―¿Lo veis, mi querido Giuseppe? ¿Acaso no discernís un rostro en el fondo de este lienzo, una invisible máscara que se insinúa ahí donde la perspectiva se fuga? Observad, observad bien, maestro.
Y el pintor de cámara, ya mayor y fatigado, disimulando el contratiempo que supone estar despierto a tan altas horas de la noche, se acerca con su linterna a la pintura y aguza la mirada.
―En efecto, Majestad, tenéis razón, como siempre. Se discierne un rostro que nace del aire y en él se aposenta. Este pintor es extraordinario. Debemos procurar sus servicios.
El descubrimiento que el Emperador acaba de hacer vigoriza su mente y alivia el terrible dolor reumático que atenaza sus miembros. Giuseppe Arcimboldo, pintor de la corte, y su Majestad Imperial, Rodolfo II, contemplan un cuadro que casualmente ha llegado a sus manos, requisado a un buhonero truhán que pretendía vender trozos del maná divino a un precio desorbitado. Es de pequeño formato y de sobrenatural belleza. El monarca y el pintor están absortos. Tienen motivo pues la imagen que ponderan es poesía, y al modo de la poesía, dulce y turbadora.
Un cisne bordea la ribera de un lago, o quizás sea un estuario pues el horizonte y el cielo se alzan en grandiosa lontananza. El viento peina suavemente la superficie de las aguas grises sin alterar la quietud reinante. Una cala deslumbrante tiende al pico del ave la nívea carne de su flor, arqueándose delicadamente. Al pie de su tallo se encarama una bizarra comitiva de bienvenida: un caracol, una mariposa y un canario.
―Ved, maestro, que el cuello cimbreante del ave y la danza de la exótica flor conforman la silueta de un corazón ―apunta su Majestad dando palmas.
―¡Cierto! Y notad también cómo las hojas de las plantas acuáticas disponen la forma de una cara sutil y cómo las nubes acaban de conformarla ―continúa el pintor entusiasmado.
En la noche profunda del castillo, en los apartamentos privados del emperador que mil velas apenas iluminan, el cuadro irradia la luz del amanecer y embriaga con sus aéreos colores. Lo que más intriga al monarca es la boca y los ojos de la espectral cara, tres libélulas que detienen su vuelo para perfilarlos. El rostro es cautivante. Su beatífica paz tranquiliza, mas su inasible distancia inquieta.
―Es, es… un antifaz de la muerte, engañosa máscara viva, un ardid de los espíritus ―concluye Rodolfo, volviendo a una mesa atestada de decretos urgentes que comienza a firmar refunfuñando. Arcimboldo examina el dorso del lienzo y encuentra título, razón y firma. El cuadro se llama Alegoría del quehacer lento y se lo dice a su señor.
―¡Qué alquímico nombre! Estamos pues ante el teatro de la acción perfecta ¡Un pintor que también filosofa! ¿Quién es?
―Señor, un habitante de la ínsula de Tenerife.
―De las Canarias, ¡un canario! Bien, lo traeremos a Praga para que comparta el frío con nos. Escribid ahora mismo al secretario de mi augusto tío y mandad la misiva al Escorial.
―Majestad ¿y si no acepta nuestra invitación? ―inquiere Arcimboldo, siempre práctico y eficaz.
―¡Entonces ―contesta el Emperador riendo― tendremos que enjaular al canario!
La carta que su Majestad Imperial envía a su tío don Felipe, Rey del Mundo, llega rauda a su destino. Dos días más tarde circula por Cádiz donde un feliz azar la embarca en nave presta que los buenos vientos guían al Puerto de Garachico, no lejos de la villa del pintor. Este es requerido e instado por al alcalde, que le lee la orden soberana. Al primer edil le causa gran placer y orgullo ser depositario de tan alto encargo. El artista debe partir con todas las obras que en su taller hubiere, más los enseres imprescindibles y su persona―, reza la imperiosa misiva. El pintor, cuyo pelo blanquea y que atisba tranquilo el otoño de su vida, deseó antaño la fama. La gloria, siempre a punto de venir, acabó burlándolo. Ahora ―musita― ya es tarde para destinos urgentes y reales favores. De temperamento pacífico, se niega cortésmente, arguyendo tanto que ofusca y contraría al alcalde. Este, temeroso de dilatar el cumplimiento de la voluntad imperial, manda prenderlo.
Los lienzos hallados en el taller fueron cuidadosamente envueltos en paños de seda, atados con tiras de algodón y forrados en arpillera encerada. Él no tuvo tan buen embalaje. Lo metieron en una cárcel de hierro que al no caber en la bodega ornó la popa de la nave. Mal resguardada por una tela que dejaba pasar a los elementos sin reparo, la jaula torturó al pobre pintor mejor que el más experto verdugo. Durante las tres largas semanas que el barco bandeó, el océano se tragó sus gritos y lamentos. Arribados a Cádiz, hubo que alimentarlo a la fuerza, tal era su atroz atonía. Alarmados, le prodigaron cuidados especiales y, para su alma, obtuvieron el consuelo de un fraile que le dio ánimo y compañía.
Remediada su salud, el viaje continuó. El gran peso del ingenio retrasaba sobremanera el progreso de la compañía. Las grandes lluvias enfangaban los caminos y obligaban a penosas paradas, exacerbando los nervios del Emperador, que aguardaba la llegada del maestro canario. En Madrid se buscó una jaula más ligera, en la cual, vencida su resistencia y resignado a su cruel contrato, durmió más cómodo.
*
La visita que yo le hice es aquella que se hace una sola vez, cuando Juventud nos asiste y que, más adelante, ni siquiera osamos vislumbrar. Fui en su búsqueda porque debía comunicarle asuntos y documentos de herencias, pero sobre todo porque sabía que, si no lo hacía, jamás volvería a verlo. Nadie sufragó la azarosa odisea, que me desplazó de las islas al Gran Mundo. Atravesé España, Francia y Suiza, hasta que por fin desemboqué en las planicies de Moravia. Una mañana las cúpulas de Praga refulgieron a mis pies. Gracias a un visado, que mucho costó obtener, pude atravesar las murallas del gran castillo. Me condujeron por el puente del gran foso y penetré en la sombría y magnífica fortaleza, de donde, según decían, no quería salir el Emperador.
Se alojaba en una aislada torre, la Mihulka o Torre de la Pólvora, antiguo bastión destinado a las municiones. La primera y segunda planta se había dispuesto para alquimistas y astrólogos, que vivían allí hacinados. La tercera y última, ajena al bullicio de los vaticinadores, la ocupaba el pintor canario. En los sótanos del recio edificio me aseguraron que se seguía almacenando la pólvora, el azufre y la estopa, pues el Emperador acariciaba la idea de hacer volar por los aires a la onerosa caterva ocultista.
―Le engatusan, le prometen conocer el futuro, pero son incapaces de predecir lo que acontecerá mañana ―explicó su guardián.
Subí emocionado la curva rampa que ascendía a las estancias del artista, tintineando al paso de nuestras cabezas un bosque de campanillas que alertaban a centinelas en oscuros garitos. Las estancias se habían convertido en un inusual museo, hallándose todo sometido a la pintura, que, en variados tamaños, revestía la fría piedra. Hachones y otros conjuntos singulares de velas acertaban a iluminar los ángulos más recónditos. Las obras contaban con marcos de exquisita talla y no estaban clavadas sino puestas sobre tarimas o descansando en ménsulas, ya que su Majestad podía pedirlas en cualquier momento y no toleraba dilaciones en la satisfacción de sus deseos artísticos.
Sorprendióme sobremanera el detalle bizarro que os cuento y que por siempre ha de permanecer impreso en la memoria. Mi amigo tenía para sí los lujos que quisiera. Sus cortinajes eran suntuosas telas, muelles alfombras de Persia reconfortaban sus pies, y cien tonos de madera reverberaban en el día artificial que su ciencia iluminadora había concebido. Su lecho asombraba, un galeón plateado, hecho a su medida. Mas la rica cama no albergaba su sueño, habiéndose convertido en mero adorno. En el centro de la circular pieza colgaba del techo una jaula sobredorada, surcando su confinado espacio una triste hamaca.
No está solo. Le acompañan sus criaturas. Son dioses antiguos que vagan por las ciudades espiando a los mortales. Aguerridas Dianas y vanidosas Venus que se catan desafiantes. Damas de comprometida alcurnia y caballeros de dudosa fama que se buscan en sombríos soportales. Y frente a ellos, detrás de un infranqueable umbral, se extiende un jardín maravilloso donde anhelarían estar. ¡Qué darían por caminar junto a esos pavos reales y pájaros de deslumbrantes plumas, tocar las hojas de inmensos anturios y coleos, sentir el suave frescor de helechos altísimos! Hay también en esta su casa taller muchas creaciones nuevas e inimaginables: copas de minerales raros, conchas enjoyadas, saleros de bezoar. El Emperador lo ha puesto a pintar sus tesoros más extravagantes para verlos y poseerlos mejor.
*
Un anciano resopla mientras barniza el retrato de un fauno que parece sonreír agradeciendo el instante de su nacimiento. Es él, mi amigo, entregado a su arte, al margen del tiempo y la circunstancia, elaborando su personal Edén, extraviado mas unido a Dios y, por tanto, feliz.
―¡Bienvenido, querido! ¡Bienvenido! ―dice abrazándome con honda emoción―. Siéntate a mi lado y no hables, por favor, pues si mañana no entrego este capricho a su Majestad me encerrará en mi jaula y la suspenderá sobre el Foso de los Ciervos.
*
Le obedezco, mudo ya en la fantástica galería, que admiro no sé durante cuántas horas. Según discurre la noche se oyen susurros, pequeñas risas, voces, aunque, en cuanto aguzo la atención para discernir su origen, callan. Siento sobre mí decenas de ojos curiosos que luego, al acercarme y verlos mejor, son inmóviles.
―Maestro ―balbuceo consciente de lo grave que es cualquier interrupción―, excusad mi atrevimiento y que rompa vuestro silencio creador, mas debo deciros que me… que vuestros cuadros me miran.
―Os miran, os estudian y os discuten. Han sopesado ya vuestra persona y tanto les habéis complacido que maquinan cómo poseer vuestra voluntad y reteneros aquí ―replica burlón.
―¿Cómo es tal milagro posible? ¿Es que en ellos se ha engendrado la vida?
―Mis vecinos de la torre, esos dichosos químicos del alma, celosos de mis habitaciones, sin apiadarse de mi pena y prisión, envían espíritus a habitar los personajes de mis lienzos. Su venganza ha sido animarlos, mas han perdido…
―¡Santo Dios!
―No os alarméis. Estas esencias errantes, con tanta maldad conjuradas, se han convertido en mis hijos y amigos. Me honran y adoran, pues saben que mis ilusorios semblantes son la antesala de la vida.
―¿Es tal transmutación posible?
―Sí, querido, todo es posible en la noche de Praga.
*
Jonathan Allen (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es licenciado en Filología Francesa en Cambridge (St. Catherine’s Collage, 1985) y posgrado en Queen Mary College, Universidad de Londres. Desde 1995 es profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, donde desarrolla su labor académica y dirige el Diploma de Estudios Canarios. Ha sido adjunto al Departamento de Debate y Pensamiento del Centro Atlántico de Arte Moderno y editor inglés de la revista Atlántica. También fue coordinador de Programación de la Filmoteca Canaria entre 1992 y 1995. Actualmente es el director de Moralia. Revista de Estudios Modernistas (Cabildo de Gran Canaria). Ha sido colaborador de La Provincia (1990-1998) y de Canarias 7 desde 1998. Ha publicado tres novelas y una trilogía, Arturo Rey de Erbania (Huerga & Fierro Editores, Madrid). Su cuarta novela es El sueño de Praga (Idea, Santa Cruz de Tenerife).
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