Iniciamos un nuevo dossier, en esta ocasión dedicado a José Zamora Reboso (El Hierro, 1944 – Tenerife, 1996), escritor de obra breve pero intensa, insuficientemente conocida tanto dentro como fuera de las islas. Acaban de cumplirse quince años de su muerte y hemos querido recordarlo reuniendo un conjunto de textos escritos por personas que lo conocieron, algunas, incluso, ya en sus años de infancia y adolescencia, escritores que fueron sus amigos y que, muy generosamente, se han sumado al homenaje que desde este portal de narradores hemos querido ofrecer a la memoria de José Zamora Reboso. Iniciamos el dossier, que se irá completando en los próximos días, con el que Isaac de Vega, el gran narrador canario y gran amigo de Zamora Reboso, considera su mejor relato, «Dedicatoria», un texto singular en el que, en cierto modo, se ofrece toda una radiografía de la isla sin dejar de atender a toda la miseria, el ostracismo, las desgracias y los extravíos sufridos por sus habitantes en su historia reciente. Una isla, El Hierro, que podría ser cualquier isla, pero que es nombrada con amor, con nostalgia y con minuciosidad por Zamora Reboso. Ofrecemos este texto con el generoso permiso de Tito Expósito y Ángeles Alonso, los editores de Baile del Sol, la editorial que en 1999 reunió en un volumen titulado Abako la obra completa del escritor herreño. Las dos fotos del autor con que completamos esta primera entrada del dossier son inéditas y fueron tomadas en la antigua (y ya mítica) librería El Escribidor, de Santa Cruz de Tenerife, a comienzos de los años 90. Agradecemos a quienes fueron sus dueños, Maruchy Suárez y Antonio Vizcaya, el privilegio de poder disponer aquí de ellas. – Comité Editor

DEDICATORIA | José Zamora Reboso
Al paisaje humano de la isla de El Hierro, triste y sombrío, que por mi imaginación pasa, como un torbellino de colores grises.
A Pepita, la niña de mi edad, que murió como un pajarito, por haberle administrado el médico anestesista una dosis excesiva de cloroformo, por lo que continuaron como autopsia lo que empezaron como apendicitis, rajando su cuerpecito, pequeñín y delicado, haciendo pedazos sus vísceras.
Al rey Don Alfonso XIII, el rey simpático, jovial y Borbón, que, cuando visitaba Canarias, y llegó a El Hierro en su barco real —al puerto de La Estaca—, no hizo más que saltar a tierra en su lanchón, y regresar inmediatamente, sin llegar a Valverde. A su leal acompañante, el Conde de Romanones, le había parecido El Hierro feo e inhóspito, y el camino escarpado, que había que subir en caballerizas, peligroso. A pesar de la insistencia del alcalde, y la disposición favorable de Don Alfonso, el Conde de Romanones no cedió, entre otras cosas porque una ola había mojado su uniforme, y se imaginaría que salpicó la cara de Su Majestad.
A Dacio Santana, homero popular de la isla, que cantó al mar, al sol y las estrellas, los árboles (el Garoé), y los paisajes, y la belleza de sus mujeres; como su colega, el griego, era ciego de nacimiento. Sus versos se oyen, aún, en las folías que cantan las muchachas, al son de las guitarras, timples y bandurrias, por los casinos de la isla.
Al “Mulo Irlandés”, mató a su mujer y a su suegra, con un cuchillo de carnicero, porque estaba cansado de discutir con dos mujeres juntas, y además feas. Cuando lo metieron en la cárcel, pudo escaparse. Estuvo escondido de la guardia civil, por todos los montes y barrancos de la isla, hasta que lo encontraron, y ya olía a podrido, de muchos días de hambre, en una cueva.
A Enriqueta “La Maganza”, prostituta en sus años jóvenes, queridonga de los ricachos y caciques de El Hierro, morena y cimbreante, bromista y sonriente, que tuvo un hijo, fruto de su mala vida, consuelo de sus años maduros, muerto en la Guerra Civil en Teruel, desesperada e idiotizada después de conocer la noticia. Ya muy vieja y sucia, fue mi vecina, y de niño, cuando estaba solo, porque mi familia había salido al campo, venía a nuestra casa a pedirme un plato de papas fritas con mucho aceite.
A mi tío Pancho Galán, que montaba una yegua parda, con elegancia y hombría —por el que suspiraban todas las mozas de Azofa—, muerto en Cuba, destrozado por la máquina de un ingenio azucarero en la provincia de Camagüey.
A todos los sedientos de la sequía del cuarenta y tantos, y a los de la otra, la del veintitantos, y a los casi seguros, también sedientos, que pasarán la venidera, que se lavaban con orines y recorrían por los riscos del malpaís, a pie, muertos los animales de sed, más de veinte kilómetros —agotadas las fuentes de las que no manaba ni una gota—, desde el pueblo a la costa, bajando desde los letimes de los acantilados por incómodas y tortuosas veredas, a recoger un garrafón de agua salobre, de los pozos excavados por nuestros antepasados, batidos por la mar cercana.
A Lorenzo “El Sobadera”, solterón y muerto de hambre, perezoso y fantástico, que salía todas las mañanas sin salir el sol a cavar la huerta que tenía fuera del pueblo. Allí, tras duro soliloquio con su conciencia, se quedaba dormido y despatarrado —la guataca tirada a un lado, la cachimba caída del belfo inferior—, apoyado en la pared de piedras del huerto, bien arrebujado en la manta, soñando que tanto el día siguiente como los demás se repetiría la escena, lo cual no dejaba de remorderle algo. El gallo lejano cantaba mañanero, y la cabra del pedazo de al lado balaba alegremente, pero él, al fin, ni caso, roncaba.
A todos los muertos enterrados en los cementerios de San Andrés, Isora, El Mocanal, Guarazoca, Erese, Tenesedra, Taibique, Tigaday y Sabinosa, cementerios blancos y pequeños, de tierra negra y volcánica, sin un ciprés que les dé sombra.
A mi tío Liborio García, enterrado en uno de esos cementerios, que tenía unos ojos azules y una barba blanca que nunca olvidaré, y que, como mi abuelo, Atilio García, a quien no conocí, era el hombre que mejor sabía hacer un injerto, levantar una pared de piedra, poner techos de colmos a las casas, y además de esto, tenía una rara habilidad para poner inyecciones intramusculares e incluso intravenosas, y sabía curar el mal de ojo con rezados piadosos. Cuando murió mi abuelo, mi tío Liborio, y todos los hermanos varones, siete en total, incluido el menor, mi padre, Don Romualdo García Medina, un verdadero autodidacta que de niño estudiaba solo, cuidando cabras, y en su día, junto con Don Isaatus, me enseño a leer a Cervantes y a Shakespeare, emigraron a Cuba. Allá en Cuba, mi padre, a los dieciséis años, cortó caña de azúcar como un negro, fue pinche de cocina de los guajiros, que le agradecían el buen sabor que le daba al arroz con frijoles, vendedor ambulante de tabaco de pueblo en pueblo, a lomos de un jamelgo, por la provincia de Oriente, durmiendo en las noches caribeñas, estrelladas y azulnegras, en una hamaca pendiente de dos palmeras, al remanso de la cercanía de alguna cabaña, donde le dejaban compasivamente quedar; también fue maestro de escuela, y escribió fervientes cartas de amor a las jóvenes de la Perla de Las Antillas, sin distinción del color de su piel. Cuando se enfermó de malaria, mi tío Liborio vino desde La Habana, donde trabajaba en un puesto del mercado, hasta donde se encontraba postrado, y le salvó la vida, cuidándole como un padre. Ya de vuelta a las islas, Liborio García, con aquellos ojos azules y barba blanca que siempre recordaré, fue apaleado varias veces por los falangistas, por rojo, y a pesar de ello, todavía caliente la guerra civil, no dejaba de ir a pie, por la noche, desde Isora de Azofa a la Villa, a casa de un amigo y camarada, a oír Radio Moscú con las últimas noticias sobre la segunda guerra mundial. Don Liborio García, enterrado en uno de esos cementerios, murió de pulmonía, porque la penicilina, con la que traficaba desde Madrid Federico Chico, nunca llegó a El Hierro, en aquellos tiempos, inaccesible, por supuesto, a los bolsillos de mis gentes.
A Chucha “La Pejiguera”, tiburón de los caminos, hombruna y de malas ideas, a la que los caminantes nocturnos tenían pánico de encontrársela. Salía con luna o sin luna, con un revólver en la mano, desgreñada, con el pelo blanco y largo, un bigotillo sobre los labios y el diablo de compañero habitual; se entretenía en dar sustos a los caminantes con alaridos que parecían de otro mundo. Un día se la encontró entullada de piedras en uno de esos caminos de Dios, lapidada por sus enemigos, que eran tantos como caminantes.
Al “Zancudo”, cuyo verdadero nombre fue Miguel Parrondo, viejo loco enamoradizo, que se meaba sin querer, de puro viejo, y tenía un lacito rojo en el pelo, largo como el de una mujer. Los mozos le hacían recorrer quince kilómetros a pie, desde Erese a Tenesedra, contándole que Juanita, la muchacha más guapa de Tenesedra, le mandaba una cita de amor, a la una de la noche.
A Ofelia Torres, joven de fama inocentona, hasta que las malas lenguas que siguieron a algunos buenos ojos la pusieron en entredicho por los encuentros nocturnos con su novio, quedando deshonrada, sin provecho, despreciada por la gente y con un hijo en la barriga, que no llegó a tener porque abortó, yéndose, entonces, a Venezuela, para encauzar su vida, con una decisión que no parecía estar de acuerdo con su carácter, bonachona, algo parada, y empezando una carrera que la llevó, posteriormente, a Santa Cruz de Tenerife, donde en una taberna de la calle de La Curva, al lado del puerto, es honrada por marineros de todo el mundo, con provecho y negocio de su cuerpo, y el aprecio de sus colegas.
A Pedro Machín, el mejor hombre que había para la lucha canaria en los años diez; pulseaba un barril de mosto de cuarenta litros con una mano, como si fuera un juguete. En La Laguna de Tenerife tumbó, en una tarde triunfal, a treinta hombres, uno tras otro.
A Eusebio Quintillo, alias “Luzbel”, preso en la cárcel de El Dorado, Venezuela, por estafador, asalto a mano armada y trata de blancas, que consiguió salir a primera plana, a tres columnas, en El Nacional de Caracas, al lado del presidente Pérez Jiménez, a una columna, por habérsele descubierto a Eusebio Quintillo, y no al presidente, un cabaret de menores.
A don Eustaquio Rodríguez, gran maestro autodidacta, solitario y fracasado, que se quejaba del atraso de nuestros paisanos. Decía que sólo le mandaban a sus hijos para aprender a leer, escribir y hacer cuentas y así tendrían el camino abierto a Venezuela, cuando él, sin embargo, se empeñaba, además, con el desprecio de nuestros susodichos paisanos, en educarles en el conocimiento de quiénes eran Galileo, los esposos Curie, Don Miguel de Unamuno, Ortega, Marañón y, por supuesto, Don Santiago Ramón y Cajal, entre otros muchos, todos ellos grandes hombres de pro, en los que se reflejaba la Madre Naturaleza.
A las buenas señoras que en la meseta de Nisdafe, por la parte de Azofa, se reunían en el llano “El Bailadero de las Brujas”, y bailaban unas con otras en orgías lesbiánicas, adoraban al cabrón y cantaban el estribillo “de viga en viga hasta Sevilla”.
A Isabelita, la idiota más pacífica que jamás tuvo Tenesedra, cuyo instinto maternal sobre sus tres hijos sólo era rebasado por el amor que tenía a Fernando, su otra media naranja.
A Fernando, mozo fuerte y alegre, pobre como una rata y vivales como un cernícalo, que se casó con Isabelita pensando en la dote que llevaría y, como después de haberse casado no llegó, se dio cuenta de que Isabelita era idiota y se fue a vivir con otra mujer, más apetitosa que su esposa, mientras Isabelita, loca de amor, se seccionó la yugular.
A los propios progenitores de Isabelita, que no soltaron la dote, porque alegaban que Fernando la gastaría en vino y malas mujeres. Ahora cuidan de los tres huérfanos, a los que Fernando, de vez en cuando y a escondidas, visita y les regala caramelos.
A Pedro, el “Barrica”, borrachín de Guarazoca, esponja siempre deshidratada, a quien le gustaban los pajaritos, no para oírlos cantar, sino para comérselos fritos con un buen trago de vino; para eso les ponía trampas debajo de las higueras, hasta que un día amaneció tieso bajo una de ellas; unos dicen que de frío, otros que de hambre, otros por un ataque fuerte de delirium tremens, y otros, más científicos, aseguran que fue debido a las emanaciones venenosas y mortíferas que desprenden los humores nocturnos de las higueras. En la trampa había caído un mirlo, que cuando lo encontraron tieso estaba cantando.
Al niño Juanito Rodríguez, que murió despeñado en una fuga al querer coger un nido de cuervos, al cual, su padre lo cargó sobre sus hombros, él solo, y desde el fondo del barranco, sin permitir ayuda de nadie, le llevó a casa, antes de ponerse loco y mandarle el alcalde, con subvención del Ayuntamiento y suscripción popular, al manicomio provincial.
A todos los viejos arrugados, serios y tristes, que toman el sol en las plazas de San Andrés de Azofa, Isora, El Mocanal, Guarazoca, Erese, Tenesedra, Taibique del Pinar, Tigaday, Los Llanillos y Sabinosa, viejos baldados y cansados, que caminan a tres y cuatro patas, a los que el subsidio de la vejez, que se les ha concedido, les permite, de vez en cuando, comprar alguna onza de chocolate y algún paquete de galletas.
En fin, la dedicatoria a todos los herreños, muertos y vivos, los de las islas y los de Venezuela, Cuba, Argentina, Brasil, Uruguay, Nicaragua…, buenos aficionados a escuchar, los primeros, los de la isla, por encargo de los segundos, los de América, desde la piadosa emisora de Ginebra, de la Suiza neutral, que a fulanito —¡pero si soy yo!—, menganito —¡y yo!— y zutanita —¡y también yo!, ¿has oído?, ¡qué inventos los de este siglo!—, de parte de fulanito —¡mi padre!—, menganito —¡mi tío!—, zutanito —¡mi novio!—, residentes en Venezuela, Cuba, Argentina, Brasil, Uruguay, Nicaragua…, les dedican la canción titulada:
“¡Qué bello es vivir!”
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José Zamora Reboso (El Hierro, 1944 – Tenerife, 1996) estudió Medicina en Madrid, donde, además, ganaría varios concursos de relato convocados por la Universidad Complutense. A partir de su regreso a Canarias, desempeña su profesión en varias islas, hasta que se establece definitivamente en Santa Cruz de Tenerife. Publica relatos en distintas revistas y suplementos de las islas. En 1988 ve la luz su primer libro, Relatos de oscuridad, con prólogo de Isaac de Vega. Posteriormente publicaría otras colecciones de relatos, siempre breves. Algunos de sus cuentos fueron traducidos al italiano en la antología de Danilo Manera L’oceano, la chitarra e i vulcani. Narratori delle Isole Canarie (1995). Tras su repentina muerte en 1996, la editorial Baile del Sol reúne su obra completa en el volumen Abako.
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