sarcástico el cantante de ópera y zarzuela, viendo cómo su amigo abría la puerta y un instante después desaparecía de su radio visual.

Bonanova estiró una mano para contar las pesetas dejadas por su amigo. No se toca el dinero ajeno, Tom, lo riñó  Colomar que acostumbraba llamarlo por su verdadero nombre. Mientras que Joan le preguntaba a Borges si estaba a escribiendo otros poemas inspirados en la misma dama. Tal vez, respondió el poeta sin entusiasmo. Poemas escribiré pero que no sólo para Margot, sentenció. ¿Quién es la otra musa?, preguntó sonoramente Fortunio. No es de este ambiente, y debo aclarar, continuó Borges, no me liga ningún affaire sentimental con ninguna de las dos. Son chicas encantadoras, pero no voy más allá de la amistad superficial. Bonanova seguía clamando en demanda del nombre de la otra inspiradora de poemas.

Lo único que lograron de Borges fue que confesara que la chica no era de Casa Elena. Ni es de esta casa ni está en Palma. Se miraron entre los amigos, hasta que Colomar rompió el silencio. ¿Vive en Ginebra, en Madrid, en Sevilla?. Sonrió Borges, vive en esta isla, respondió sin alterarse. ¿Qué, tenemos que adivinar su nombre y dirección?, intervino Tom o Fortunio. Yo casi sabría decir dónde vive, pero no recuerdo su nombre, aclaró Miguel Ángel sonriente. Mejor, mejor, se adelantó Jorge Luis, insisto, no se trata de una novia, de la mujer de mis sueños, nada, nada de eso, son personas con encanto eso me anima a escribirles unos versos. Colomar levantó su vaso e instó a todos a un brindis. Por el futuro poema de nuestro amigo Jordi. Todos acataron la orden de beber.

-¿En Ginebra ibas a burdeles como Casa Elena?– le había preguntado Colomar a Borges una tarde calurosa de agosto-, ¿eran mejores que este de Mallorca?–, insistió Miguel Ängel, sin lograr una respuesta clara del poeta platense que quedó como paralizado ante esa pregunta.

Del salón principal seguían llegando las interpretaciones de la orquestina formada por un cuarteto. Es un repertorio odioso, dijo Joan, por lo menos podría variar algo, todas las noches lo mismo. ¿La fiesta en el Pursiana de Madrid tuvo animación musical?, preguntó Colomar. Borges no hizo esperar la respuesta. Sólo un pianista. ¿Fueron muchos a la fiesta? Inquirió Alomar. Doscientos, trescientos, dijo Borges exagerando. ¿Hubo broncas, se pelearon, irrumpió la poli para poner orden? Demandó Bonanova. La alegría le puso una máscara de mil colores a la noche, nadie se sintió incómodo ni con ánimo de bronca, sólo uno estuvo en desacuerdo, un periodista peruano llamado Bedoya quien escribió una crónica furibunda contra nosotros, añadió Jorge Luis dentro de una risa muy medida.

La pesada cortina de separación entre la habitación de la entrada y el salón principal se movió como si la agitara un huracán. Una chica salió despavorida y detrás de ella surgió un individuo con aspecto  patibulario. Ella miró primero hacia la puerta de salida pero consideró, luego, que tenía más próxima la mesa de los amigos y corrió hacia ellos. ¡Quiere pegarme!, gritó la mujer. Inmediatamente del salón principal salieron otras personas pero nadie se arriesgó a interponerse entre la dama y el desalmado. Bonanova muy resuelto se levantó de su silla y se colocó como una pared que separara a la chica asustada del hombrón amenazante. Los otros amigos no quisieron ser menos y se pusieron de pie dispuestos a defender a la dama en peligro de  apalizamiento. ¡Qué está pasando aquí!, intervino con energía la señora Lilian llegando a paso vivo. ¡Qué escándalo es éste! Había quedado a escasa distancia del individuó que seguía clavando su mirada de verdugo sobre la atemorizada muchacha.

Borges por precaución se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo, mostrando sus ojos claros como desvanecidos. Miguel Ángel, avanzó igual que un fiscal dispuesto a  iniciar la acusación. ¡Por qué molesta a la señorita!, encaró al impertinente. El individuo, desprendiendo un tufo alcohólico como un golpe de puño, se tambaleó ligeramente, sin hacer caso de las llamadas al orden ni de la presencia de la señora Lilian, menos de los jóvenes defensores eventuales de la muchacha. ¡Es mía! Dijo al fin ¡yo he pagado por ella para llevármela!, añadió.. Alargó la mano por encima de Fortunio para coger de un brazo a la Elisa que temblaba de miedo y se acurrucaba en el pecho de Colomar.

Entre los cuatro jóvenes trataron de alejar al impertinente a empellones. Del salón principal, donde no cesaba la música, vinieron refuerzos. Primero el camarero enano que blandía una escoba, después el hombre corpulento que defendía a las niñas y cantaba con la orquesta. También una chica con aspecto pueblerino dedicada a la limpieza de las habitaciones de las damitas seductoras. Entre todos redujeron al ofensor y lo llevaron casi en andas hacia la puerta de salida. Se oyeron los gritos de protesta del beodo, el respirar de fuelle del fornido cantante. El camarero enano sólo atinaba a dar escobazos y maldecir en catalán al aspirante a agresor.

La señora Lilian, hierática, seria, como clavada en el centro de la habitación contemplaba la escena. Una chica que también ayudaba a atender a los clientes atinó a coger de una percha el sombrero del borracho que se lo lanzó como una pelota. Los amigos volvieron a su mesa. Hubo una nueva ronda cervecera en agradecimiento a los esfuerzos desplegados. Fortunio con gran convencimiento manifestó en voz alta sus deseos : si estuviera aquí Gustavo, el rey de la paz, la verdad y la libertad, no pasaría esto. Colomar replicó: no pasaría esto sino algo peor. La risa fue general. ¿A nuestro querido Gustavo le gusta esa chica Margot? Inquirió burlón Bonanova, Lo podríamos encerrar en una de las habitaciones con la susodicha, hizo más estentórea su burla mirando a Borges, que no pestañeó mostrándose indiferente.

Cuando llegó el descanso de los músicos la jefa le indicó al barítono que lo aguardaba su turno y el público. Fortunio no esperó una segunda invitación,  entró muy orondo en el salón que había abandonado la penumbra y lucía muy iluminado,  se situó en el lugar que solía ocupar el fornido cantante. Los otros amigos quedaron entreverados con damas y caballeros ansiosos de escuchar al artista. «¡La verbena de la Paloma»!, pidió un entusiasta… La mayoría de los señores que ocupaban los sillones y las chicas que los acompañaban se pusieron de pie y se situaron a escasa distancia del barítono. Los muchachos de la orquestina remolonearon para volver a su peana, y se dispusieron a recibir instrucciones del artista.

Unos momentos después, muy seguro de sí, Fortunio se dispuso a iniciar su actuación. Sin el más mínimo rubor y con mucha mímica anunció que a pedido de los presentes cantaría un fragmento de “La verbena de la Paloma”. Los músicos titubearon un momento, finalmente empezó la ejecución de la zarzuela. La voz de Bonanova salió atronadora “Dónde vas con mantón de Manila, dónde vas con vestido chiné…” La dama llamada Lilian, los amigos del barítono y las chicas sabían muy bien que no era un profesional sino un mero aficionado. La mayoría de los clientes de Casa Elena, no conocían ese aspecto. ¿Es cantante de ópera?, inquirió un hombre mayor elegantemente vestido, ¿es un tenor italiano?. July que estaba a su lado hizo la aclaración conveniente en un susurro tan pegado a su oreja que debió humedecérsela.

Jorge Luis más que escuchar a Fortunio buscaba con la mirada alguna presencia, e femenina, que no encontraba. No está en la casa, le deslizó bajito una chica rubia, Joana Aina, y antes de que el poeta platense hiciera una pregunta, ella ya redondeaba la información. Salió con un señor por la puerta que da  a la espalda teatro Principal, no creo que vuelva. Comunicó todo el mensaje con enorme seriedad y enseguida se alejó como si volara. Borges la contempló con minuciosidad, se imaginó a una bailarina interpretando una escena de Scheherazade. En el otro extremo de la sala la chica se reunió con un hombre joven, alto y muy delgado que a Georgie le pareció haber visto varias veces en este mismo sitio. A su lado  otro hombre joven observaba todo con gran curiosidad, Borges creyó reconocer en él  a uno de los contertulios de la peña  del hotel Alhambra, que se reunía los jueves en el bar de ese establecimiento.

No fue una actuación breve la del cantante improvisado, ante los nutridos aplausos  interpretó un trozo de “El barberillo de Lavapiés”. Sólo al terminar la copa de vino que le alcanzó la propia señora Lilian tras darle un beso en la mejilla como premio, los chicos mimados de la Casa se decidieron a abandonar el local.  Son más de las tres, decía Joan mirando su reloj. Noche joven, hombre, protestaba Bonanova, no es hora de ir a dormir. Y como para retenerlos unos momentos más invitó a bailar a la señora Lilian e instó a las chicas a que bailaran alrededor de él. Unas lo hicieron con la pareja del momento, mientras que Joana Aina, la misma que le había dado el último mensaje al poeta se le acercó y le dijo bajito: ¿bailamos?. La sala se convirtió en un salón de baile que seguía los compases prosopopéyicos de un pasodoble.

Cuando al fin los jóvenes abandonaban el local, Colomar con voz que se extinguía dentro de un bostezo, calificó a Fortunio de más actor que cantante, Mientras Borges le comentaba a Alomar que le gustaría escribir un artículo sobre una exposición de pintura de un tal Peña,  ¿crees que me la publicarían en algún diario? Inquiría reticente. Eso déjalo por mi cuenta,  impuso con gran seguridad el barítono, soy amigo de redactores de todos los diarios y revistas de la isla. El poeta sonrió agradecido primero, expuso  una mirada de duda después.

Salieron en tropel. La noche estaba fresca y Jorge Luís se subió las solapas de su chaqueta para abrigarse la garganta. Frío como el de Suiza, dijo como para justificarse  Mi padre siempre me dijo que en Ginebra hacía un frío polar, interpuso Joan. No tanto, lo calmó Jorge Luis, es clima perfectamente tolerable. En Madrid, en enero sentí mucho más frío que en Helvetia.. Colomar señalaba con un dedo el mercado del Olivar. Eso es lo que Rubén Darío veía a estas horas al salir de Casa Elena. Cuando lo echaban del Grand hotel o de donde fuera se venía a Casa Elena a pasar la noche, dijo casi cantando Fortunio. Todos rieron zapateando de frío el nuevo invento del cantante.

En plena calle y aun sin saber hacia dónde enderezar sus pasos los cuatro jóvenes se preguntaron  a que lugar ir después de las cuatro de la mañana. Eso de malo tiene Palma, se vuelve un cementerio a estas horas, Bonanova hablaba en tono de protesta. Lo mejor que podemos hacer es acompañar al hotel Continental a Jorge Luis, aconsejó Colomar. Buena idea, añadió el cantante, en el bar del hotel nos tomamos la penúltima de la noche. Todos le rieron la espontaneidad. Jorge Luis consultó su reloj. ¿Es suizo? Le preguntó inmediatamente Miguel Ángel. El poeta platense movió la cabeza admitiendo, es magnífico y costó poco, che, respondió. Te salió el porteño, le palmeó el hombro alborozado Alomar.

El barítono  parecía tener la lengua cargada de preguntas para Jorge Luís. Le lanzó la primera : ¿En Ginebra tenías juergas como esta?, y sin dejar que respondiera pasó a la segunda : ¿dejaste novia en esa ciudad? ¿le dedicaste muchos poemas?,cerró el interrogatorio cantando en un italiano macarrónico una estrofa de Nabuco. No seas impertinente, le reprochó Colomar a Fortunioi, deja que nuestro amigo Jordi nos defina con la mayor precisión qué es el ultraísmo. No tardó ni un segundo en  satisfacer el deseo de Miguel Ángel. Una locura perfectamente razonada por un loco exquisito como es Cansinos Asséns. El vestido de esa fantástica insensatez, continuó Borges, es la feria de la metáfora. Hubo aplausos y el abrazo de Alomar.

La calle San Miguel donde se hallaba el hotel Continental, sólo estaba iluminada por un farol de luz titilante, que permitía escasamente visión de la primera manzana. el resto estaba envuelto en un negror impenetrable. ¿Sientes un especial interés por Margot? Le consultó muy amicalmente Joan Alomar a Borges. Intervino Colomar: ¿Te molesta que te hablemos de ella con insistencia? Jorge Luis respondió con  naturalidad: ningún malestar aunque habláramos ella durante todo lo que queda de la noche, luego sonrió como quien espera  que se inicien nuevos comentarios sobre el mismo asunto. Despierta sospechas románticas los versos que dedicas, recalcó Fortunio dando saltitos  de frío sobre el mismo sitio.

El joven Borges pareció dispuesto a saciar las curiosidades de sus amigos. En este asunto no hay secretos, manifestó igual que si levantara el telón dispuesto a mostrarlo todo. Pretendo conocer la historia de su vida que es bastante amarga en algunos momentos, aunque en otros sea vivaz y carnavalesca. Sobre  ese aspecto ácido me gustaría escribir una novela en la que el disparate enfrente a la seriedad como si fueran dos gigantes luchando  titánicamente. La vida tiene dolores y risas, como las películas de Mary Pickford, “Papá piernas largas”, por ejemplo, terminó  su comentario hecho en tono coloquial. Dos sombras pasaron muy cerca del grupo de amigos. La noche las desdibujaba y no se podía reconocer  quién era la mujer que acompañaba a un hombre alto y barrigón. Es Margot, dijo bajito Bonanova. Todos la miraron ninguno pudo reconocerla. No, Margot es más delgada, sentenció Borges. No hubo aceptación total.

Como queriendo colocar un biombo que preserve el tema literario, Fortunio empezó a cantar a toda voz “Una rubia y una morena, hijas las dos de este Madrid”. Todos los amigos hicieron coro al barítono. Justamente al pasar delante de la iglesia de San Miguel se detuvieron un momento y como si le brindaran un homenaje cantaron con más fuerza y casi entre risas y saltos tanto de frío como de contento. El hotel Continental, con las luces apagadas, estaba a dos pasos en la acera de enfrente. Bonanova miró con pena la oscuridad de todas las fachadas. No hay posibilidad de bebernos otra cerveza, se lamentó. Los cuatro jóvenes anduvieron unos pasos y se detuvieron delante del hotel. Que sueñes con Margot, le dijeron a dúo Fortunio y Alomar. El barítono impertinente preguntó al poeta: ¿antes de acostarte te despides de tus padres? Colomar intervino tajante, no seas indiscreto. Un Jorge Luís muy sonriente, espero al día siguiente para decirle a qué hora llegué. Borges les hizo adiós con la mano en el momento de entrar a su alojamiento.

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