Formas alternativas de progreso de Ricardo Maria Cardoso | Alejandro Krawietz

Publicado: 11 mayo, 2011 en Relatos

En uno de los cuadernos de Ricardo María Cardoso aparece este texto. En letras rojas, como un tachón, dice: “Relato”. Y luego, en letras azules: “Poema”. Forma parte del modo de ser de Cardoso el asignarle dos nombres a un mismo objeto, porque según dice en uno de sus fragmentos, “un objeto debe recibir siempre, y como mínimo, al menos dos conceptos: uno que representa lo que realmente es. El otro, el deseo que a través de él pugna por expresarse. Realidad y deseo son formas de una misma verdad, y esa verdad es una sola palabra: el nombre, fruto de la unión entre el objeto y los múltiples conceptos en que se forma y en que se desea.” El relato o poema dice así:

“—La niebla llegó de pronto, pero se quedó para siempre. Fue de noche o eso creo. Tuvo que ser de noche, porque nadie recuerda, y se ha intentado, el modo en que había llegado, el viento que la había traído. ¿De dónde? No puede saberse. A veces creo que fue el propio suelo, la tierra roja, el que la generó como una forma para protegerse del sol que siempre alcanzó aquí el imperio de un dominio brutal. Fue así: una mañana, al despertar, el silencio de los animales, que es como un vacío que mira desde la boca adentro y abisma el mundo. Nos puso en alerta. No sé cuándo ocurrió. En esta niebla se pierde el sentido del tiempo, o es que el tiempo va para atrás, para delante, al antojo del aire. Perdimos el uso de relojes y calendarios. Pensamos que nos había llegado la muerte en otra forma. El silencio de los animales en el mundo vacío. Incluso el viento dejó de sonar. Por fuerte que sople: no hay poste de luz, rama de árbol, esquina o pita que permita escuchar el quejido de la sombra al desgarrarse. Nos quedaban los animales: ladraban, mugían, tañían, balaban. ¿Tañían? Sí, como campanas. Siempre hubo una cadena de sonidos para interpretar si era el día o la noche, la mañana o la tarde, que hacía del tiempo una partitura nuestra. El silencio de los animales: y allí estaba la niebla, al abrir la ventana, cubriéndolo todo. Detrás. Delante. No volvimos a ver. Los animales no es que guardaran silencio: se habían marchado. Y el lugar al que huyeron, ¿quién lo sabe? La niebla los empujó hacia algún desfiladero y se despeñaron. Hay muchos cerca. Caen al mar, como quien cae al tiempo. No hay otra explicación, porque esto, pequeño o grande que parezca, es una isla, y no se puede salir, sin ver, con esta niebla que se parece tanto al olvido. En vano he tratado de huir, desde entonces, cada día de mi vida. Hubiera sido empujado yo, como ellos, hacia una muerte dulce hacia el mar. Como ya usted sabe, la niebla no deja ver nada en algunos recodos de la isla. Ni la propia mano. Por eso, por más que lo pida, hay lugares a los que no se puede llegar sin la ayuda de maquinarias y herramientas de las que no se dispone. Al pie de algún acantilado del norte, y así imagino lo que no he podido ver, yacen los huesos de mis cabras, cerca del mar, entre derrubios y roca viva. A veces sueño que incluso los pájaros fueron incapaces de escapar, que incluso ellos, los alados, los libres, se desorientaron en el velo oscuro y no fueron capaces de encontrar otra vez la isla. En mi sueño los contemplo, agotados ya, quebrados por el cansancio de un vuelo estéril, en el momento en que se precipitan, como grumillos de plumas y picos, a un mar que rápidamente los engulle. No hubo otra historia. Y créame que lo lamento. Los animales, los pájaros, lejos como estaban, porque la niebla no hace otra cosa que alejar, desaparecieron. La niebla acaba con el contacto entre las cosas, impone una continuidad falsa y traidora que nada tiene que ver con la habitual en el mundo. Usted toca la tierra y luego la corteza del pino y luego el lomo del perro o el frescor del aire batido por las alas: y si lo piensa un momento, si lo piensa del modo en que sucede, seguro que acaba comprendiendo que una sola línea ha trazado su mano para ir de la tierra al frescor. La niebla es sólo un enorme vacío, que a sí mismo se devora. La niebla es el temblor. Créame, maldigo el día en que me convencieron para venir hasta aquí, para habitar la isla. Aunque lo había perdido casi todo. ¡Cómo escucho aún el resonar de los tambores y del fuego! Me tocó perder. Salí perdedor de algo que me sucedió y que no llegué a comprender. Estaba en mí, creo, una inconmensurable capacidad para perder, una disposición para la pérdida. He perdido siempre. Usted lo sabe. Apueste al fuego o al agua, pierdo. Sólo he podido apostar para perder. Esta isla se fabricó con lo que la tierra y su entraña no quieren: excrementos que la corteza no podía soportar más en el interior. Era preciso que la tierra se abriera, que lo expulsara todo, entre fuego y ceniza, que lo dejara correr hacia el mar, la alegre escoria, el humeante manto. Que se abriera la tierra, en algún lugar que fuera ninguna parte. Y vino a caer aquí, sobre las piedras, toda la escoria, toda la oscura sobra del mundo, expulsado con dolor. Pero sin fruto. Pura caída estéril. Este lugar que cubre la niebla, era niebla ya antes de que llegara: progreso entre dos caídas, miles de años de expulsión, de acopio de materiales inservibles. Para que huyeran los pájaros. Para que ardieran los árboles. Para que se disuelva todo, nuevamente, en la niebla de olvido (en el pensar del deseo).”

El relato lleva un título, ubicado al final, a la japonesa. “Formas alternativas de progreso”. No he podido preguntarle por qué. O él nunca ha querido responder. Me dice: “Obra menor, obra menor. Apunte. No hay que hacer ningún caso.”

*

Alejandro Krawietz (Tenerife, 1970) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. Fue Secretario de Redacción de Paradiso, pliego de literatura. Fue profesor de literatura en la Universidad de la Bretaña Occidental, en Francia, entre 1997 y 2001. Ha desarrollado una continuada labor como crítico literario y de arte en diversas publicaciones nacionales y extranjeras (Ínsula, Quimera, Revista Atlántica, Amadís…) Con Francisco León publicó la antología La otra joven poesía española (Igitur, Barcelona, 2004). Ha preparado la antología La realidad entera de Ángel Crespo (Galaxia Gutenberg /Círculo de Lectores, Barcelona, 2005). Organizó y preparó la edición facsimilar de la revista de la vanguardia canaria La Rosa de los Vientos. Ha publicado los siguientes libros de poesía: La mirada y las támaras, Memoria de la luz (Premio Pedro García Cabrera) y En la orilla del aire (Premio Emeterio Gutiérrez Albelo). En colaboración con artistas, el libro Casa del aire (con el fotógrafo Augusto Alves da Silva) y la carpeta Diálogos de la necesidad (con Andrés Rábago). En el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife organizó la serie de lecturas poéticas “La otra joven poesía española”.

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