Abejas | Santiago Gil

Publicado: 23 junio, 2011 en Relatos

Me había equivocado de calle y circulaba en dirección contraria. Hacía años que no me movía por la capital. Buscaba una nueva casa. Me acababa de quedar viuda y quería romper con todos los recuerdos del pasado. Ese hombre me avisó de que circulaba incorrectamente. Estuvimos hablando casi una hora. Paseaba a su perro. No me lo dijo, pero se notaba que vivía solo y que no era feliz. Sí, era muy guapo, y además tenía pinta de ser un tipo exitoso al que le iban bien las cosas del trabajo. Tiene un año más que yo. Había estudiado en el colegio con mi hermano. No sé cómo llegamos a esas relaciones del pasado. Yo reconozco que soy una mujer muy guapa. Siempre me han mirado los hombres cuando camino por la calle. Incluso con el paso de los años me siguen mirando. Si no hubiera sido tan atractiva, estoy segura de que él no me hubiera avisado de mi equivocación circulatoria y habría seguido de largo paseando a su perro y pensando en sus asuntos. También tenemos amigos comunes a los que yo no veo hace mucho tiempo. Llevo seis años viviendo en la Cumbre, en una casa apartada que está en las inmediaciones de Ayacata. Mi marido traspasó la farmacia y yo hice lo propio con la tienda de modas que tenía en una de las transversales de Triana. Eran otros tiempos. Entonces el dinero se movía en todas partes. Con lo que sacamos compramos en Ayacata y contábamos con euros suficientes como para vivir tranquilamente hasta el final de nuestros días. No nos hacía falta mucho, y casi nos remediábamos con lo que íbamos sacando en la finca y con los cientos de frutales que rodeaban la casa. Habíamos decidido irnos para salvarnos como pareja. Apenas nos veíamos, y él me había sido infiel con una de mis mejores amigas. Todas las mujeres se lo rifaban, y en aquellos años estoy segura de que me engañó muchas veces más. Fui yo la que puse la condición de la huida si quería seguir conmigo. Me quería mucho. Las infidelidades no eran más que escarceos sexuales. No creo que llegara a querer a ninguna otra mujer.

Fuimos felices hasta que pasó lo de las abejas. A Juan le gustaba salir a pasear por los caminos reales de la Cumbre y luego subir riscos y perderse donde nunca llega ningún dominguero con sus ruidos y sus basuras. Alguna noche de verano la pasaba a la intemperie. Yo prefería quedarme en casa leyendo o escuchando música clásica. Los perros se quedaban conmigo. Si se hubiera llevado algún perro a lo mejor todavía estaría vivo. Se le metió una abeja reina por la nariz y le destrozó el cerebro. Posiblemente estuviera echando una cabezada. No me preocupé hasta que llegó la segunda noche. No teníamos teléfonos móviles porque no queríamos que nos molestaran y porque en esa zona de la Cumbre apenas hay cobertura. La Guardia Civil y la gente de Medio Ambiente del Cabildo lo estuvieron buscando durante tres días sin hallar ningún rastro. Los periódicos insinuaron, supongo que por informaciones filtradas por la propia Guardia Civil, que éramos una pareja en crisis y que probablemente Juan se habría fugado lejos de la isla. Lo pasé fatal durante una semana. Cuando lo hallaron era una gran colmena. Los forenses encontraron miel al lado de su ropa. Era tremendamente guapo. No me extraña que la abeja reina acabara encaprichándose de su nariz. Su trazo era casi perfecto.

El hombre que habla conmigo me da su teléfono. Yo le respondo que no tengo y me mira extrañado. Quiero vivir cerca del paseo de Las Canteras. Tengo en venta la casa de Ayacata. No es un buen momento para vender, pero más tarde o más temprano alguien la terminará comprando. Aquello es una especie de paraíso. Cualquiera de los muchos alemanes que se adentran por allí cada dos por tres querrá quedarse a vivir para siempre en ese lugar. O por lo menos querrá volver cada vez que quiera. Me despido de ese hombre y me voy hacia la zona de Guanarteme. Hay alquileres más asequibles. Viviré en un piso de alquiler hasta que logre vender la casa. Después supongo que compraré por aquí. Necesito mucho océano para soportar la ausencia de Juan. Sus cenizas las tiré al Atlántico. Fue algo que nos hicimos prometer los dos en su día. Yo ya no tengo quien cumpla ese deseo. Ahora solo quiero caminar por la orilla intentando reconocer el brillo de sus ojos en los pequeños charcos que se forman antes de que una nueva ola acabe borrando todo lo que creemos eterno.

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Santiago Gil (Guía de Gran Canaria, 1967) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en medios de prensa provinciales y nacionales, así como en distintos gabinetes de comunicación. Ha publicado las novelas Por si amanece y no me encuentras, Los años baldíos, Un hombre solo y sin sombra, Cómo ganarse la vida con la literatura, Las derrotas cotidianas; Los suplentes y Sentados; el libro de relatos, El Parque; los libros de aforismos y relatos cortos Tierra de Nadie y Equipaje de mano, y los libros de poemas Tiempos de Caleila, El Color del Tiempo y Una noche de junio. También ha publicado un libro de memorias de infancia titulado Música de papagüevos, una recopilación de artículos periodísticos que lleva por título Psicografías y acaba de publicar El motín de Arucas en la colección Episodios Insulares. Desde hace un tiempo mantiene el blog www.blogdesantiagogil.blogspot.com.

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