Luftwaffe y Pajarito | Francisco León

Publicado: 15 septiembre, 2011 en Relatos

Si bien ya había avistado un par de veces a tan insólito ejemplar arrastrando sus zapatones por los pasillos de la Universidad, entre los cientos de estudiantes vulgares que se iniciaban aquel curso en las fragosidades del español ―«¡allá vosotros!» (Mateo 27:24)―, Pajarito, o Severo, y un servidor nos conocimos officiellement poco después en la buhardilla alquilada del chiflado Bastida, en La Orácula, como denominaba toda la muy beoda troupe franco-hispana a aquella covacha levantada sobre las neblinas y las grises azoteas y torreones retorcidos de la Place de Strasbourg. Dichos «avistamientos» me permitieron ensayar una primera representación de Severo, precaria si tenemos en cuenta lo que vendría después, y tuvieron lugar bajo las lámparas fluorescentes, alargadas y densas, de los pasillos mortecinos de la Faculté, y con ello, señor mío, hago referencia aquí a ese tipo de irradiación parpadeante y glacial bajo cuyo halo de clínica para desahuciados los rostros, como en los daguerrotipos antiguos, se tornan desabridos y grotescos, y los pómulos sobresalen de la cara como dos roquedos, en el caso de Severo, o Pajarito, recubiertos de cráteres, vejigas y ronchas deformantes. Los cuévanos de los ojos, asimismo, se ahondan y oscurecen con patetismo, y los labios, casi tísicos, se descuelgan de sus mandíbulas constituyendo una caricatura marcada por una aflicción abstracta y repugnante. Una caricatura, si me permite señalarlo, a lo George Grosz. Pues bien, bajo esa iluminación particular, digo, y a partir de ese momento, consideré a Pajarito, o Severo, como una extraña especie de viejo prematuro con orejas de jabalí, nariz de nabo, un tanto cabezudo y de brazotes desproporcionados. Sin duda puede que le parezca a usted superfluo, y aun enojoso, debido a tanta fritanga literaria, este retrato identitario de Severo, o de Pajarito. No obstante, querido amigo, se debaten aquí precisamente su identidad y su origen, cuestiones no del todo baladíes y que cualquier retrato que merezca tal nombre debe tener en cuenta si se desea trasladar al lector los trasuntos fundamentales que constituyen la actualidad de un individuo, su vida presente, en román paladino, ya sea este un hombre o una cabra. Pero volvamos a nuestro segundo encuentro. Recuerdo bien la escena de aquella noche. Entre el navegar tintineante de bandejas cargadas de copas, cócteles y viandas diversas de La Orácula ―en fin, en medio de la jarana correspondiente, ya me entiende: risas de muchachas libertinas, discos que giraban en un aparato viejo, la guitarra de Bastida y su propalación de tangos interruptus, los gritos en el cuarto de baño, las idas y venidas entre la cocina y la terraza para encender los cigarros y fumar a la romántica en medio del aguacero―, en medio de toda la parafernalia, Pajarito, o Severo, en su marcial español de gendarmería, se me presentó varias veces, sin dejar de engullir todos los canapés que le salían al paso, arenques ahumados, moules en salsa de curry ardiente, copitas de sidra, sándwiches recubiertos con caviar barato, y todo eso tratando al mismo tiempo de mantener replegados los párpados y cerrada la quijada inferior de su rostro. He aquí un dato peculiar: una de esas quijadas prominentes, hijas de la contrahechura congénita o bien herencia arcádica de aquellos seres mitad hombres mitad monstruos, que dejan en los individuos modernos que las  padecen los patéticos dientes inferiores al descubierto, como en los jabalíes. Hice lo propio: saludé con un apretón de manos otras tantas veces y creo que, aun así, no se aprendió mi nombre hasta nuestro quinto o sexto viaje a Quimper. Después de comer los quesos, que los franchutes dejan para el final con el propósito de atemperar los efectos del alcohol, Severo ―llamémoslo solo Severo― sacó de su mochila una botella de ron venezolano obsequio de un tío pamplonica transterrado a aquellas latitudes a consecuencia de no sé qué litigio con la ley. Como era de esperar ―aunque, naturalmente, señor mío, eso lo supe mucho después―, esa noche Severo nos mintió sobre su origen. Aseguraba ser por una parte de educación marsellesa, pero de ese tipo de educación callejera vociferante y gesto truhanesco, y, de otra, poseer en las venas la sangre de patriarcas vascos forjadores de las fraguas ancestrales. Nos mintió, de todas maneras, o se mintió, o me mintió, o simplemente acrecentó las neblinas en que se forja el mito. Adelanto este particular, amigo mío, porque un tiempo después llegaría a mis oídos la información de que también Bastida había trabado conocimiento de su biografía, dándola desde el principio por buena, cosa increíble en un nihilista recalcitrante como Bastida, lo que de alguna forma venía a explicar el afecto paternal exagerado que había llegado a profesar Bastida por Severo, o Pajarito. ¿Cómo era posible? Bastida embaucado por la verborrea trafullera de aquel montaraz de tomo y lomo, iletrado, rústico de pezuñas a cornamenta, que, sin embargo ―¡voilà!―, había logrado arrogarse mediante artes más que dudosas uno de los puestos más codiciados del departamento de español. ¿Qué puedo decir, amigo mío? En mi caso, cuando escuché la historia y todos sus extremos por boca de Leticia Marec, me partí de la risa. Quiero decir, que la di por mala, por inverosímil y, especialmente, por fanática; porque entonces yo suponía que el fanatismo, ese exagerado crédito que dan los galos a su «palabra de honor», era la quintaesencia de su rancia credulidad cartesiana. Pero, si me permite, prosigamos. Desde los ventanales de mi clase, en el tercer piso, lograba dominar de un vistazo el vasto patio estalinista de la Facultad y la larga fila de las cristaleras del comedor universitario y también la cafetería aneja, ambos espacios igual de vastos y pestilentes, aunque menos gélidos que el patio, y mucho más malolientes, tras las cuales se aposentaban las chicas bretonas para echar las veladas y fumar café, como si dijéramos. Todos los días, menos los miércoles, Severo ―o Pajarito― cruzaba aquella plazuela tan desangelada como una Siberia de cemento gris dejando sus largas huellas patizambas sobre la escarcha incomprensible. Porque no hay nada más desolador que las huellas de un hombre dejadas sobre el relente, pues están prontas a derretirse y perder su sello distintivo tras el tránsito ―mil perdones― ontológico. Enseguida las huellas del ser se derriten con el mínimo ánimo de la luz, se difuminan y con ellas toda señal de vida, de historia. No enarbolo aquí el estilo filosófico del narrador por petulancia vana, sino porque, si lo piensa usted ―y sin duda lo pensará al final de estos papeles―, la visión de un hombre, de nuestro Pajarito, para ser exactos, cruzando un patio insondable dentro de su gabardina gris marengo, sobre una sutil, efímera película de escarcha concuerda con la metáfora del ser errante que era en lo más íntimo. Tal vez, lo único que de ninguna manera encaja en esta imagen trascendental es la existencia paralela, es decir, pedestre, oculta precisamente bajo su gabardina, de su, digamos, excusez-moi, mítico miembro. Sin duda, como habrá sospechado ya, su objetivo no era otro que las piernas larguiruchas que las alumnas dejaban a la vista entre el plisado de sus minifaldas. No lo culpo, como usted comprenderá, por muy poco ontológica que parezca la verdad. De hecho aquella colección de zancas pecosas de color zanahoria, cuya piel, si se observaba con detenimiento, se volvía más translúcida y sonrosada hacia la entrepierna ―hasta el punto, si me permite la digresión, de transparentar el color azul de las venillas que irrigan las raíces sagradas del Monte de la Diosa―, era el único entretenimiento voluptuoso de que disponíamos durante los duros meses invernales de la región. Pajarito o Severo, lo mismo que Bastida o cualquier otro, no hagamos remilgadas distinciones a esta altura de la historia. Me dilato en estos detalles, estimado señor, que diríanse sin importancia, con la intención de explicar aquí un tanto imprecisamente la manera en que, desde ese momento, desde mi atalaya de voyeur, empecé a desarrollar hacia Severo, o Pajarito, un aprecio del todo incomprensible, incluso del todo intolerable, un aprecio, definitiva, que me ponía del lado de sus iniciados creyentes. Se puede decir, entonces, que nuestra amistad tuvo su origen en las mismas entretelas, en las mismas entrepiernas color zanahoria. Y no se trata de un juego de palabras, querido amigo, como se verá algo más adelante. Un poco después de comenzar el curso, me destinaron los miércoles a la Facultad de Quimper, a unos cien quilómetros de la Université de Bretagne Occidentale. La fortuna quiso que fuera Pajarito, o Severo, el otro maître de conference propuesto por el departamento para enseñar en Quimper. Y puesto que ya habíamos brindado con los alcoholes de la amistad en La Orácula y, además, sin él tener noticia, claro, merced a mis voyerismos deleznables desde el ventanal de mi clase, Severo y servidor éramos íntimos en dicho arte y compartíamos las mismas visiones fascinantes, pues lo arreglamos enseguida para desplazarnos en su coche y sufragar a medias los gastos de la gasolina. A aquellos desplazamientos, de una hora y cuarto de duración a través de los cortinajes densos de la lluvia por las solitarias carreteras bretonas, flanqueadas por humedales y malezas, los denominé «sesiones severas de oratoria», con gran regocijo de Bastida, que se deshacía en risotadas cuando los sábados, luego de nuestros esparcimientos futbolísticos, le describía con detalle los tremendos disparates que el Pajarito Perdido me desgranaba de camino a la ciudad de Quimper. Historias sin pies ni cabeza, situadas más allá de cualquier tiempo posible, como las que inventaría un niño huérfano con voz de trueno. Sesiones lamentables, si se me permite la expresión, en las que un profesor de español, es decir, Severo, disimulaba ante su colega, id est, servidor, la ignominia de no haberse leído jamás una maldita novela de Llosa, un poema de Juarroz o dos miserables líneas de Steinbeck. No entro, querido señor, porque no vale la pena expresar aquí mis sentimientos al respecto, en la aflicción que causaba en mí la vergüenza ajena, ese colmo del pecado que nos infligen los otros. En definitiva, me decía para mis adentros, ¿de dónde diantre había salido Severo? ¿De qué manera la comunidad intelectual universitaria había llegado a permitir tamaño demérito colectivo? El instinto de clase me llevó a no presumir en público de mi amistad con aquel indocumentado de tan altos vuelos. Nuevamente me desvío del tema, estimado amigo. Quisiera aclarar en este punto que Pajarito Perdido era el nombre en clave que Marec y yo le pusimos a Severo en nuestra primera noche de pasión. Es obvio que el interfecto nos hubiera cortado el gaznate de haberse enterado de que precisamente ―y se verá enseguida el porqué― Marec y yo le dedicábamos nuestras más sentidas conspiraciones, ¡y, Dios santo, desde una cama! Como usted ya habrá imaginado, la historia real, o la historia que contra todo pronóstico el común consideraba real, se entiende, me la contó la propia Marec. La propia Leticia Marec que usted conoció, piernas larguiruchas, un tanto huesudas en las pantorrillas y tobillos, sonrosadas hacia la entrepierna y estratégicamente mostradas tras las vidrieras del comedor universitario entre el tableteo de sus enaguas. Usted ya me entiende. Leticia Marec en persona, primero mi alumna y más tarde mi amante durante todo aquel curso gélido y disparatado. «¿De qué conoces tú a Severo?», me preguntó desde su lado de mi cama una tarde de tormenta y lluvia que podía ser en realidad una tarde cualquiera de la Bretaña. Hasta el momento mi vergüenza ajena por Pajarito había quedado emparedada en los castillos interiores de una amistad secreta. Pero a decir verdad, ¿acaso no todos los profesores mantenían una decorosa amistad oculta con aquel espécimen? De nada valía simular la típica ignominia afrenta en la intimidad del placer. Conque cedí y pasé a referirle a Marec la naturaleza dionisíaca de nuestros encuentros en La Orácula de la Place de Strassburg, la vigilancia voyeurista a que sometía yo sus huellas de orejudo rijoso a través del patio tout les jours. Y de postre, île flotant a la deriva de las horas perdidas: la existencia una vez a la semana de las sesiones severas y sus poco creíbles dislates biográficos. «Pues yo lo conozco bien», respondió con el mohín al uso de las ex amantes desairadas. ¡Y cuán bien lo conocía, desde luego! La señorita Marec, de entrepierna color zanahoria, se había acostado con Pajarito a principios del curso pasado, nada más llegar a sus oídos el eco de las dimensiones atributivas del profesor presumiblemente marsellés. «Varias veces la primera semana», añadió cruzando los brazos como una niña malcriada, si bien con escaso éxito la segunda, porque ―y es en este punto preciso, amigo mío, donde la historia de Pajarito, o Severo, se despliega y engrandece hasta alcanzar, ahora sí, las proporciones de la monstruosidad mítica― el affaire se había ido al cuerno a las primeras de cambio, a consecuencia de que nada menos que Nicole Baumann ―a quien también todo el mundo universitario denominaba Luftwaffe―, una franco-alemana de París o una germano-francesa de Berlín, según se desee, profesora lindísima de literatura española que había recalado en la UBO por un tiempo, le aclaró un día a la señorita Marec que, o dejaba ipso facto a su novio y su retranca proverbial, o la estrangularía con una media, luego de lo cual la arrojaría en una bolsa a la vasta ensenada de Brest. Durante varios días Leticia arrastró humillada su paño de lágrimas por las aulas. Mientras tanto la Baumann aprovechó la zozobra de su enemiga, menos agraciada, tal vez, pero más joven, y, por lo tanto, más peligrosa que unas serpiente pitón, para arramblar con Pajarito y llevárselo una semana a visitar el gélido pedrusco del Mont San Michel, lejos de los reptiles que lo rondaban. Como habrá podido observar, a lo largo de esta recensión he tratado de sortear por todos los medios el embarazoso asunto de la virilidad de Severo, o de Pajarito. La primera persona que me había dado noticia sobre la existencia de este rumor fue Bastida, que a su vez, dolorido él mismo en su moral íntima, ya me entiende, al imaginar tamaña cifra en centímetros, tuvo que escucharlo de un alumno desconsolado, un tal Gilles, cuya boquiabierta novia ―permítame―, mediante el uso y la experiencia directa, se entiende, hizo una detenida descripción del «objeto» a que ahora aludimos, trufada de admiraciones y reverencias. Como un reguero de fuego por las dependencias de la Université, el rumor de aquellos enhiestos centímetros extraordinarios atravesó paredes, corrió por cañerías, tintineó en las tazas de café, traspasó despachos y aularios, transitó por las menesterosas salas de las bibliotecas y finalmente estalló en los temblorosos toilettes de las alumnas de letras. Ya puede usted hacerse cargo del resto: críe fama… Posteriormente, al regreso de sus vacaciones forzosas, todas las veces que encontraba a Marec ojerosa en algún pasillo o consternada en el bar de la Facultad, Severo se encogía de hombros, abría con fuerza sus ojos saltones y propalaba toda clase de bufidos caprinos por su aleteante nariz, perlada de sudor y asaetada de cerdas, cosa lógica según su naturaleza montañesa. Comprenda usted la situación, amigo mío. ¿Qué podía ella, chicuela de segundo de carrera, frente a la afamada profesora parisina, teutona de sangre, yegua de rubicunda cabellera deseada por todo varón viviente de la UBO, incluido el impávido nihilista Bastida? «¡Rien!». Luego del luto amoroso, que duró bien mirado sólo unas cuantas horas conscientes, Marec ató cabos. Que ella, pelirroja hasta las entretelas de Venus y pequeña como una amazona gala, cayera fascinada víctima de aquel silvano cerrero, era una cosa, se dijo, pero otra bien diferente era que la Luftwaffe en persona, una auténtica valquiria, una diosa dorada inasequible para los mortales, se rindiera en amores a aquel casi homúnculo, a aquel casi golem que rozaba la contrahechura. Todo un misterio, como usted mismo ha dicho en no pocas ocasiones. Para desentrañar aquel enigma del eros, no se le ocurrió otra idea más absurda a nuestra querida Marec que llamar a Nicole Baumann e invitarla a un café frappé en la cafetería-librería Studio de la Rue Siam, ese establecimiento en el que justamente usted y yo nos conocimos, y que tal vez continúe en pie. Por teléfono, Leticia le notó la voz gimiente y ―mujer, a pesar de pelirroja y feúcha― sonrió alevosa. Algo iba a sacar en claro, después de todo, pensó. Era uno de esos días, como ya usted supondrá, pues vivió en el lugar, típicamente brestois en la ventosa avenida Rue Siam. Llovía, como siempre. De los soportales de las casas, mal pintadas de gris, azul marino o rojo desvaído, chorreaban los hilillos de un agua asquerosa y repulsiva que circulaban pared abajo sembrando por donde pasaba un madreporario de musgos verdinegros. Se vio obligada a esquivar por la acera la insistencia de varios borrachos profesionales, pero Nicole Baumann, a pesar de los piropos virulentos de que fue víctima, acudió a la cita con puntualidad gamada, vestida a la vez de profesora implacable, dama de rango superior y madre afectuosa. Es decir, en este orden, con astracán, botas de caña y boina de lana. No era para menos, dijo Leticia, pues la novia del aludido se disponía a contarle la historia más rocambolesca que había oído en su vida. Y fue de ese modo, amigo mío, viendo nevar desde mi apartamento, fumando y oyendo el placentero traqueteo de la rueca narrativa de Leticia como llegó a mí el resto de la historia. Aquel día, en los instantes finales de la cita en la librería-cafetería Studio de la Rue Siam, dijo Marec, la Luftwaffe sentenció con una máxima inolvidable: «¡Yo le di forma, yo lo hice, yo creé de la nada a Severo, y por lo tanto me pertenece, es mío!» Y llevaba razón Baumann. Ahora, señor mío, le ruego que haga un esfuerzo más y, dejando aparte los errores y banalidades que en mi narración pudiera cometer, trate de comprender cuanto pienso referirle a continuación y considere la naturaleza sobrenatural, si puede llamarse así, de todo este asunto. Empecemos por alguna parte. A principios del invierno de 1999, Nicole Baumann, recién licenciada en Letras y de regreso de unas vacaciones españolas durante las que había conocido a un marsellés afincado en Pamplona, cruza en su coche una región boscosa indeterminada entre Burdeos y París. Usted conoce bien esa comarca de Francia, plagada aquí y allá de frondas empapadas con la sangre de antiguas contiendas militares. Una región de mitos olvidados desde tiempos arcaicos y que, a menudo, sin que el mundo en el que usted y yo mismo vivimos llegue a tener consciencia de ello, se cruza y se mezcla al azar con el presente. Prosigamos y dejemos posibles explicaciones para otra ocasión. Baumann regresa llorando bajo la niebla, como no podía ser de otra manera. Iba conduciendo absorta en sus pesares de turista burlada por el Don Juan español al uso cuando, de pronto, algo como un pájaro de tamaño medio se cruza en su camino y es golpeado por el parabrisas. La aparición súbita del «pájaro», del todo transitoria en la narración indirecta de Marec, contada por Baumann, determinó, como ya imagina, querido señor, que en mi cabeza Severo no se llamara Severo, sino Pajarito. El apelativo de Perdido se deduce de lo que viene a continuación. Veamos. Un golpe fugaz en el parabrisas. Todo resulta vertiginoso y nítido y, al mismo tiempo, todo es lento e impreciso, dijo Marec que dijo Nicole imitando claramente a Borges, a quien Luftwaffe había dedicado su tesis doctoral de tres años. Por un instante, la joven Baumann cree ver no exactamente lo que se dice un pájaro, como determinó su impresión primera y más subconsciente, sino más bien un gran búho blanco o incluso un cabrito de escasas dimensiones. Había sido imposible determinarlo, aunque poco a poco su memoria fotográfica se  inclinaba por esto último. El sonido del porrazo había sido seco, y durante unos segundos Luftwaffe vaciló entre frenar o continuar la marcha, huir del aquel instante, de aquella imperfección en el tiempo. Las nieblas pantanosas del lugar la aterrorizaban, pero al final decidió detenerse. Creo que los detalles de este trance, pintados de todos modos a vuela pluma, no le parecerán del todo gratuitos, señor mío. Prosigo, pues. Se apea y examina el asfalto, rastrea los dibujos variables que flotan en la niebla. Como no halla traza alguna, da un paseo en busca del animal atropellado. Y lo que halla al fin sobre las brozas de la cuneta le hiela la sangre. Un dolor intenso, como la punzada de una bayoneta, le atraviesa las sienes. Ante ella aparece el cuerpo de un hombre, de un muchacho, más bien. Incluso de un niño un tanto corpulento. Aunque avezadas a las visitas de afamados escritores y poetas, las paredes y estanterías y libros y mesas y lamparillas, y etcétera, de la librería-cafetería Studio de la Rue Siam jamás habían sido testigos de tan prodigiosas palabras, de tan extraordinaria historia, de tan elevada fábula. Media hora permaneció Nicole Baumann, dijo Leticia que afirmaba Luftwaffe, paralizada de miedo frente a aquel cuerpo turbador, mirándolo, observándolo en sus pormenores semihumanos y a la vez tratando de recordar el nombre en alemán de lo que tenía ante sí. Y de pronto, y se sintió casi avergonzada por ello, le vino a la cabeza un lejano día de viaje a Grecia en compañía de sus padres, siendo aún una delicada ninfa. De allí regresó, a pesar de la magnificencia del sol y de las Cícladas, con una sola imagen grabada en su mente. Una imagen a la que años más tarde pondría nombre: la escultura del dios Pan itifálico fornicando con una cabra descubierta en las excavaciones de Herculano. Los dos mundos, el invisible y el visible; las dos realidades, la sobrenatural y la prosaica; los dos orbes se cruzaron un instante en su mente y pronunció al fin la palabra que, en cierto modo, no deseaba oír: «¡Faun!» Luftwaffe no logró explicarle a Marec, ni a sí misma, cómo logró arrastrar dentro del coche aquel cuerpo inerte de piel blanca, algo velluda y empapada de sudor, con raicillas adheridas aquí y allá, y briznas pegadas en los muslos, y minúsculas lombrices ya muertas enredadas en los pelos de la espalda. Pero se sobrepuso a todo aquello y lo hizo. Ya dentro del coche, limpió con un pañuelito el hilo de sangre oscura que le resbala por la sien. A partir de ahí, Baumann comienza una peregrinación desesperada en busca de un dispensario rural, un puesto de gendarmería o algo parecido. Pero lo cierto, si es que algo hay de cierto en todo esto, es que Baumann nunca se detuvo ni en hospitales ni en médicos ni en las pocas casas fugaces que halló con las ventanas iluminadas en medio del camino. Simplemente siguió y siguió sin pensar, siguió adelante hasta entrar en París al caer la noche. Se internó por el viejo Marais, donde vivía entonces, entró en el garaje de su edificio, arrastró otra vez sin saber cómo el cuerpo hasta el ascensor y se encerró en su apartamento. Se había enamorado perdidamente, como una loca, de aquel ser de los bosques, de aquel muchacho desconocido, sin memoria, impreciso. A usted, estimado señor, ducho en historia y mitología y en toda clase de dislates, le podrá parecer una peripecia por completo estúpida, una necedad. En efecto, ¿cómo aceptarlo? Sin embargo, lo que usted considera necedad, o enfermedad, para Baumann era Severo y era simple: se había enamorado de un fauno. Para otros, y me incluyo, aquel Severo no era más que un vagabundo, un clochard, que tuvo la suerte un día de ser atropellado por una de las mujeres más hermosas de que se tiene noticia en la genealogía docente de la vieja Faculté de Brest. Cuando días después recobró el conocimiento y preguntó quién era y dónde se encontraba, Pajarito oiría por primera vez la historia de su vida, es decir, la que sería ya la historia de su vida a partir de ese día y que sólo era una verdad a medias, «al fin y al cabo como todas las vidas y todas las verdades», me dijo Marec que le dijo Nicole. Y no otra cosa, estimado amigo, es cuanto puedo ofrecerle de Severo o, para nosotros, Pajarito, y de su protectora o carcelera Luftwaffe, según se mire. Al término del curso, mi romance silvestre con Marec ya estaba más que finiquitado; tal vez a consecuencia del trauma freudiano que me sobrevino después de escuchar la narración, y sus eximias particularidades, de Luftwaffe y Pajarito. La verdad es que nuestros encuentros amatorios en la maison Gueguen se habían ido difuminando poco a poco como bocanadas de humo de un cigarro que es apurado hasta las últimas consecuencias. En fin, las primeras luces del verano francés, gris y apático, hicieron el resto. A Bastida y a mí nos entraron de pronto los deseos irresistibles de agitar las alas y volar del nido. Abandonamos Brest casi en secreto y para siempre, y allá en su despacho de profesor inútil y huraño quedó Severo, tecleando una máquina encasquillada y rellenando fichas inservibles. Su última mirada fue horrible, mezcla de rabia y desgracia. Sentí gran pena por él, desde luego, y le prometimos que algún día regresaríamos para organizar de nuevo una de nuestras juergas en la buhardilla destartalada de la Place de Strasbourg. Mentimos, por supuesto. La verdad es que no regresamos a Brest ni volvimos a saber nada de ellos.

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Francisco León (Canarias, 1970) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (Tenerife, Canarias). Ha publicado los siguientes libros: Cartografía (Calima, 1999), Ocho pajazzadas para Salomé (CM de MC, 1999), Tiempo entero (Calima, 2002), Ábaco (Artemisa, 2005), Terraria (La Garúa, 2006), libro de prosas con el que obtuvo el I Premio Internacional de Poesía Màrius Sampere, Dos mundos (Huerga y Fierro, 2007) y la novela Carta para una señorita griega (Artemisa Ediciones, 2008). Se encuentra en prensa su libro Aspectos de una revelación, con el que ha obtenido recientemente el Premio de Poesía Pedro García Caberera 2010.

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