Cartas desde el río | Francisco Ramírez Viu

Publicado: 19 septiembre, 2011 en Otras narrativas

A escasos treinta kilómetros de aquí hay una laguna encajonada en las montañas. En su orilla se levanta una aldea a la que me gusta acercarme con la bicicleta. Sus casas son de arenisca roja y adobe, y en muchas de ellas hay antiguos dibujos de pájaros y flores grabados en sus fachadas de influencia toscana. Sus calles son tan estrechas que algunas están siempre en penumbra; tan húmedas, que en ellas el musgo ha crecido con entera libertad, mezclando el rojo de las piedras con un manto verde que se extiende por todos los rincones.

Pocos son los vecinos que aún viven allí de forma permanente, y durante los días más rigurosos del invierno apenas hay diez o doce casas habitadas. Son personas recias, acostumbradas desde su infancia a cavar y segar, a pastorear o a cargar leña. Siguen cuidando del ganado y de la tierra, pero ya no aran el campo con mulas, ni recorren cien kilómetros para cambiar el jamón que tenían en abundancia años atrás por el tocino que necesitaban para guisar. Tampoco se ven ya las lumbres de los pastores en las noches, desperdigadas por el campo como estrellas en la tierra. A pesar de tantas cosas perdidas, todos ellos conservan la mirada limpia y hasta un rasgo personal en su forma de hablar, en su uso del lenguaje; como si cada uno de ellos fuese un último representante de la variedad de pueblos que habitó la zona antiguamente.

A dos o tres kilómetros hacia el norte crece un frondoso bosque de hayas que confiere un carácter mágico a todo el territorio. Allí conocí a uno de aquellos vecinos, un pastor de ovejas cuyo rebaño acostumbraba a pastar en una vaguada en la linde del bosque, a la vera de un riachuelo que también yo había elegido como lugar de descanso en los días calurosos. Era un hombre de baja estatura, de pelo corto y negro, casi sin canas. Su cara, alargada y sin aristas, me recordaba a un canto rodado, a un guijarro erosionado por la insistencia del agua. Cojeaba de la pierna izquierda y nunca le vi bien afeitado. Sus ojos estaban muy hundidos en la cara, como si fuesen dos pequeños animales agazapados en sus madrigueras. Eran muy oscuros, casi negros, pero brillaban como si siempre estuviesen humedecidos.

Al principio nos saludábamos levantando la mano, simplemente dando los buenos días o las buenas tardes cuando el sol comenzaba a declinar y yo iniciaba el regreso a casa. No nos sentábamos muy lejos el uno del otro, pero necesitamos varios encuentros para intercambiar unas cuantas palabras seguidas. Su perro sólo se mostró desconfiado la primera vez que me vio, pero pronto se acostumbró a verme sentado por allí, leyendo o tumbado sobre la hierba, igual que su amo. Aquel hombre había transmitido a su perro el amor por el silencio, o tal vez había sido al revés. Tuve la impresión de que ambos soñaban mucho. No sé si llegaban a compartir el mismo sueño, pero sí es seguro que aquel bosque proporcionaba soporte y amplitud a sus pensamientos.

Creo que sus ojos contemplaban el paisaje como se mira algo cercano y querido, algo que podría describir ahora como un mutuo entendimiento. Aquel hombre se encontraba de algún modo en una relación correcta con su entorno, con las cosas que le rodeaban. Su mirada no parecía codiciar nada. Más bien reposaba sobre aquella tierra blanda como una piedra o un pájaro, como si ambos fuesen parte de una unidad sin rupturas o de una conciencia tranquila, llena de plenitud. Él me invitó a soñar en silencio con un mundo en el que cada individuo cultivaba con humildad y esmero su personalidad, en vez de abandonarla en una oscura esquina para camuflarse en el gentío de la calle; un mundo sin maltratos, sin violencia, ya que todos sus habitantes se exigían más a ellos mismos. En aquel mundo soñado no existía la violencia de la barbarie ni la de la provocación. Nadie retrocedía ante la vida, y el pensamiento se empleaba para descubrir la realidad de las cosas, no para ocultar los propios errores.

Un día el pastor y yo nos presentamos brevemente y comenzamos a hablar del entorno que nos rodeaba. Él lo conocía muy bien y a mí me interesaba conocerlo. Llevaba muchos años dedicados al pastoreo y había hecho algunos sorprendentes descubrimientos que me fue revelando poco a poco. Era zahorí –o lo había sido– y tenía localizados todos los acuíferos de la zona, incluso algunos muy profundos. Era capaz de sentir el agua a setenta o noventa metros de profundidad, sabía distinguir dónde se juntaban dos corrientes en el subsuelo, incluso sin vara, usando una simple plomada. Como buen observador de la naturaleza era capaz de distinguir los diferentes estratos geológicos y podía seguirlos durante decenas de kilómetros.

Me contó que las ovejas barruntan la lluvia con antelación y que el día antes de que llueva se mueven despacio por el campo, agarradas a la hierba, haciendo acopio de alimento. Y que las vacas corren y saltan si el día siguiente va a hacer mucho aire. Había sido pastor desde los ocho años, y desde los seis había ido a trillar en la era y llevaba en una mula la comida a los segadores. Sabía que las vacas se vuelven agresivas con el olor de la sangre y que las cabras tienen un paladar exquisito, y en primavera gustan de comer los brotes de las zarzas y las capuchas de las jaras.

Me enseñó que el té que crece en el monte sobre las rocas limpia el estómago y que las ortigas favorecen la circulación sanguínea. Gracias a sus indicaciones aprendí a distinguir la manzanilla de la magarza, a reconocer el tomillo salsero con que se aderezaban antiguamente las aceitunas en maceración. Supe de la bondad de las malvas y el orégano para los resfriados. Me habló de muchas plantas cuyas propiedades conocía por tradición o por su propia experiencia: aulagas, majuelos, cantuesos… Pero quizás su gran descubrimiento era una profunda cueva en la que aseguraba haber visto una veta de oro y los restos fósiles de un extraño lagarto volador. No tengo por qué dudar de él, aunque lo cierto es que nunca llegué a entrar en ella.

Una tarde muy calurosa yo me había entretenido en el regreso. Estuve leyendo un buen rato, apoyado en el tronco de un viejo chopo caído sobre la hierba, mientras trataba de vencer la pereza de pedalear durante hora y media de camino a casa. Él apareció con su rebaño bien entrada la tarde y se sentó a mi lado. De vez en cuando echaba un vistazo al libro que yo estaba leyendo, pero creo que apenas hablamos. Cuando comenzó a atardecer no tuve más remedio que vencer mi comodidad y decidí iniciar el regreso. Me incorporé, guardé el libro en la mochila y me acerqué a la bicicleta. Cuando me volví para despedirme, sonrió y me dijo:

-Yo busco algo que no existe.

Le dije que sí, que estaba de acuerdo y que la próxima vez que nos viésemos hablaríamos de eso si le apetecía. Asintió con la cabeza, nos saludamos como solíamos hacer, levantando brevemente la mano, y comencé a recorrer el largo camino de vuelta.

No le he visto ni he sabido nada de él desde entonces, a pesar de que ése sigue siendo uno de los lugares preferidos de mi bicicleta. Un vecino de la aldea me dijo hace poco que había caído enfermo y que había viajado a la tierra de su hermano. Vendió el rebaño y se marchó. Me ha asegurado que intentará enterarse de su dirección, y cuando lo haga me gustaría visitarle y continuar aquella conversación que apenas llegamos a iniciar. Intuyo que ambos contemplábamos el paisaje como un ser completo, íntegro; como algo que proporciona seguridad y recogimiento. Y seguramente eso era lo que nos unía. A pesar de que ambos buscábamos algo que no existe, me gustaría decirle que también yo sigo contemplando con emoción la integridad de este paisaje que nunca está en venta; y que esa misma integridad será la tuya. Y éste es el tesoro más preciado que tengo. También me gustaría verle para decirle eso, si a ti no te importa.

NOTA: Este texto es un fragmento de Cartas desde el río, el último libro de Francisco Ramírez Viu, cuya publicación está prevista para noviembre de este mismo año.

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Francisco Ramírez Viu nació en Las Palmas de Gran Canaria en 1968 y realizó sus estudios universitarios en Madrid, donde se licenció con Grado en Ciencias Geológicas (además de cursar asignaturas de Ciencias Matemáticas y Filosofía). Perteneció a la Red de Arte Joven de esa Comunidad Autónoma (como poeta y cantautor), trabajó en el ámbito del periodismo y de la gestión cultural (Fundación Albéniz, Hispania Nostra…) y más tarde en el de la docencia universitaria, enseñando “creatividad literaria” en la Facultad de Filología de la ULPGC. Ha publicado novela, poesía y ensayo; ha recibido diversos premios (“Francisco Umbral” de novela, “Gran Canaria” de Literatura) y compagina su labor literaria con la pintura, la música y el guión cinematográfico. En 2008 fundó ciudArte, un espacio de formación para escritores inspirado en el concepto de “razón poética” de María Zambrano. Su vida discurre actualmente entre una aldea al norte de la provincia de Guadalajara y un pequeño pueblo costero en la isla de Fuerteventura. Puede obtenerse más información sobre el autor y su obra en www.ciudarte.es.

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