No puede hacer eso, dilecta directora general. Le ruego que no me amenace. Deje ese instrumento en su sitio. No lo haga o no tendré más remedio que denunciarla a la autoridad competente. El acoso laboral está castigado con leyes muy severas, ya no estamos en los tiempos dela Revoluciónde las Tijeras. Yo estoy trabajando en su empresa porque pasé la selección limpiamente, mis méritos académicos están a la vista. Y ni qué decirle tengo de mi experiencia profesional y de las recomendaciones que adjunté en mi currículo para la selección que tuvo a bien organizar su empresa, aunque ahora me doy cuenta de que sólo era una tapadera para seleccionar al macho más imponente y servil. Llevo más de diez años trabajando en el ramo, como habrá comprobado en su momento, y durante ese tiempo desempeñé siempre puestos de singular importancia. Es cierto que mis anteriores jefes eran todos hombres, algo poco frecuente en el sistema empresarial actual —todavía quedan vivos los rescoldos dela Revoluciónde las Tijeras—, pero parece ser que, poco a poco, esta sociedad está recuperando ese equilibrio de género que una vez existió en tiempos de nuestros tatarabuelos. No se crea, dilecta directora general, que no estoy al tanto de la reciente historia de nuestro país y del mundo.
En su momento, muchos machos nos tuvimos que manifestar públicamente para reivindicar no sólo nuestros derechos laborales, sino también en pro de nuestra dignidad como personas. Muchos machos perecieron en la búsqueda de esos derechos mínimos que debe tener todo ser humano —hombres y mujeres sin diferencia— y fueron confinados en celdas oscuras y posteriormente ajusticiados con la salvaje pena de muerte por levantarse contra el déspota sistema femenino. Atrás quedaron numerosos cadáveres, innumerables mártires de nuestra causa que deberían hacerla, cuando menos, enrojecer de vergüenza. Es verdad que los primeros movimientos machistas surgieron como incipientes reivindicaciones sindicales: sueldos y horarios a la altura de las mujeres, condiciones de trabajo más dignas, más días de vacaciones para poder recuperarnos del estrés laboral. Pero luego, las reivindicaciones se ampliaron a nuestro entorno familiar y social: los hombres exigimos más tiempo para nosotros, muchos querían dedicar ese tiempo al estudio, a desarrollar alguna tosca afición o simplemente para descansar de sus obligaciones sexuales. ¿O acaso cree usted que se puede rendir en la cama con plenas garantías después de doce horas de trabajo extenuante y de esa degradación moral a que estábamos sometidos por las mujeres en nuestros empleos? En aquellos lejanos tiempos de la Revolución de las Tijeras —que usted se obstina ahora en rememorar con su comportamiento soez y malintencionado—, cuando los hombres llegaban a casa debían satisfacer sexualmente a sus mujeres durante las tres horas diarias estipuladas por aquella famosa y discriminatoria Ley de Complacencia que fue aprobada unánimemente por las principales potencias mundiales dirigidas en aquella época por amazónicas mujeres que tan flaco favor hicieron a la dignidad del macho humano (y perdone por el uso del vocablo, aunque veo que se le saltan los ojos cada vez que nombro esta palabra que, para los hombres, ha sido motivo de innumerables sinsabores). Las mujeres no se conformaban sólo con arrimarse a los hombres con fines procreadores, para refrendar el matriarcado, sino que exigían por ley su dosis diaria de placer. Las drogas por entonces habían sido erradicadas de la faz de la tierra y el sexo era el máximo instrumento para conseguir el placer. Sin embargo, esa represión sexual hacia los hombres y ese dirigismo de lo erótico por parte de las mujeres provocó (desgraciadamente) que surgiera un mercado negro de estupefacientes para surtir al macho sometido, al esclavo sexual, en aras de que desempeñara sus obligaciones con garantías de éxito y no convertirse en el hazmerreír de todas las mujeres de su entorno, cuando no encarcelado y multado por incumplimiento de obligaciones. Usted no sabe, porque nunca lo ha vivido, dilecta directora general, cómo se siente una persona cuando es señalada por la calle y es foco de las risas y de las chanzas de un hatajo de ninfas viciosas porque no has sabido llevarlas hasta el orgasmo o porque no se te puso lo suficientemente dura para encularlas; un vicio tercermundista, la sodomía, que se fue extendiendo cada vez más entre los países desarrollados y que ya ha sido erradicado, a Dios gracias, después de tanto tiempo. En aquella época existían las Escuelas de Capacitación Sexual para Machos, en las que el macho humano —qué asco me da utilizar este vocablo, pero lo hago sólo por razones históricas— entraba durante la adolescencia para cumplir sus tres años de Capacitación Sexual Obligatoria. ¿Que no lo sabía? Cómo se ve que a usted no le exigieron lo que tenían que exigirle para montar su empresa. Cómo se nota que usted nunca tuvo que romperse la crisma estudiando —como numerosos hombres y algunas mujeres que no han tenido la suerte de usted— para acceder a un puesto de trabajo digno y de cierta consideración social. Usted, dilecta directora general, es otra de esas tantas mujeres, hijas de mamá, que desgraciadamente quedan todavía en el mundo, una de esas enchufadas que han sobrevivido a aquel negro episodio de la Revolución de las Tijeras y que ha continuado la tradición empresarial de su matriarcado. Me juego lo que sea —incluso mi dignidad de hombre con plenos derechos— a que ni siquiera terminó el Grado Elemental. No me extraña nada que no sepa de lo que le estoy hablando. Usted no tiene ni puta idea de nada, el conocimiento para usted no existe, los libros para usted no superan la categoría de mobiliario. De lo único que entiende usted, dilecta directora general, es del sucio dinero que amasa miserablemente a costa de la dignidad de los demás, pero especialmente de los hombres. Usted es de esas que siguen llamando macho al hombre —sí, ya veo cómo se encienden sus pupilas cada vez que pronuncio este falaz vocablo—, una palabra cuyas acepciones se han mantenido en el diccionario sólo para designar a ciertas especies, no todas, de animales no racionales. Pues, como le iba diciendo, dilecta directora general, en aquellos fatídicos tiempos posteriores a la Revolución de las Tijeras, los hombres debían ingresar por obligación en esos centros a los que se les dio el denigrante nombre de Escuelas de Capacitación Sexual para Machos. Allí —y se lo resumo brevemente, pues veo que no tiene ni puta idea de nuestra historia más reciente, o acaso se quiere hacer la loca, dilecta directora general— los jóvenes eran adiestrados en el aberrante procedimiento de satisfacer sexualmente a las mujeres de acuerdo con una idea de la sexualidad degradante y meramente ociosa. Aquellas escuelas estaban dirigidas por mujeres (como no iba a ser menos) que enseñaban a los jóvenes imberbes diversas técnicas amatorias con el único objetivo de que las hembras consiguieran, al fin, esa plenitud sexual que durante milenios nunca llegaron a alcanzar, salvo contados casos de algunos machos históricos que se destacaron —y ése es su único mérito— por su valía como amantes. No voy a extenderme en qué tipo de técnicas eran aquellas que tanta atención hacia mi persona —y fíjese que digo “hacia mi persona”, algo absolutamente increíble en esta empresa suya— le han provocado de repente a usted, dilecta directora general; pero sepa que estoy al tanto de ellas, cosa que me convierten, aparte de en hombre trabajador y cabal, en el amante perfecto, aunque dudo que ni usted, dilecta directora general, ni ninguna de sus salidas subalternas llegarán a probar nunca estas delicias del juego amatorio. Al menos de mi parte. Ustedes lo que buscan es un vulgar macho que las folle, por detrás o por delante —eso a ustedes, ninfas descarriadas, les da absolutamente igual—, pero yo no estoy dispuesto a picar ese ignominioso anzuelo simplemente por echar un polvo —y créame que me hace buena falta— y liberar el estrés tan grande a que soy sometido en esta empresa. Mis técnicas y cualidades como amante me las reservo para una mujer que realmente me ame y me quiera por mi forma de ser, por mi integridad intelectual y mi capacidad para el trabajo; cosa que ustedes, dilecta directora general, parecen no haber captado aún en su totalidad. Así que a aguantarse y a joder con otro, porque a mí no me va a joder ninguna de las harpías adictas al sexo que diariamente me acosan como a una presa fácil en esta montaraz oficina en que trabajo con denuedo ocho horas diarias. A Dios gracias, hemos superado aquella etapa de explotación laboral (doce horas) posterior ala Revolución de las Tijeras. Están ustedes muy equivocadas si se piensan que voy a caer tan fácilmente en sus rijosas redes de pescadoras furtivas.
Insisto en que usted desconoce muchas cosas de nuestro pasado más reciente, dilecta directora general. Pero sepa usted que el estudio dela Historiaes muy importante, quela Historiaes la principal maestra de la vida y que esta frase es precisamente de un hombre que existió muchos siglos antes de la Revolución de las Tijeras. ¿Que no sabe usted a qué me refiero cuando cito la dichosa Revolución de las Tijeras? No creo que sea este el momento oportuno para hablar de aquel desafortunado y humillante episodio de la historia universal del pasado siglo XXI. Si no le importa, me gustaría seguir hablando de mis derechos laborales y, sobre todo, personales, que usted se aventura irreflexivamente a saltarse a la torera porque se cree miembro de un matriarcado antañón y desfasado que ya no tiene cabida en esta nueva sociedad igualitaria. Le ruego, por favor, que aparte ese instrumento de mi cara y me deje continuar.
Mi situación en esta empresa no puede seguir por el camino que va y estoy dispuesto a presentar mi dimisión (aparte las consabidas denuncias), aunque eso suponga renunciar a los beneficios de un suculento contrato y la pérdida de unos sustanciosos emolumentos —que, por cierto, todavía estoy esperando que me paguen— por mi dedicación exclusiva a esta empresa. Sepa usted, dilecta directora general, que he renunciado a otras iniciativas laborales personales por entregarme ciegamente a esta empresa suya, en la que yo deposité tantas esperanzas de progresión laboral y social, pues no fui ajeno en el momento de mi oposición al puesto que ahora ocupo de que la suya era una empresa de gran raigambre y estima internacional. Sin embargo, no me va a quedar más remedio que tomar esa fatídica decisión que supone siempre la dimisión —tampoco soy ajeno a que las consecuencias de mi denuncia a la autoridad competente me terminará granjeando, después de fatigosos pleitos, otros réditos no menos jugosos—, porque estoy siendo objeto del más denigrante acoso por parte de mis compañeras de trabajo y, especialmente, por usted, dilecta directora general, que no hace más que manosearme a la menor oportunidad con las excusas más ridículas y peregrinas: “qué camisa más bonita traes hoy, ¿es de seda natural, verdad?, se nota al tacto, es muy suave”, “la corbata la llevas un poco apretada, déjame que te afloje un poco el nudito”, ”esos pantalones te van demasiado largos, deberías ponerte otros más ajustados, tienes un cuerpo muy lindo y un paquete muy duro”. Pues sepa usted, dilecta directora general, que es la última vez que me toca el paquete o que me hace la menor insinuación. Como siga por ese camino lo voy a poner en conocimiento del sindicato y en manos de las autoridades (amén de presentar la dimisión, aunque sólo sea por dignidad). Estos bochornosos episodios de mobbing, de acoso sexual en el entorno laboral deben acabar ya de una vez por todas, deben ser erradicados. No hablo exclusivamente por mí, sino por miles de hombres de todo el mundo que, como yo, tenemos que padecer diariamente estos furibundos acosos de las mujeres, de hembras en celo que parecen no recibir su dosis adecuada de sexo en sus casas y tratan de mendigarla en sus trabajos con recursos y artimañas de dudoso gusto, como usted ahora, enarbolando ante mis narices ese fatal instrumento. Que conste que yo no estoy en contra del amor libre, una de las pocas cosas positivas que se conservan de aquella pretérita Revolución de las Tijeras —las mujeres, en resumen, tenían el derecho sexual sobre cualquier hombre—, pero fuera del trabajo y con el consentimiento del hombre. Lleva mucho tiempo la mujer malacostumbrada a que los hombres hagan lo que ellas quieren, pero ha nacido una nueva generación masculina que no se conforma sólo con satisfacciones sexuales, sino que salimos en defensa del amor y del cariño en las relaciones interpersonales. Una mujer me tiene que gustar para poder acostarme con ella. Sépalo usted bien, dilecta directora general; algo que parecen no estar dispuestas a admitir muchas mujeres de esta empresa, empezando por usted. Yo no me voy a la cama con cualquiera. Esa futura encamable me tiene que gustar primero, debe existir un cortejo previo. Y no es que no haya mujeres monas en esta empresa, empezando por usted, dilecta directora general. Pero la belleza no es importante para mí, me gusta observar en las mujeres otras cualidades. Sin embargo, ustedes a lo primero que recurren es al burdo acto de cogerle el paquete al hombre para calibrar su consistencia, un recurso puesto de moda después de aquella denigrante Revolución de las Tijeras… ¿Cómo dice? ¿Que soy un hombre guapo y hermoso? No crea que no lo tengo en cuenta, que no soy consciente de ello, mi trabajo y mis gimnasios me cuesta diariamente estar como estoy. Pero, a pesar de ello, durante toda mi vida he tratado que esta cualidad no entorpeciera mi intelecto, ni mucho menos he intentado que me sirviera como salvoconducto para progresar. Yo me he ganado a pulso cada céntimo de mi nómina laboral con esfuerzo y dedicación a esta empresa en el año y pico que llevo trabajando. Un tiempo que me ha servido para constatar que, a pesar de los avances en materia de relaciones sociales y laborales, el hombre sigue siendo todavía considerado un mero objeto.
Sí, dilecta directora general, un burdo objeto como ese que enarbola ahora ante mis narices, amenazándome como a una vulgar alimaña para que acceda a sus requiebros sexuales. Si tan necesitada está de un revolcón, busque en las páginas de gacetillas de cualquier periódico y pague sus vicios como todo el mundo. En esas páginas encontrarán, usted y toda su camarilla de perras enceladas, centenares de hombres que siguen prostituyéndose como consecuencia de aquella fatídica fecha de la Revolución de las Tijeras. Muchos de esos hombres tuvieron que entregar sus vidas (muy a su pesar) al comercio carnal para buscar el sustento. Para ellos no existía otra salida más digna en el mundo laboral. Relegados a simples marionetas o burros de carga, los hombres vivieron días aciagos. Muchos sirvieron en los hogares de miles de mujeres, haciendo las tareas domésticas y, sobre todo, entregando sus cuerpos a las denigrantes fantasías sexuales de las mujeres de aquella época, muy dadas a vicios tales como la sodomía. Losque no tuvieron la suerte de encontrar un hogar tuvieron que entregarse al mercado clandestino de sus cuerpos para subsistir. Había mujeres que no se conformaban con el macho asignado por aquella ignominiosa Ley de Parejas de Lecho, que permitía la renovación cuando el macho quedaba obsoleto para desempeñar su trabajo (nunca antes de cinco años). A pesar de esa variedad que les permitía la ley, muchas no se conformaban con esas uniones monogámicas y buscaban más carnaza en el mercado clandestino. Hasta los gobiernos de muchos países hicieron la vista gorda —como no iba a ser menos, pues estaban regidos por mujeres— con las casas de lenocinio que surgieron a raíz dela Revolución de las Tijeras, prostíbulos regentados (¡cómo no!) por mujeres que exhibían y pervertían a los hombres como a vulgar ganado. Muchos hombres perecieron por querer ir por libre, por querer ganarse unos céntimos para simplemente llevarse al estómago otra cosa que no fueran secreciones vaginales. Muchos hombres entregaron sus cuerpos a furibundas mujeres en solitarios descampados o tras la trinchera de un coche de marca, jugándose sus vidas para llevarse algo caliente al estómago. La prostitución no reglamentada estaba prohibida y penalizada con la castración del macho y por lo tanto con la muerte, pues suponía la pérdida de uno de sus principales instrumentos de trabajo.
Pero veo que a usted la Historia de la Humanidad le trae sin cuidado, le da absolutamente igual, se la pasa por el forro de sus labios mayores. A usted lo único que le interesa, dilecta directora general, es saciar su voraz apetito sexual, follarse al primer hombre que le salga al paso, aunque eso suponga llevarse por delante tantos siglos de Historia y la mismísima dignidad humana. Le ruego una vez más que deje de amenazarme o tendré que denunciarla al sindicato. Deje esas tijeras sobre el escritorio, no vaya a repetirse aquel fatídico episodio de la Revolución de las Tijeras, dilecta directora general.
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Cristo Hernández (La Laguna, 1968) es licenciado en Filología Clásica y trabaja como profesor de Griego en un instituto de enseñanza secundaria de Tenerife. Es autor de cuatro novelas y dos libros de relatos: Recuerdos consentidos (Baile del Sol, 2000), El Jardín de las Especies (Cajacanarias, 2001), La mirada de Gioconda (Afortunadas, 2003), Los Hermenautas y el Código de Apolo (Afortunadas, 2004), Envasados al vacío (Idea, 2005) y Fragmentos dispersos (de) un mundo futuro (Idea, 2005). Ha participado en el proyecto literario Generación 21: nuevos novelistas canarios (Aguere-Idea, 2011) con el relato titulado Las seis caras del azar. Está a punto de publicar la novela Biografía reciclada de Manolito el Camborio (Aguere-Idea, 2011) y prepara la publicación de un nuevo libro para final de año, en donde se incluye el presente relato, La Revolución de las Tijeras. Ha sido galardonado en diversos certámenes literarios regionales, entre los que destaca el Premio de Novela Benito Pérez Armas (1999). Ha sido profesor de teatro, ha trabajado en la radio y también, como colaborador desinteresado, en revistas culturales y en periódicos del archipiélago.
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