In memoriam Óscar Manesi y Mario Merlino
Aquella noche, perdida ya para siempre como cualquier otra excepto, aún, esta en que escribo, había salido con dos amigos. Después de recorrer casi religiosamente nuestros tugurios preferidos, y sin que ninguno de los parroquianos resultara afín a nuestros gustos no siempre previsibles, uno de mis amigos propuso continuar la noche en una discoteca de moda. Salimos del laberinto de callejuelas atestadas de especímenes urbanos de lo más variopintos y desembocamos en una gran avenida. A partir de allí sólo había que cruzarla y tomar una de las bocacalles que se abrían a su izquierda para encontrarse con la cola formada a la puerta de la discoteca. El amigo que nos la había propuesto debía de conocer a alguno de los porteros, pues no recuerdo que hiciéramos la cola para entrar. Las expectativas que me había formado no quedaron defraudadas. Entre dos barras situadas una enfrente de la otra se abrían tres pistas de baile a diferentes niveles rodeadas por un par de salas con mesitas y sillones a modo de reservados. La música era, cómo decirlo, grandiosa, candente, poderosa, vibrante, aunque ninguno de estos adjetivos puede describirla como quisiera. Quienes tengan costumbre de acudir a las discotecas de música electrónica entenderán lo fascinante que era sentirse de pronto en medio de aquel volcán invisible que llenaba el aire de partículas explosivas capaces de hacer estremecerse a cada uno de los poros de la piel. Uno de mis amigos propuso pedir las copas que venían incluidas en las entradas y, por el afán de curiosear un poco en aquel hormiguero humano, nos dirigimos a la barra del fondo. El público, eminentemente masculino, estaba en correspondencia con el esplendor del lugar y con la bondad de la música. Avanzábamos a un ritmo lento, no sólo porque resultaba difícil abrirse paso entre los múltiples cuerpos, sino porque con frecuencia nos quedábamos admirando, más o menos furtivamente, a algún grupo apostado junto a una columna o a una pareja bailando en una de las pistas, o simplemente a algún personaje con el que nos rozábamos al pasar y al que no podíamos dejar de seguir con la mirada unos instantes. Después de un rato llegamos a la barra, que estaba, extrañamente, bastante despejada, y pedimos ron, ginebra o whisky, para el caso lo mismo da, combinados con algún refresco. El amigo que hacía de guía (yo, como se aprecia, me dejaba llevar) propuso comprar unas pastillas, quiero decir concretamente éxtasis, pues estaba claro que el disfrute de la música, de la noche y de los cuerpos no iba a ser el mismo sin la ayuda de aquel agente externo que, si teníamos suerte y no nos vendían gelocatiles, nos transportaría, una vez asimilado por nuestros cuerpos, a una comunión extraordinaria con el mundo abigarrado y fascinante que nos rodeaba. Nos pareció una buena idea. Sólo faltaba encontrar a alguien que nos mereciera alguna confianza para llevar a cabo la transacción. Mi amigo dijo que era preciso esperar hasta que apareciera algún conocido suyo (yo sabía que los tenía) ducho en el arte de pillar. Al final no tuvimos que esperar demasiado. Nos pidió que nos quedáramos un momento en una de las esquinas de la discoteca y después de unos diez minutos apareció con el cargamento, que exactamente consistía en seis ejemplares de las benditas grageas. Con un sorbito de copa las hicimos llegar hasta el estómago, desde donde presumiblemente tardarían una media hora en disolverse en nuestra sangre para llegar en ella hasta el cerebro e iluminarlo. No entiendo mucho de estas cosas (simplemente me dejo llevar) y me propuse observar con detenimiento las transformaciones que empezarían a desarrollarse en mi percepción y que supuse lentas y sutiles. Como los tres habíamos ingerido las pastillas simultáneamente, era previsible que los efectos se produjeran en nosotros más o menos al mismo tiempo. Cada cierto tiempo nos preguntábamos si ya se notaba algo. Al cabo de unos veinte minutos uno de nosotros (que no era yo) dijo que algo empezaba a notar. Y al poco tiempo los dos restantes ya lo acompañábamos en la distorsión relativa de la percepción, en la no menos relativa euforia y en la vibración profunda con que la música comenzaba a retumbar en nuestros cuerpos poniéndolos en movimiento al compás de la música. Era como un maremoto, una erupción, un alud al que no quisiéramos resistirnos: los cuerpos que nos rodeaban parecían estar más cerca de nosotros y nuestra mirada era casi una piel que los tocaba, una lengua que se humedecía con los haces de luz entrecruzados, un rayo de deseo que se lanzaba a cualquier rostro apetecible y que casi siempre obtenía la respuesta esperada, una sonrisa, un gesto de acogida, una chispa en los ojos, una finta traviesa, ardor y lluvia. Ya estábamos hablando con un grupo de chicos que a su vez nos presentaron a unos amigos suyos. El hermanamiento era fácil, inmediato, se sentía fluir una energía entre todos, y nadie parecía sentirse excluido, no había lugar para la soledad o el aislamiento, esos monstruos que en la vida cotidiana nos aterrorizan a veces sin que sepamos muy bien cómo defendernos de ellos. Pasaron así unas dos horas, y cuando los efectos de la primera pastilla parecieron atenuarse, decidimos atacar la segunda. Eran ya las cinco de la mañana y la discoteca cerraría como mucho a las siete. De ese modo, mantendríamos la intensidad hasta la hora del cierre y luego probablemente encontraríamos algún garito de esos que abren por la mañana para trasnochadores como nosotros. La segunda pastilla, sumada a los restos de la primera desperdigados por algún lugar de nuestros cerebros, consiguió llevar los resplandores de aquella noche a su paroxismo. Nos acercábamos tanto en la pista de baile unos a otros, conocidos o desconocidos, que en determinado momento parecimos formar como una masa que la luz agrietada de los focos y la música titánica, envolvente, unían cada vez con más fuerza en el corazón palpitante de aquella discoteca. No era posible, sin embargo, ninguna verdadera intimidad, ningún encuentro ni ninguna ternura, y ni siquiera parecía ya factible intercambio alguno de palabras, tan alejados estábamos del mundo que el lenguaje se afana por representar, tan separados de lo conocido y tan adheridos a lo desconocido. Seguíamos reconociéndonos como los tres amigos que habían entrado unas horas atrás en la discoteca, pero habíamos cambiado, éramos capaces de lo que siempre nos había estado vedado, girábamos en el centro de la pista como nuestros pies nunca lo habían hecho, gesticulábamos con una vivacidad prestada, armábamos con las palabras estructuras imposibles, juegos en que cada una de ellas ya no era la misma, y esto con una facilidad que ni siquiera nos sorprendía, como si desde siempre hubiera sido así, como si hasta aquel momento hubiéramos estado dormidos, ciegos, sordos, mancos, cojos, torpes o lentos en comparación con lo que ahora éramos. El paso de la noche no nos desgastaba, el cuerpo parecía no requerir descanso alguno y ni siquiera el alcohol nos afectaba en exceso. Lograr permanecer en ese estado hubiera sido un triunfo de la vida, aunque sabíamos, por experiencias anteriores, que todo paroxismo está abocado a un declive y termina inexorablemente en una sima de fatiga, de desencanto, de vacío y de pérdida. Pero entonces no nos importaba. En algún momento tuve que ir a los lavabos. Cuando logré salir (había tal atasco que tardé un tiempo incalculable) y regresé al lugar donde había dejado a mis amigos, o donde creía haberlos dejado, no los encontré. Mis pasos sin rumbo me llevaron a una de las salas con mesitas y sillones donde chavales de ojos hundidos y pieles demacradas habían perdido la compostura sentados unos sobre otros y se desgañitaban sin que pudiera entenderse bien lo que decían. Me senté en un sillón que estaba libre, y por primera vez en aquella noche me sentí cansado. A mi lado fumaba un señor al que le calculé unos cincuenta y tantos años, delgado, muy juvenil y al mismo tiempo increíblemente desgastado por la vida, vestido con camiseta ajustada y vaqueros de última generación. De vez en cuando venía a hablar con él un amigo mucho más joven que se marchaba a los pocos minutos. Después de mirarme varias veces, pero sin ninguna insistencia, sin asomo de pretensión sexual, con la simple curiosidad de quienes no están cómodos si se sientan junto a alguien con quien podrían conversar y no lo hacen, me dirigió la palabra. O quizás me pasó el porro que estaba fumando, no recuerdo bien. Lo cierto es que empezamos a hablar y enseguida descubrimos numerosas afinidades. Para entonces yo ya me había resignado a que fueran mis amigos quienes me buscaran. En lugares como aquél y en condiciones como la mía era más prudente no moverse de un sitio antes que andar dando vueltas como en el juego de la gallina ciega. Supe por la conversación que aquel señor era pintor, que tenía o había tenido un taller-escuela de pintura y que por su trayectoria de décadas en esa profesión había recibido premios importantes. Supe también que procedía del cono sur del continente americano, del que había venido con su pareja de entonces, actualmente un escritor conocido al que yo había leído y admiraba. La revelación de su edad me causó sorpresa: no tenía cincuenta y tantos años, sino setenta y tres. Le alabé su buena forma física y anímica y le dije lo que pensaba: que aparentaba veinte años menos. En media hora le tomé afecto, pues desprendía vitalidad y transparencia, sabiduría y humor. Quiso ponerme en contacto con su antigua pareja, con quien mantenía buena relación, aunque al día siguiente por la tarde yo me marchaba de la ciudad y no iba a poder, desde luego (en caso de que me atreviera), proponerle un encuentro. Insistió en que llamara pronto al escritor aunque fuera tan sólo para saludarlo, intercambiar los correos y así permanecer en contacto. Apuntó su teléfono en un trozo de papel que me guardé en la cartera. Fumamos un poco más y al cabo de un rato apareció uno de mis amigos. Me despedí de aquel señor con sincero cariño, y cuando mi amigo y yo estábamos ya en medio de la pista de camino a la barra en que se encontraba el tercero me di cuenta de algo sorprendente: no me había dejado su teléfono, sino únicamente el del escritor que había sido su pareja. Era como si para él fuese más importante el vínculo externo que nuestro encuentro había propiciado que el encuentro en sí mismo. Como si asumiera encantado su papel de mediador. O tal vez hubiera sido un despiste. Cuando llegamos a la barra el amigo que nos esperaba estaba ya al límite de sus fuerzas. La gente, poco a poco, había ido marchándose de la discoteca, y la energía que ésta desprendía cuando habíamos llegado se había atenuado. La plenitud comenzaba a agrietarse, también en nuestros cerebros, que hasta entonces no habían hecho sino expandirse. Tocaba retirada. Las propuestas de prolongación de la fiesta que nos hicieron a la salida del local no nos convencieron demasiado. Junto con el amigo que me acompañaba en ese viaje, me retiré a la pensión, que quedaba cerca del piso en que se estaba quedando el tercero, de quien nos despedimos hasta la próxima ocasión. Debían de ser las siete y media de la mañana cuando llegamos a la habitación, iluminada ya por la claridad tenue de una mañana que nos reprochaba la luz que estábamos a punto de rechazarle. Dormiríamos sólo un par de horas, pues aquella tarde salía nuestro vuelo de regreso a casa. Al final apenas dormimos nada, no sólo porque nuestras mentes seguían ligeramente sobrexcitadas por efecto de las pastillas consumidas, sino también porque nos entretuvimos con juegos y travesuras que consumieron casi todo el tiempo con el que contábamos. Algo sí que pudimos dormir en el avión. E incluso luego, al llegar a casa, nos acostamos agotados y descansamos algunas horas. Esa noche, después de despertarnos, me decidí a llamar al escritor cuyo número de teléfono tenía guardado en la cartera. Su voz me sonó seria, era una voz grave que parecía sentir algo de desconfianza antes de que le explicara el motivo (un poco extraño, sin duda) de mi llamada. Enseguida comprendí que la seriedad y la desconfianza que yo atribuía a su personalidad se debían, en cambio, a la desgracia que estaba a punto de contarme. Su antigua pareja, el pintor, había sufrido en la discoteca un derrame cerebral. Había muerto poco después en un hospital. Me estremecí: había estado hablando con alguien a quien la muerte estaba a punto de visitar, a quien había visitado, de hecho, muy poco después de nuestra conversación. Era como si yo lo hubiera dejado sentado en aquel sillón para que lo destrozaran los zarpazos atroces de una bestia que estuviera esperándolo agazapada a mis espaldas. Lo imaginé tendido en el sillón, atacado por convulsiones o ahogos. Al parecer había acudido pronto el amigo que lo acompañaba y lo había llevado al hospital. Mi conversación con el escritor no duró mucho tiempo. Se notaba que estaba destrozado y me pidió que mantuviéramos el contacto a través del email. Al día siguiente le mandé unas líneas en las que reiteraba mi pésame y mi tristeza, unidos a la extraña sensación de haber tenido el privilegio de conocer a su amigo y a la vez la desgracia de haber sido acaso la última persona que habló con él. Nunca me contestó. Supuse que también él, en cierto modo, se había ausentado de la vida.
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Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (1989-1994). Fue lector de español en la Universidad de Jena (1995-1998) y en la Universidad de Leipzig (1998-2000). Dirigió entre 1993 y 1994 la revista Paradiso. Como poeta ha publicado seis libros: El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Premio Tomás Morales de poesía 2002, Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007) y Detrás de tu nombre (2009), Premio Pedro García Cabrera de poesía 2007. Un volumen titulado Le Crépitement, con prefacio de Philippe Jaccottet, recoge una selección de sus poemas traducidos al francés. También ha publicado entregas de su diario, entre las que cabe destacar La nieve, los sepulcros (2005). Ha publicado traducciones de los siguientes autores: Arthur Schopenhauer, Hermann Broch, Philippe Jaccottet, Gustave Roud, Pierre Klossowski, Jacques Ancet, Fabio Pusterla, Ramón Xirau y William Cliff. Como ensayista, ha publicado recientemente Rutas y rituales, una selección de sus ensayos escritos entre 1993 y 2003. Y, como narrador, su primer libro de relatos, Algunas de mis tumbas y un libro de prosas titulado Insolaciones, nubes. Mantiene desde hace un año el blog ‘Travesías’ (www.rafaeljosediaz.blogspot.com), en el que va publicando apuntes, relatos y textos misceláneos. En mayo de 2011 ha comenzado a publicar su novela fragmentaria Las llaves del amanecer en forma de blog: www.rafaeljosediaz.wordpress.com. Actualmente es profesor en el I.E.S. Pintor Antonio López (Tres Cantos, Madrid).