Preludio para un camino a través del infierno | Pedro Javier Hernández Vázquez

Publicado: 7 julio, 2011 en Relatos

Ya se sabe. El hecho de cumplir cuarenta y cinco años es una putada. Cuarenta y cinco es una cifra redonda, y en cierto sentido simbólica. Te hace reflexionar y el resultado de mis reflexiones no me convencía. No me convencía en absoluto. O al menos, no me convencía en este momento. Convencer, complicado verbo. Probablemente dentro de media hora se me habrían pasado mis neuras y volvería a ser el tipo alegre, brillante y volcánico de siempre.

Resonaba aún en mis oídos el discurso de investidura del Gran Paulino. Me reafirmé en que no es fácil la vida de los desalojados del poder, como yo. Vagando cual fantasma por el inhóspito desierto. Porque hace mucho calor en Canarias, y a la vez hace frío, y a la vez se pasa sed y hambre y está uno expuesto a las inclemencias, a la soledad, al abandono, al desamparo y el vacío. El desierto de las islas es cruel, largo y amargo. Atravesarlo lleva generalmente mucho tiempo y muchos sinsabores. Treinta y cinco años de dictadura y otros tantos de nacionalismo.

Moisés tardó cuarenta años en llegar y al final no pisó la tierra prometida. En el camino se dejó la salud, los pies y las manos destrozadas, a muchos amigos, a su familia más querida, a su pueblo y sus compatriotas. Se dejó la vida. Moisés hizo algún milagro para acabar con sus perseguidores. Pero los milagros no existen hoy en el desierto canario. Se bebe solo si lleva uno agua. Se superan las tormentas si va uno suficientemente protegido. Se come algo si sabe uno vivir de las raíces y de los cactus y de los muchos insectos que lo habitan. Sí, en el desierto hay plagas, terremotos, incendios, eternas sequías y guerras fratricidas. Demasiado pesimista aún. Mi cumpleaños y el discurso del Presidente, demasiado pal body.

Entré en un bar de copas italiano en el que los camareros parecían unos capos mafiosos. El decorado parecía rojo, y si no lo era, recreaba fielmente el ambiente de un burdel. Pasé por delante de una máquina de pistachos, un par de billares, todo al son de la música de Dire Straits, del disco Brothers in Arms. Al fondo un proyector reproducía un partido de los Boston Celtics contra los Detroit Pistons. Reconoció a Isiah Thomas y a Dennis Rodman. Era la época de esplendor de los Bad Boys a finales de los ochenta. La clientela era selecta y rara como le habían advertido. Al fondo de la sala existía una zona restringida con reservados para clientes VIP. Justo a la derecha de un pequeño escenario para celebrar jam sesión.

Llamaron la atención por los micrófonos del escenario y allí se atrincheraron cuatro músicos de color con una afinidad temperamental evidente. Subidos en la tarima parecían estorbarse entre ellos. Comenzaron a tocar, al menos no era música enlatada. En aquellos acordes se percibía la ausencia de un líder. Se guiaban por una selección de estructuras armónicas standard. Me hice sitio en la barra. Comenzaron a desarrollar su capacidad de improvisar sobre las bases aportadas por los temas seleccionados. Utilizaban arreglos simples en forma de riffs, sobre un background espontáneo.

―Perdona ―interrumpió mi atención―. Si quieres te froto la nuca, eso siempre relaja.

Una muchacha, cuya mayoría de edad era discutible, se colocó a mi lado y se inclinó rozándome el brazo derecho con sus abultados senos, generosamente revelados por el escote del vestido. Acto seguido cumplió su ofrecimiento pasándome las manos por el cuello y los hombros.

―¿Le gusto, papito?

Odiaba aquella palabra desde que a Miguel Bosé se le había ido la olla (si es que Bosé alguna vez tuvo la olla en su sitio, que la polla ya sabemos que no). Pero era de caballero contestar cortésmente a la dama, ahora que aún no tenía suficiente alcohol dentro de mis venas y me podía comportar civilizadamente.

―Sí, muchísimo.

―¿Por qué?

―¿Por qué? ―vaya preguntas cruzadas.

―Sí, ¿por qué le gustó?

Pensé durante un momento. Respondí lo primero que me vino a la cabeza.

―Me inspira y evoca una profunda tristeza.

Ella tomó mi mano y la colocó sobre su pecho.  Justo encima de una de sus tetas.

―¿Escucha el tic-tac?

―Sí, perfectamente. ¿Tiene una bomba ahí? ―Ella rió discretamente mi ocurrencia―.Verás, quisiera poder ayudarte, lo admito. Pero soy egoísta, mentiroso, paranoico, misógino y entrometido. Aunque debo confesarte que algún defecto también tengo.

Me cogió la mano y me llevó hacia el fondo del local. Subimos por una escalera de caracol hasta el segundo piso. Luego perdí el sentido muy rápidamente. Sin duda era un anestésico mucho más potente que el cloroformo. Lo último que tuve tiempo de ver fueron unas piernas de una mujer. Unas piernas muy bonitas a decir verdad.

Demonios del infierno, ¿dónde estaba? Me sentía como si me hubiese pasado una apisonadora por encima. Tanteé a ciegas buscando encontrar el interruptor de la luz. Fue inútil, ni siquiera conseguía levantarme. No me habían atado pero, seguramente, la puerta estaba cerrada. La última imagen que recuerdo fue la de una mano apretándome una mordaza en la cara. ¡No, mentira!, fueron aquellas piernas de mujer. Me habían tendido una trampa. Lo que significa que estaba siguiendo una pista correcta. Me conformaba con aquel razonamiento cuando se abrió la puerta y se hizo la luz. Me fijé primero en aquellas piernas. Eran las mismas. El resto del cuerpo estaba en una sincronía perfecta. Y la expresión de su cara reflejaba una angélica maldad. Se acercó y, para mi sorpresa, me besó en la boca.

―Es una alegría ver que está bien ―me dijo, preocupándose por mi salud.

―Estoy bien ―mentí―. Eso es estupendo. También ha sido estupendo el beso… ¿puede darme otro?

―Todo a su tiempo, pero antes el señor Estanislao quiere hablar con usted.

¿El señor Estanislao? Y seguramente yo sería Mat Fernández. Me veía convertido en un personaje hardboiled sacado de una antología de narradores canarios contemporáneos.

―¿Y le ha dado algún recado para mí, el señor Estanislao?

―Sí, G…

―¿Je? –la interrumpí.

―No, Jé no, G. G 21. Desconozco qué significa. Me comentó que usted lo sabría.

Lo sabía, en efecto. Le hice una rápida radiografía a aquella sílfide. Era mi cumpleaños. Estábamos encerrados en una pequeña habitación con una cama y sábanas limpias.

―Dejando a Estanislao aparte. Ahora tengo otros intereses.

―No puede ser ―negó leyéndome el pensamiento―. Sin duda muchas mujeres deben encontrarlo bastante atractivo… incuso a mí me lo parece, pero no puede ser.

―¿Quiere decir eso que sigo en carrera?

―¿Carrera? ¿Qué carrera?

―La carrera por conquistar su afecto, por pequeño y transitorio que sea.

―¿Está hablando de irnos a la cama, Mat?

Me encantó que comenzara a tutearme. Tenía la clave para llegar hasta Estanislao (G 21) y a una diosa delante de mí. La resolución de este relato podía esperar a una novela más amplia y generosamente remunerada.

*

Pedro Javier Hernández Vázquez (Santa Cruz de Tenerife, 1968) se licenció en Derecho por la Universidad de la Laguna. Su trayectoria literaria se cifra en la publicación de dos novelas: Factotum, sobre las luchas de poder y la corrupción institucional, y La identidad fragmentada, que incide en los mitos y tradiciones aborígenes guanches, ambas obras en clave de thriller y dentro de la colección Parabellum de la editorial Benchomo. Participa como contertulio en el programa La Puerta Sonora de Radio Norte, y ha tenido colaboraciones en las revistas culturales La Puerta y Lunula.

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