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El siguiente texto fue leído en el acto de presentación del libro Disgregario, de Roberto A. Cabrera, el 29 de noviembre de 2002 en el Club Prensa Canaria de Las Palmas de Gran Canaria. Gracias a la generosidad de Mariano de Santa Ana, responsable en aquella época de las páginas de cultura del periódico La Provincia, el texto fue publicado en el suplemento cultural de dicho periódico el 5 de diciembre del mismo año. En el diario que escribí durante aquel segundo año de mi estancia en Gran Canaria hay una página en la que evoco esa presentación y algunas horas más en la grata compañía de Roberto A. Cabrera. No me resisto a copiarla aquí: «(Agüimes, 1.12.2002) Con Roberto, que vino desde La Palma para presentar su libro Disgregario en el Club Prensa Canaria, he pasado un fin de semana tranquilo y luminoso. No parece que el viernes le contagiara mi nerviosismo al leer mi texto de presentación, pues Roberto recitó fragmentos de su libro con un aplomo y una seguridad tanto más loables cuanto que la realidad de la sala no era la más propicia: un goteo permanente de público anciano iba ocupando los asientos durante la lectura a la espera de que empezara, una hora después, un espectáculo musical relacionado con la tuna universitaria. Mientras Roberto leía, sentí que aquellas palabras rodeadas de un público que sólo las toleraba como pálido espectáculo previo al verdadero espectáculo esperado, sentí, digo, que aquellas palabras prostituidas por aquella sorda algarabía tenían, si cabe, más fuerza, resonaban con más hondura aún en los pocos oídos que habían ido a escucharlas. En cuanto a ayer sábado, subimos a la cumbre. Por la carretera de Fataga hasta San Bartolomé de Tirajana, donde almorzamos. Luego hasta Ayacata (una vez más, los riscos, las piedras desprendidas, los almendros) y, más arriba aún, el Roque Nublo. Un breve paseo entre los pinos, con el roque esbelto como discreto testigo de nuestro diálogo. Luego subimos al Pico de las Nieves, que yo no conocía: vimos, en el horizonte, el Teide por encima de las nubes, y en el mirador, junto a nosotros, una pareja que se abrazaba con una pasión incrementada por el aire frío. Bajamos luego hasta Telde por la carretera de Cazadores. En el barrio de San Francisco, en Telde, una enorme bandada de gorriones se había refugiado en una enredadera crecida sobre el portal de una casa. Ensordecedora algarabía –qué distinta de la de nuestra presentación– que hacía de aquella enredadera, de aquel instante, un misterio: ¿qué había allá dentro?  ¿Qué se encerraba dentro de ese instante? Cientos de gorriones embriagados hasta que decidimos agitar un poco la enredadera: entonces huyeron, pocos al principio y luego cada vez más, y se refugiaron en un gran laurel de Indias cercano. Se hizo el silencio. Bastó agitar un rama. Pero ellos esperaban. En algún momento tendríamos que irnos. Y así, cuando nos fuimos alejando de la enredadera, vimos cómo los gorriones se zambullían de nuevo en ella, la alcanzaban con un vuelo alocado y miedoso hasta que, una vez dentro, en esa gran jaula voluntaria, retomaban su canto, su aleteo promiscuo, su alegría, su fiesta.»

Menos es más: para quien no conozca la obra anterior de Roberto A. Cabrera, esta brillante paradoja enunciada en su momento por Mies van der Rohe puede no tener ningún sentido. Hay que saber, en efecto, que el libro que ahora se presenta, Disgregario, es el resultado de una «revisión implacable», según palabras del autor, de un libro escrito y publicado siete años atrás, Cuaderno azul, para comprender cabalmente esta labor tan peculiar que consiste en nutrir a la palabra de su propio vacío, de su propia retracción o de su propia disolución. No debe pensarse, sin embargo, que Disgregario es simplemente una nueva versión de aquel libro, pues una reescritura que se ha demorado, como en este caso, durante más de seis años, tiene todo el derecho a considerarse una escritura independiente, desligada ya en gran medida de lo que la precedió. En este sentido, Roberto A. Cabrera podría afirmar con el poeta suizo de expresión francesa Philippe Jaccottet: a partir du rien, telle est ma loi («a partir de la nada, esta es mi ley»). Y los fragmentos que van brotando en este nuevo despertar de la escritura irán formando el rostro renovado de una palabra que se ha vaciado de sí misma para renacer, una especie de palimpsesto de la vacuidad, la paciente siembra de unos signos sobre otros signos borrados, trazos que despuntan sobre huellas de trazos, en un aliento creador tan peculiar que sería difícil buscarle parangón entre nosotros.

El despojamiento al que el autor ha sometido su escritura ha dado como resultado un conjunto de fragmentos aparentemente dispersos. Es cierto que todos ellos soportan una lectura aislada y se dejan interpretar ya como aforismos sobre los problemas últimos de la vida, ya como microrrelatos de personajes leves y apenas visibles, ya como breves e intensos poemas en prosa. La lectura, en realidad, podría detenerse aquí. Lo singular de Disgregario, sin embargo, es que, a pesar de su título, todo se integra de modo enigmático en una unidad mayor, en un cuerpo o una carne únicos en los que cada fragmento se proyecta en busca de sentido desde su propia ausencia de sentido. Y, nueva singularidad, este cuerpo es femenino. La voz que emite este cuerpo es la de una mujer y el deseo inscrito en esa voz se proyecta hacia otra mujer. Tenemos aquí, in nuce, un relato: la mujer que se oye hablar consigo misma es una mujer madura que ha sido abandonada por otra mujer que la amó y a la que ella también amó y acaso sigue amando; esa mujer, que vive en un piso o una casa de alguna ciudad indefinida, se dedica a la enseñanza y combina esta actividad con la de la escritura. Reflexiona constantemente sobre su propio ser y este juego especular, en vez de desnudarla ante sí misma como ella desearía, simplemente la desviste. Su búsqueda de un rostro verdadero se detiene en el momento justo en que cae la máscara sin que aún pueda reconocerse debajo ningún rostro.

Espacios y tiempos se alternan y entrecruzan para dar a la sucesión de fragmentos la impresión de un calidoscopio indescifrable. La mañana, con su vacua estereofonía de voces rotas y apagadas, con su palidez mortecina, con su nada cotidiana, se enlaza con el mediodía de poderoso e inamovible azul, con la tarde, con la caída de la luz, con la ausencia de luz que dará paso una vez más a la pálida y agrietada mañana. El libro se abre y se cierra con la imagen de un rostro próximo e indescifrable que, por ello mismo, se abre a múltiples interpretaciones: ¿es el propio rostro transformado por el sueño?, ¿es el rostro de una escritura ilegible que nos tortura con su inútil fluir?, ¿es el rostro del otro ausente?, ¿es el rostro que arrastra cansado el rastro de otro rostro? No sabemos, y sentimos, como Rubén Darío, aquel cuello del gran cisne blanco que nos interroga.

La mañana llena de vida, la sencillez y la irreflexión del despertar se oponen al peso de una luz desgastada por la lentitud y la torpeza del pensamiento. Pensar, según Roberto A. Cabrera, «es consciencia del límite», pero también es torpeza e irresolución en el acto puro del vivir. Por eso, para empezar de nuevo una nueva vida, una nueva escritura, es necesario «partir de la desnudez». Al cuerpo desnudo, en cambio, se opone el cuerpo desvestido al que antes aludimos y que parece ser el único estado accesible a nuestra condición. ¿Cómo resolver este dilema? El autor elogia la inmovilidad, insiste en el dolor como «privilegio de la naturaleza sensible» en opinión de Hegel, y hace dialogar ese dolor con los pequeños placeres de la vista, del tacto, del sueño o del olvido. El círculo parece empezar a cerrarse. La desnudez, el despojamiento, la plenitud del vacío son inaccesibles pero todo parece conducirnos a ellos.

Hablé antes del tiempo sucesivo, entremezclado y cíclico a la vez, pero no dije nada de los espacios. Y creo que es esta una de las claves del libro. La ciudad y la playa se contraponen en tanto que la primera constituye el espacio de la alienación, del vacío indeseado, de la grisura y del «afuera indescifrable», mientras que la segunda, que aparece en dos fragmentos, está dotada de la suavidad y de la humedad de una arena propicia al acercamiento de los cuerpos; es sobre todo aquí, en la playa, donde descubrimos leves pinceladas de erotismo lésbico, imperceptibles roces furtivos en los que el deseo se intensifica hasta querer hacer del cuerpo un espacio sin límites en donde el dolor responda al mismo nombre que el placer. El gran espacio del libro, sin embargo, el lugar omnipresente en que se mueve este desamparado cuerpo femenino es la casa. La casa con su cama, con su ducha, con su ventana, con su espejo, con su silla. En la cama el cuerpo se repliega en la verdad de su dolor, en la ducha se disuelve con el agua que cae, en la ventana se asoma a la ficción de lo real, en el espejo se desconoce y sufre por no alcanzar la desnudez, en la silla espera con una falsa paciencia la llegada de otro cuerpo. Espacios para el cuerpo, para una biografía del cuerpo doliente que, como los de las láminas de Egon Schiele que se evocan en el libro, se tortura en la soledad de su búsqueda y en la ausencia de la luz.

Hace siete años, cuando celebré con una breve nota crítica la aparición de Cuaderno azul, el proto-libro a partir del cual se ha desplegado durante todos estos años Disgregario, dije algo que quisiera citar ahora aquí, pues me parece aún perfectamente válido para este libro: «La fractura, la quiebra del decir (y del sentido) no son otra cosa sino el reflejo doloroso del deseo de anulación de los bordes de todo decir y de todo sentido. A través del texto habla un cuerpo herido de contingencia e insustancialidad. Un cuerpo que es la manifestación de una identidad en ruinas. El discurso (enunciado por una voz femenina) es a la vez una automutilación y una autorregeneración. Pasos de una pasión textual: flagelación, escarnio, sangre sobre el cuerpo. Pienso inevitablemente en A paixão segundo G.H., de la brasileña Clarice Lispector, y me digo: sí, la voz del dolor es femenina.» Lo que hoy, siete años después, podría añadir a esas palabras es que aquella automutilación y aquella autorregeneración se han vuelto más sutiles, se han disgregado aún más y, en la misma medida en que la palabra ha ahondado en sus propias oquedades, han disuelto los tabiques que las unían y separaban de la realidad para entrar en un reino de fantasmagoría, de huellas invisibles, de leves tactos y de tímidas voces susurradas. Este reino se llama Disgregario.

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Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (1989-1994). Fue lector de español en la Universidad de Jena (1995-1998) y en la Universidad de Leipzig (1998-2000). Dirigió entre 1993 y 1994 la revista Paradiso. Como poeta ha publicado seis libros: El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Premio Tomás Morales de poesía 2002, Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007) y Detrás de tu nombre (2009), Premio Pedro García Cabrera de poesía 2007. Un volumen titulado Le Crépitement, con prefacio de Philippe Jaccottet, recoge una selección de sus poemas traducidos al francés. También ha publicado entregas de su diario, entre las que cabe destacar La nieve, los sepulcros (2005). Ha publicado traducciones de los siguientes autores: Arthur Schopenhauer, Hermann Broch, Philippe Jaccottet, Gustave Roud, Pierre Klossowski, Jacques Ancet, Fabio Pusterla, Ramón Xirau y William Cliff. Como ensayista, ha publicado recientemente Rutas y rituales, una selección de sus ensayos escritos entre 1993 y 2003. Y, como narrador, su primer libro de relatos, Algunas de mis tumbas y un libro de prosas titulado Insolaciones, nubes. Mantiene desde hace un año el blog ‘Travesías’ (www.rafaeljosediaz.blogspot.com), en el que va publicando apuntes, relatos y textos misceláneos. En mayo de 2011 ha comenzado a publicar su novela fragmentaria Las llaves del amanecer en forma de blog: www.rafaeljosediaz.wordpress.com. Actualmente es profesor en el I.E.S. Pintor Antonio López (Tres Cantos, Madrid).